jueves, 1 de agosto de 2019
Catorce horas
En la esplendida secuencia introductoria de Catorce horas (Fourteen hours, 1951), de Henry Hathaway, un camarero trae el desayuno a una de las habitaciones del hotel. No distinguimos el rostro de quien ocupa la habitación. Es una figura de perfil, difusa, en un lateral del encuadre (como un cuerpo entremedias que no se define como presencia y más bien parece querer replegarse en la condición de sombra y ausencia). El camarero se concentra en la tarea de buscar el cambio, pero cuando se vuelve, no hay nadie a su lado. Perplejo, su mirada lo busca, en el pasillo, en el baño, hasta que se asoma por la ventana, y aprecia unos pies en la cornisa. El hombre, Cosick (Richard Basehart), amenaza con lanzarse desde el quinceavo piso. Del mismo modo que no vemos el rostro de quien amenaza con precipitarse al vacío, hasta que no se le ve ya expuesto al abismo, durante la narración las especulaciones se sucederán, intentando dar cuerpo, gravedad, a la incógnita, al por qué, cuál es la causa que ha determinado tal extrema decisión pero el motivo se mostrará escurridizo, reticente y evasivo, a ser aprehendido (como el cuerpo rehuye que alguien intente cogerle de la mano cuando le da un cigarrillo o un vaso de agua).
Un psiquiatra, Strauss (Martin Gabel), aportará una explicación que parece encajar, ensamblar, las piezas, mediante un relato causal según el cual la histérica madre, Christine (Agnes Moorehead), que reprocha con acritud al padre, Paul (Robert Keith), que les abandonara décadas atrás, transfirió el despecho en los sentimientos de su hijo hacia el padre, y generó la incapacidad de sentirse a la altura en cualquier faceta de su vida, lo que le llevó a romper con la mujer que ama, Virginia (Barbara Bel Geddes). Pero Hathaway sortea, con su proverbial y preciso sentido de la distancia, cualquier reduccionismo causal, ya de entrada con la expresión perpleja de Donnigan (Paul Douglas) cuando escucha esa explicación. Donnigan es un mero policía de tráfico que no tiene la capacidad de articular ideas, conceptos como un psicólogo o un predicador, y no sabe qué es lo que ha determinado que Cosick tome tal extrema decisión, pero especula con que, del mismo modo que está suspendido entre el dentro y el afuera, quizá esté relacionado más bien con no saber qué decisión tomar con su vida. Quizá es una mera reacción por desubicación. Y esa intuición se corroborará cuando se manifieste la fisura que tambalea el edificio ( de una sociedad, de un modo de vida, de la existencia misma) cuando Cosick expresa, a través de sus versos, los que escribió para su esposa para expresar su torpeza, su incapacidad de amarla. Cuando reflejó en aquellas palabras, su estado de suspensión vital, su vacío y su angustia: He probado el viento, he probado la tierra. No hay nada entre uno y otra. Sólo una ira vacía debajo. Ninguna meta más que los faroles inquietos de los muertos. Quizá su impulso desesperado, que se suspende sobre el vacío, esté relacionado con su afirmación, que repite con desesperación, de que la realidad no es sino una carrera de ratas.
Ese contrapunto de reflejo social, de contexto del que Cosick quiere separarse, porque no se siente parte integrada, está magníficamente puntuado a través de los testigos, espectadores, en la calle, muchos de los cuales permanecen durante las catorce horas esperando (como alguien señala) que efectivamente salte. Dos de las primeras mujeres que lo advierten en la cornisa están convencidas de que es parte de alguna promoción publicitaria. Cuatro taxistas hacen apuestas sobre cuál será la hora a la que se lanzará al vacío. Hathaway no llega al punto de la sórdida amargura que destilaba El gran carnaval (Ace in the hole, 1950), de Billy Wilder, ni a su abrumador nihilismo en su retrato de la abyección humana sin un resquicio para la integridad, pero no deja de ser irónico, para abundar en el reflejo de ese sinsentido, que en el momento en que parece que van a lograr que él desista, y entre en la habitación, sea frustrado por la inoportuna aparición de un trastornado predicador.
