viernes, 23 de agosto de 2019
Mindhunter (2ª temporada)
La segunda temporada de Mindhunter coincide con Érase una vez en... Hollywood, de Quentin Tarantino, en la utilización nuclear de la figura de Charles Manson, como influencia o reflejo. No pueden ser más opuestos los enfoques. Tarantino representa la negación o reparación virtual, que define la conducta social predominante en estos tiempos, y Fincher representa la mirada frontal que nos confronta con nuestra turbiedad e inconsistencia, con nuestras contradicciones. Tarantino tiende a la autoindulgencia, a la gratificación del yo ( o las fantasías del yo), y propicia la descarga de los instintos turbios, que no se reconocerán como tales, sobre una figura legitimada para ser despreciada e incluso, por delegación, objeto de la violencia que encarna (en concreto, por extensión, en los asesinos de Sharon Tate y sus amigos, que actuaron bajo el influjo de Manson). Esa suele ser la tónica de su obra, y por eso, probablemente, encuentra tantos entusiastas en estos tiempos dominados por la enajenación de la autoindulgencia, de la descarga y la reescritura (reconfiguración de la imagen del yo, por tanto, de la relación con realidad), a través de la relación virtual. Es la película que se necesita. La que proporciona la realidad paralela complaciente. Nada de dosis de realidad como tal. Se necesitan pantallas. Por eso, su obra ha sido considerada una celebración de la cinefilia, porque en buena medida, en la relación con la pantalla cinematográfica, predomina la relación fetichista, no la que proporciona un reflejo mediante el que quizá nos cuestionemos. Y esa sí es la perspectiva de David Fincher. La demolición que nos confronta no con el yo adolescente que aún quiere sentir la realidad como desearía, sino el yo adulto que se confronta con las descarnadas sombras de lo real, con los sótanos de nuestra mente.
Con la segunda temporada de Mindhunter, Fincher, con la colaboración de Andrew Dominik y Carl Franklin en la dirección de seis de los nueves capítulos, nos confronta, una vez más, con la asunción de nuestra vulnerabilidad y de las inconsistencias de nuestras enajenaciones y presunciones, o cómo hemos instituido, inconscientemente, la negación como coordenada fundamental de relación con la realidad y los otros (se necesita la reescritura y la descarga para no escuchar el griterío del propio vacío y de las propias sombras, o simplemente de la propia banalidad). Mindhunter, a diferencia del planteamiento de Érase una vez en... Hollywood, no resulta complaciente. Hurga en las heridas, en las infecciones. Nos confronta con nuestras oscuridades y carencias, con los engaños que tejemos nuestra realidad, la que nos conviene pensar que es. Su tratamiento estilistico amplifica la sensación de desvalimiento (la realidad potencialmente vulnerable) y la condición difusa de una realidad en la que nos desplazamos como espectros que ignoramos qué somos porque pensamos que habitamos unas coordenadas definidas que controlamos. El diseño sonoro, la utilización de la música y de efectos sonoros que pueden estar relacionados con la escena, pero también con el pasado, acentúa la sensación de desajuste, como esas penumbras, o esa patina cual neblina, coordenadas visuales de una realidad de coordenadas elusivas, como si la realidad fuera un entorno imprevisible que puede apagarse, difuminarse, una espesura ominosa que surcar y atravesar, porque ante todo resulta escurridiza e incontrolable, como un escenario que puede desalojarse cuando menos lo esperes, como el hogar que creías sólido, como la relación que pensabas que te confería la determinación que te faltaba para articular de modo directo tus emociones, como la ilusoria certidumbre que te hacía sentir que no eres vulnerable, no que no sabes.
