miércoles, 9 de octubre de 2019
Día de lluvia en Nueva York
La cita con un sueño y una paradoja. La vida real está bien para quienes no pueden hacer nada mejor. Gatsby, el personaje de la gran novela de F. Scott Fitzgerald, se corrompió, convirtiéndose en un hombre de éxito, para, alcanzada la posición social que le hiciera válido, aspirar a la mujer que amaba desde hacía varios años. Ella era su sueño, como una luz verde en el horizonte, esa orilla que llevaba ocho años deseando alcanzar. Para alcanzar el sueño cualquier medio era válido. Pero quizá ese sueño fuera erróneo, o su percepción ofuscada. Gatsby (Thimotee Chamalet), el joven de 21 años, protagonista de Día de lluvia en Nueva York (2019), de Woody Allen, es alguien que huye de lo apropiado o idóneo, pero su novia, Ashleigh (Elle Fanning) fue declarada Miss simpatía en un concurso de su tierra natal, en Arizona. Es hijo de familia adinerada, pero rehuye a su madre, (Cherry Jones), cuando viaja a Nueva York un día, porque no quiere saber nada de lo que representa, de sus lujos, del esnobismo de quienes conforman su ambiente social, de lo apropiado o idóneo como seña de distinción, pero no deja de apostar, como si fuera una forma de negación. O de evidenciar sus contradicciones, porque no deja de enriquecerse con las partidas de poker o las apuestas en carreras de caballo, como si así supliera sus complejos, su sensación de ser más una extensión del suministro de dinero y de la ansia de conocimiento de su madre que alguien que sabe porque quiere saber o dispone de la facultad de saber. Está versado, porque su madre le imprimió ese anhelo. Apuesta, reta al azar, como si desafiara a ese influjo, que siente cual yugo, y como se sintiera hueco, alguien que en la vida realmente vuela en la sección de turista, aunque parezca disponer de todo. Se siente incómodo, desajustado. Como esa luz anaranjada que domina ciertos planos parece aún habitar una realidad que no acaba de definirse entre lo real y lo ficcional, aún cautivo, como si se sintiera más bien personaje, de cierto ensimismamiento o cierta autocomplacencia, que camufla la ofuscación, su indefinicíón.
Ese viaje a Nueva York, en el que la lluvía pareciera borrar esas luces de artificio vital, está motivado por la entrevista que Ashleigh debe realizar, para su periódico universitario, a un reconocido director de cine minoritario, Pollard (Liev Schreiber). Una cita de una hora se alargará otras muchas más, una suspensión que determina dos trayectos paralelos cual línea de puntos que perfila una interrogante sobre su intersección. Por un lado, el de Ashleigh, en el cual también conocerá a un guionista, Ted (Jude Law) y un actor célebre, Francisco (Diego Luna). Mientras, Gatsby, en un otro escenario de ficción, el rodaje de un cortometraje, se reencontrará con Shannon (Selena Gómez), la hermana menor de quien fuera una novia anterior. Un beso de ficción, borroso, ya que están encuadrados a través de una parabrisas surcado por la lluvia, es el punto de arranque para desprenderse de un desenfoque vital, que implicaba un cinismo impostado y unas idealizaciones que evidenciaban su contradicción, y encuadrar lo real a través de la afirmación de un sueño. Dejará de ser un personaje para impulsarse, por primera vez, como quien es a través de la ilusión que sí siente como propia.
De alguna manera ese otro tránsito, en paralelo, el de Ashleigh, podría considerarse como una pantalla que ejerce de contrapunto. Esos personajes pertenecientes al universo del arte y la ficción, evidencian un ensimismamiento, que colinda con la confusión, la inconscuencia y la doblez. Ashleigh se convierte, para ellos, en una pantalla conveniente, en la que simplemente, niegan lo que son, las inconsistencias propias, o de sus relaciones sentimentales, como si ella fuera un sueño, en cuanto irrealidad, en el que esconderse o evadirse, quizá como una relación sexual provisional, un espejismo de sintonía intelectual, o un viaje escapista a una tierra extranjera. Para uno es el corazón, para el otro la mente, y para el tercero el cuerpo, tres vínculos distintos que no son sino meras proyecciones. Por tanto, ¿cuál es el vínculo real entre Ashleigh y Gatsby? ¿Es ella la chica de sus sueños como, quizá como un espejismo pasajero, lo es para cada uno de los tres personajes representantes del territorio de la ficción? Quizás Gatsby no sepa cuál es realmente, como quizá no sepa cómo es su madre, ya que más bien se ha hecho una idea que no se corresponde con la mujer real, como si la hubiera encajonado en esa ficción que siente impositiva y que rechaza. La paradoja se esconde entre las apariencias, y sorprende a la mente que se rige por las cuadrículas.
Y, sobre todo, quizá no sabe aún cómo es él mismo, cuál es su dirección propia, porque más bien se dedica a huir, entre rechazos y apuestas. En cierto instante se desorienta en un laberinto en la sección de arte egipcio del museo porque rehuye a alguien que conoce a su madre. El arte egipcio se centraba particularmente en la muerte. Y quizá él no habita aún su vida, y sigue otras pautas aunque incluso crea que las rechaza. Quien le dice que la vida real es para quienes no pueden hacer nada mejor, será quién le posibilite la forma de liberarse de ese laberinto que él mismo ha configurado con su extravío. Será aquella en cuya casa toque el piano, porque uno de sus sueños fue ser un pianista de club, y como un acorde más la cámara se desplace siguiendo el movimiento de ella hasta la ventana, durante el cual irrumpirá él, en el encuadre, como si estableciera un paso de baile que es el inicio de una coreografía que aún, en ese momento, ignora que es la cita con el sueño de lo real y lo real de un sueño. O cuando la mirada propia da sus primeros pasos en la asunción de la vida como paradoja.
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