Hathaway aplica con concisión los contrastes. No sólo en la esforzada determinación de Donnigan quien, durante esas horas, intenta convencerle de que abandone la cornisa y entre (Cosick le elige como su interlocutor porque advierte en el a alguien que le habla con naturalidad, que no actúa o finge), sino también en Danny (Jeffrey Hunter) y Ruth (Debra Paget), quienes descubre que un azar como este ha posibilitado que sus destinos se crucen (aunque trabajen en el mismo edificio, quizá nunca se hubieran conocido si hubieran seguido con sus rutinas, él entrando a las 8 y ella a las 8'30: una fisura en la rutina y puede variar de modo radical la dirección de tu vida. O cómo Louise (Grace Kelly), que lo contempla desde un edificio enfrente, como si fuera una pantalla en la que contrasta su propia vida, decide, mientras espera a su marido en el bufete de abogados, no seguir adelante con el divorcio ( como si ella también se sintiera suspendida: como si su decisión hubiera estado más bien determinada por la desesperación, por mirar hacia el vacío, en vez de optar por la actitud constructiva, la mirada que entra en la habitación de la realidad y arregle la avería de la relación con el diálogo).
Hathaway modula con admirable brío una narrativa multiangular, que provee de una concisa visión de conjunto, con su vibrante sentido de la concreción ( es asombroso cómo hace sentir con sus encuadres el vértigo del abismo) y con su sutil y escurridizo sentido de lo abstracto (las fisuras que ponen en cuestión cualquier presunción, como complejamente movediza es la aparente transparencia de su cine). Fue un proyecto en principio ofrecido a Howard Hawks, quien lo rechazo por el tema. Sólo aceptaría si lo tornara en comedia protagonizada por Cary Grant. Se pensó primero en Richard Widmark para el personaje de Cosick, pero el papel fue para Basehart, con reciente éxito en el teatro, y que había interpretado a un personaje tan opuesto como Robespierre en la también excelente El reinado del terror (1949), de Anthony Mann. Su interpretación concitó los mayores elogios, y también determinó que Fellini le propusiera protagonizar La strada (1954). Supuso el debut cinematográfico de Grace Kelly y Jeffrey Hunter, y como figurantes intervinieron John Cassavettes, Brian Keith, Janice Rule, Richard Beymer o Leif Erickson.
Se rodaron dos finales. Uno en el que Cosick acababa lanzándose al vacío, como así ocurrió en el caso de John William Warde, en 1938, sobre el que Joel Sayre escribió el artículo That Was New York: The Man on the Ledge, publicado en 1949 en The New Yorker, que inspiró el guión de John Paxton, quien optó por una estructura que prescindiera de flashbacks que visualizaran el pasado de Cosick. En aquel caso, Warde ya había realizado, previamente, varios intentos de suicidio. No hubo esposa ni padres envueltos, sino fue una hermana la que suplicó que desistiera. Glasco, el polícía en el que se inspira Donnigan, logró convencerle después de catorce horas para que entrara en la habitación, pero la inoportuna irrupción de un fotógrafo provocó que Warde se lanzara al vacío (en la película, se convierte, en un pasaje previo ya comentado, en la significativa figura de un sacerdote, aunque no determina que caiga sino que decida permanecer en la cornisa en vez de entrar). Este final es el que prefería Hathaway, y en principio era con el que iba a estrenarse la película. Pero se dio la circunstancia de que justo el día en que se hacía un preestreno, la hija del presidente de la Fox, Spyros Skouras, se lanzó al vació, lo que determinó que se optara por el otro final, en el que Cosick salva su vida. Eso sí, no exento de punzante y sutil ironía. No es que alguien logre convencerle de que cambie de opinión, y desista de estar en la cornisa, sino que es el azar el que entra en juego, o un reflejo más de la inconsciencia que rige la sociedad: Por accidente, un adolescente, incitando a que se tire, hace la pamema de que se lanza al vacío cayendo sobre la palanca que enciende el foco (los faroles inquietos de los muertos), el cual ilumina y ciega a Cosick, quien cae al vacío, aunque sobre la red que estaba tendiendo la policía en el piso inferior. Por tanto, no es que haya cambiado de perspectiva sobre la vida, que haya mejorado, que haya recobrado la ilusión y la confianza, sino que de nuevo la realidad y sus focos cegadores le ha vuelto a hacer caer en sus redes.
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