En la conclusión de la primera temporada, Holden (Jonathan Groff), perdía pie en la realidad que quería controlar con una coreografía de esquemas y categorías, como si realmente fuera, más que un analista o descifrador de la mente, un policía del pensamiento. ¿Cuál era su relación con la realidad? ¿Qué evidenciaba de él ese trayecto de quien parecía reconfigurar una rígida plantilla de relación con las acciones siniestras, encajonadas en desenfocados maximalismos con mayúsculas (Bien y Mal) que nos separan de la infracción o la abyección, como si la normalidad no tuviera nada que ver, como el agua con el aceite? Introducía una aguda interrogante, un nuevo enfoque replanteador de aproximación a la materia oscura de la mente, pero se descarrilaba en la contradicción, como quien intentaba ajustar la convulsión escurridiza de la realidad a un patrón, a un escenario. Se confrontaba con la incertidumbre, con ese no saber por qué se actúa de un modo y no de otro. En el inicio de la segunda temporada, es alguien que lidia con ataques de pánico, con esa vulnerabilidad asumida como inapelable, ahora en carne viva, que puede tornarse, en cualquier momento, por una contrariedad, por la exposición directa de lo que se disimula en los fingimientos que definen las cortesías de las relaciones sociales, en conmoción y derrumbe. Y para los demás esa tendencia inestable es un riesgo, un factor imprevisible que puede afectar a un sistema, al funcionamiento de un engranaje, la tarea que realiza el equipo del FBI centrado en el estudio de los asesinos en serie para así poder detectar o resolver otros casos venideros. Un control de coordenadas para guiarse en el emblema más extremo del caos. Pero ¿cómo se relacionan con su orden o caos particular?.
Trench (Holt McCallany) se perfilaba, valga la paradoja, como alguien que más bien huía aunque pareciera tenerlo todo tan claro, o las coordenadas de la realidad en la que se desplazaba, en la que creía residir. No lograba encajar las incapacidades de su hijo adoptado, la dificultad de lograr relacionarse con él. Su escenario de trabajo se corporeizaba como la espesura en la que se escondía. Esa contención establecía una sorda distancia en su relación marital, porque interponía una mordaza. Esa contención ayudaba en su trabajo, porque se contrapone al desbocamiento de Holden, como si así le afirmara en su posición en el tablero de realidad, o relaciones con los compartimentos que componen las rutinas de su realidad, su hogar y su lugar de trabajo. Parece saber cuál su lugar y posición, pero, en esta temporada, evidenciará que no se muestra capaz de afrontar las fisuras caoticas que se gestan y desarrollan en su entorno íntimo. Si en la película de Tarantino, la figura de Manson, y sus extensiones, es la figura que eliminar, como la figura siniestra en una atracción de feria que abatir cual muñegote, para sentir que todo está en su sitio, es decir, en el orden conveniente para gratificar la sensación de que se controla la realidad, y que hay unos límites que nos separan de esa figura abyecta, con la que nada tenemos que ver, en Mindhunter, en cambio, es el reflejo siniestro que pone en evidencia las inconsistencias de quien detenta la convición de que representa al orden, es decir, su opuesto, Trench, quien piensa que no hay relación alguna entre él y el otro. Como si habitaran otra realidad, o procedieran de diferentes universos. Manson influyó en jóvenes para que realizaran unos brutales crímenes.
Pero el hijo de siete años de Trench participa, junto a otros niños, en el crimen de un niño más pequeño. Incluso, fue su idea que se le colocara en la posición que recreara la crucifixión. ¿Quién le ha influido para que realice tal acto?. ¿Cómo puede ocurrir algo así en su entorno que se suponía controlado y ejemplar?. ¿De dónde brota esa infección, ese acto abyecto, cruel? Nancy (Stacey Roca), la madre, por ello, tiende a la negación. No puede haber responsabilidad suya en ese acto, pero las preguntas no dejarán de minar sus convicciones. ¿Es así el niño de modo natural, por expresión espontánea, o por influencia externa, es decir, paternal?. Por eso, la conclusión última que implica la negación de toda influencia o responsabilidad es que, al no ser hijo natural, no ha sido ella quien ha determinado que el niño sea de ese modo. Por tanto, la figura de Manson adquiere la condición de brecha que nos expone, que nos despierta de la autoindulgencia y enajenación. Se revela como reflejo de lo que no queremos mirar en nosotros, porque nos escondemos en la espesura de las convenientes coordenadas de lo calificado como normal. O evidencia que frágiles y difusos son los límites, más allá de los que interponemos como conveniencia para instituir el relato que necesitamos sobre nosotros y nuestra relación con la realidad y los otros. En la secuencia en la que Holden y Trench interrogan a Manson, este no se sienta en la silla, frente a ellos, a su misma altura, sino en su respaldo, para sentirse por encima de ellos, ya que es bajo de estatura. Define cómo necesita controlar la situación. Esa misma suficiencia, esa necesidad de imponerse sobre la realidad, de controlarla, es la que evidencia la negación de la realidad de la madre cuando niega lo que no considera posible, porque su normalidad está definida por el sentimiento de sentirse por encima de los que son considerados abyectos o depravados. No hay mácula en su vida, en su actitud vital, no hay inconsecuencias o inconsistencias.
