jueves, 18 de julio de 2019
Mil ojos tiene la noche
Mil ojos tiene la noche (The night has one thousand eyes, 1948), de John Farrow, adaptación de un relato de Cornel Woolrich (que publicó bajo el seudónimo de George Hopley), es una estimulante obra de intriga, sazonada con elementos sobrenaturales, sostenida sobre una doble incógnita: Por un lado, ¿el destino de Jean (Gail Russell) parece ineluctablemente señalado por la muerte como vaticina Triton (Edward G Robinson)? Y por otro, ¿las visiones de Triton son premoniciones, porque efectivamente posee ese don, o son hechos que él propicia por haberlos 'imaginado'? La nocturnidad aletea abrupta ya desde su secuencia inicial, cuando Jean está a punto de arrojarse desde un puente a las vías del tren, acción impedida por su prometido Walter (John Lund). La desesperación de Jean ha sido sugestionada por la premonición de Triton de su pronta muerte bajo las estrellas, pero es equiparable a la que ha sufrido Triton. Es la desesperación de éste la que atraviesa la narración. Si su don es cierto, se asemeja más a una condena. En este primer tramo de la obra se sucederán una serie de flashbacks, que abarcan veinte años, en los que Triton narra a Jean y un escéptico Walter más que el por qué de su premonición, porque es un don que no controla, la serie de hechos que reflejan que su don es cierto por recurrente, y aún más, hacerles comprender, en especial a un remiso Walter, el cuál piensa que algún interés oculto guía lo que cree una escenificación sugestionadora, su condición torturada por sufrir ese don.
Triton actuaba en un espectáculo de vodevil como embaucador mentalista, asistido por Jenny (Virginia Bruce) y Whitney (Jerome Cowan) al piano, quien con los acordes le daba pistas sobre las personas que habían realizado la pregunta. Pero, desde el día en que avisó a una mujer entre el público que corriera a su hogar porque su hijo podría morir (y así se lo confirmó: por jugar con cerillas sufrió quemaduras, pero pudo salvarle por llegar a tiempo) empezó a sufrir auténticas visiones que vaticinaban no sólo posibles tragedias, sino tragedias que consideraba ineluctables, como cuando sintió la premonición de que Jenny, la mujer que amaba, moriría al dar a luz, lo que le determinó a desaparecer, y aislarse del mundo (durante cinco años en una mina), torturado por su don, y haciendo creer que estaba muerto. La ironía, o lo terrible, es que Jenny, tras casarse con Whitney (que se había enriquecido con inversiones gracias a las premoniciones de Triton) sí murió a dar a luz, y esa hija es Jean. Triton se torturó pensando si realmente había tomado la decisión adecuada al decidir huir para que ella no sufriera daño, si debería haberse quedado para impedir que así fuera. Por eso, cuando vislumbra esa muerte de Jean, decide que debe hacer todo lo posible para evitar que se produzca si interviene para que la combinación de factores no se combinen como entrevé con sus visiones premonitorias.
El segundo tramo, narrado con precisa y progresiva tensión, gira alrededor de la espera de la hora vaticinada de la muerte de Jean. En su premonición Triton no discierne quién ni dónde, sólo una serie de imágenes fragmentadas (un jarrón roto, una flor pisada, una pata de león). Por supuesto, se enfrenta no sólo a la puesta en duda de la veracidad de esas visiones, sino a la sospecha de cuáles sean sus intenciones, más bien siniestras: ¿Son ciertas? ¿Encubren una mera conspiración criminal encubierta en la sugestión de su vaticinio? El escepticismo, aparte de en Walter, está encarnado en la figura del teniente Shaw (el esplendido William Demarest, cuyas irónicas frases y su actitud parecen extraídas de sus papeles en las comedias de Preston Sturges). La ambivalencia domina este tramo, en el que se genera, de modo progresivo, una cautivadora atmósfera turbia (potenciada por la magnífica atmósfera tenebrista de la dirección de fotografía de John F Seitz), en la que la percepción de la realidad, o de lo que puede ser o no ser, ocurrir o no ocurrir, se sostiene sobre frágiles cimientos, entre sombras que irrumpen en las habitaciones, brazos que surgen de cortinajes para cambiar la hora de un carillón o un jardín de sombras con inquietantes esculturas.
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