jueves, 21 de noviembre de 2019
Adiós
En el dolor aún puede haber dignidad, pero no hay ninguna en la furia. En ocasiones, el dolor se ajusta la coraza, y la mirada se tiñe de sangre, la que necesita para saciar la furia aunque pueda creer que es el dolor. Cuando te arrebatan a un ser querido, la furia empaña el dolor, como si, de modo inconsciente, fuera el modo de cauterizarlo. Pero nunca es así. La furia se sacia, pero no el dolor. La furia sólo parece que intenta corregir la impotencia. Pero no es así. No controlamos la vida, aunque la venganza parezca la ilusión que nos hace sentir que, por un instante, cuando la ejecutamos, sí es así. En Adios, de Paco Cabezas, la furia y la empatía se cruzan en la intersección del dolor a través de dos miradas. Una es la del padre que ha perdido a su hija, y otra la de la policía que busca esclarecer el caso. Esclarecer no es sinónimo de ejecutar. Juan (Mario Casas), después de varios años en prisión, consigue la libertad condicional, y coincide con la celebración de la primera comunión de su hija. Pero al retornar a prisión, porque la condicional implica que tiene que dormir en su celda, un coche les embiste. En las cercanías, Eli (Ruth Diaz) investiga, en un almacén, el asesinato de cuatro rumanos, traficantes de droga. El robo de dinero parece la motivación. Quizá el coche de los asesinos fuera el que, en su huida, embistiera el coche que Juan conducía. La mirada de Eli al cuerpo inerte de la niña dentro del coche volcado, insinúa que las sombras que se duelen en su mirada no están relacionadas sólo con lo que contempla.
En una inmediata secuencia se conjugan, en montaje la desnudez de ambos, Juan (Mario Casas) entra desnudo en su celda, y la cámara desciende sobre el cuerpo desnudo de Eli, mientras se ducha, hasta encuadrar una cicatriz en su vientre. Intemperie, dolor. Eli se convierte en el conductor emocional de la película, no el propósito vengador de Juan. Se solapa sutilmente sobre el recorrido emocional de este, enquistado en su furia, en su voraz deseo de matar, como si así se pudieran rectificar los acontecimientos, como si así extirpara su desolación. Ese contraste es el que dota de singularidad a una obra que despliega, con depurada habilidad, los patrones dramáticos y narrativos del thriller, enfrentamiento entre bandas de delincuentes y corrupción policial, y montaje alterno, en las secuencias de acción, incluso a tres bandas.
Trini (Natalia de Molina) ha perdido a su hija, y Eli comparte con ella que no puede tener hijos. Trini pregunta por qué, pero Eli no contesta. No hace falta explicitar más, la mirada expresa lo necesario, y esa mirada se injerta como un nervio vivo en el arrollador encadenamiento de confrontaciones, en las que la violencia se escupe con palabras, con puños o balas. La mirada de Eli parece el contrapeso de la del Juan, es la mirada que intenta contener ese torrente de sangre, esa impetuosa necesidad de sangre, ese impulso rapaz que necesita de antagonistas y víctimas, que comparten tanto las enfrentadas familias de Los Santos, de la que es parte integrante Juan, y los Fortuna, como los policías. La mirada de Eli, cansada, como si arrastrara un dolor nunca aliviado, es la brújula en una tormenta.
En varias secuencias violentas, se hace brillante uso del montaje alterno de dos o tres acciones simultáneas, como el asalto de la policía al piso de los Fortuna, y la posterior persecución de las calles, durante la cual dos de las líneas coinciden y se convierten en una. Los espacios desastrados, cuando no mugrientos, de Sevilla, se correspodnen con la sanguineidad o rapacidad que dominan a los personajes, como si en la realidad sólo existieran los márgenes porque carece de centro. Unos van a la deriva, otros se desperdician en sus grotescos enfrentamientos y otros se dedican a la rapiña porque se transpira la sensación de que nada hay que pueda ser mejorado. En las secuencias iniciales le plantean a Juan, que ingresó en prisión para evitar que lo hiciera un familiar, que se reintegre en las mismas actividades al margen de la ley, en ese mismo círculo cerrado viciado. Juan quisiera que su realidad fuera en otra dirección. Pero la realidad no parece estar de acuerdo. La corrupción extendida, y dominante, se lo impide. Una mirada herida, la de Eli, señala que, aunque parezca que las direcciones hayan sido sustraídas, y sólo quede la opción de enfangarse en las rencillas, las rapiñas o la corrupción como modo de vida, quizá exista un resquicio para lo posible. Pero sólo puede ser desde la mirada que reconoce las heridas, porque ahí germina la mirada íntegra.
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