Es significativo que la secuencia introductoria de Trench, junto a su familia, esposa e hija, sea durante una homilia, en una iglesia. El niño realiza una puesta en escena con la muerte mediante la escenificación de la crucifixión: ¿Cuál es su relación con la muerte y el daño?. Durante la narración será recurrente la utilización de crucifijos o figuras que asemejan a esa forma. No sólo en secuencias que acontecen en funerales, en Atlanta, sino cuándo el alcalde intenta aplacar la desesperación y la insatisfacción cuestionadora de los ciudadanos. O durante las entrevistas con asesinos en serie. Hay una detrás, y por encima, de Kemper. Y tras Berkowitz, el hijo de Sam, se perfila en los barrotes detrás suyo también la forma de una cruz. Buscamos la ilusión de refugio, protección y respuestas clarificadoras que alivien. Pero no somos sino figuras vulnerables que forcejeamos con las interrogantes. Los asesinos en serie, como las entidades divinas que creamos, no son lo desconocido, son reflejos de nosotros mismos, de nuestras turbiedades y necesidades, y unas y otras en ocasiones se enroscan. El daño a veces se justifica con la cruzada moral. Sam Peckinpah repetía que no se habían realizado más muertes que en nombre de Cristo aunque este predicara la conciliación. Y se lo ponía en boca del matemático que encarnaba Dustin Hoffman en Perros de paja. No se quiso ver que el principal monstruo en esa historia era este matemático que generaba toda la violencia con su inflexibilidad y sentido de la territorialidad. Se quiere ver los monstruos fuera, ajenos a nosotros. Peckinpah o Fincher han optado, por si alguien se atreve a mirarse de frente, por hurgar en nuestra depravación o abyección potencial. Nos gusta ignorar que utilizamos los colmillos, aunque sea de modo figurado, para infligir daño. Denunciamos actitudes inquisitoriales o abusivas pero las realizamos sin ser conscientes de ello, porque siempre hay alguna justificación que desenfundar para neutralizar la consciencia. No queremos sentir que podemos ser Manson sentándonos en el respaldo de una silla para mirar por encima a los otros.
En la anterior temporada, Carr (Anna Torv) evidenciaba una mente aguda, pero en su espacio afectivo no lograba encontrar la respiración adecuada, no encontraba la conexión. En esta temporada cree encontrar esa conexión en una mujer, Kay (Lauren Glazier), una camarera, con la que siente encontrar la naturalidad que desatasque sus incapacidades para articular, exponer, de modo directo lo que siente, lo que necesita. En su trabajo,como analista, en las entrevistas que, en esta temporada, sí realiza directamente a asesinos en serie, se esfuerza en buscar la brecha que propicie que los asesinos se sinceren, que revelen cómo son, sus motivaciones, pero se confronta con la dificultad de surcar esa espesura en la que se interponen máscaras y corazas, los relatos convenientes o manipuladores, las tendencias elusivas, por la razón que sea. ¿Cómo encontrar el umbral de la conexión y la apertura, cómo sortear los obstáculos de la elusividad y los mecanismos de defensa?. Los reflejos se enroscan en los diferentes escenarios difuminando fronteras. En esa relación con Kay, con la cual siente que propicia que desatasque sus propios mecanismos de defensa y afronte la vulnerabilidad sin miedo, sin corazas ni máscaras protectoras, se confrontará con las contradicciones. Esa mujer también, según en qué escenarios de relaciones, en concreto, con su ex marido, prioriza la manipulación o lo conveniente, el relato o la mentira, para conseguir unos determinados fines. El mismo Berkowitz, el hijo de Sam, cuando es interrogado por Holden y Trench, revela que muchas de sus explicaciones sobre su actitud o motivaciones, fueron relatos inventados que convencieron a los mismos psiquiatras. Eran puesta en escena, se construyó como personaje. Como en nuestras diferentes relaciones, en diversos escenarios, podemos actuar como (diferentes) personajes, con relatos y estrategias convenientes. Los límites, una vez más, son difusos.
Esa condición difusa, escurridiza, se evidencia de modo magistral en ciertas secuencias. ¿Cómo reflejar el abismo del dolor, el extravío de sentirse ya en un estado agudo de vulnerabilidad permanente, cuando se ha desfigurado, de modo irremisible, la relación con la realidad, y ya no se podrán restituir las coordenadas de certidumbre e inmunidad?. En el segundo episodio, dirigido por Fincher, durante la conversación de Trench con un superviviente de las muertes del asesino BTK (letras correspondientes a atar, torturar y matar), Kevin, herido en el rostro por dos disparos, y por ello desfigurado, nunca se aprecia de modo directo los rasgos de ese personaje, ya sea a través del retrovisor o la espesura de los cristales o de la luz tenue combinada con sus gestos elusivos. Es una secuencia definitoria que implanta esa atmósfera enrarecida y turbadora en la serie. En el tercer capítulo, Fincher delinea, una vez más, con maestría la vulnerabilidad como basamento de la narración, el desvalimiento, en la magnífica secuencia en la que Holden conversa con algunas de las madres de los niños desaparecidos o muertos en Atlanta. El dolor difuso y el dolor manifiesto.
Los asesinatos de niños afroamericanos, entre 1979 y 1981, en Atlanta, cobran fundamental relevancia de los cinco últimos capítulos de los nueves que componen esta temporada. Los trámites burocráticos dificultan la investigación y las perspectivas entran en colisión, por la ofuscación generada por un resentimiento y un padecimiento colectivo. El victimismo se torna inflamación que obnubila el discernimiento, lo que no deja de ser otro reflejo descarnado de los tiempos actuales. La comunidad afroamericana no puede considerar que el culpable sea afroamericano, como mantiene desde un principio Holden. Si como colectivo étnico han sufrido persecución, discriminación, explotación y opresión, el culpable tiene que ser un reflejo de ese pasado que se ha convertido en peso muerto que aún sienten como asfixia en su presente. Tiene que ser un blanco y, de modo más concreto, alguien perteneciente al Ku Kux Klan. Tiene que ser alguien ajeno a su comunidad el que desea hacer daño a su progenie. La consideración de que el asesino sea afroamericano la contemplan como un escarnio, otra invención para negar lo que consideran una evidencia por el sufrimiento acumulado durante décadas. O una ratificación de esa incesante vejación.. Irónicamente, el asesino considera a los niños, por su disposición a favores sexuales por la necesidad de dinero, el reflejo de una degradación que no se puede asumir. Su acción, por tanto, adquiere una dimensión sancionadora, como un vigilante moral. No difiere de la actitud de la madre, Nancy, con respecto a la abyección criminal en la que participó su hijo. La negación y la enajenación que se torna daño brotan del mismo origen infectado. Por otro lado, los retorcimientos de los entresijos de la ley determinan que nada se clarifique de modo preciso. Con lo cual no hay satisfacción social con los resultados. Holden mira la pantalla que lo anuncia como si mirara a una realidad averiada, otro reflejo de esa normalidad que no es sino una serie de turbulencias que se maquillan con la apariencia de pautas, trámites, rituales y rutinas. Pero no es sino un espacio vacío, un hogar desalojado que revela qué impostura era, como ese hogar vaciado al que se enfrenta Trench. Pantallas y vacíos. Lo que queremos pensar que es, lo que negamos, y lo real expuesto al desnudo. O interponemos verjas que traspasamos en nuestras fantasías como ilusión de control, como refleja la autoindulgencia de Tarantino, o nos confrontamos, a través de Fincher, con el desorden de nuestras aparentes simetrías, con las fisuras en las pantallas.
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