jueves, 13 de junio de 2019
Men in black International
Fisuras en las fantasías. Men in black (Hombres de negro)(1997), de Barry Sonnenfeld, concluía con una ingeniosa ocurrencia. Un travelling de retroceso desde nuestro planeta Tierra revelaba que no es sino una cánica con la que juegan unos alienígenas. No somos nada. En la primera secuela, Hombres de negro II (2002), de Sonnenfeld, se revelaba que en una consigna de una estación de autobuses, espacio en tránsito, puede residir toda una civilización (que, incluso, te pueda saludar como si fueras el centro del universo, su astro rey). No hay medida, lo grande en lo pequeño, y lo pequeño en lo grande. Nuestra posición y circunstancia más bien es relativa. A no ser que estemos neuralizados y no pensemos en tales cuestiones. Se puede decir que el excéntrico e irónico humor de Sonnenfeld no difiere del de los Hermanos Coen, para quienes fue director de fotografía en sus cuatro primeras obras. No difiere su sentido del humor de aquel memorable apunte, también de orden cosmológico, o no somos nada aunque tanto nos creamos, de El gran salto (1993), en el que un científico acerca del movimiento del hoola hoop comenta: En realidad, es un chisme muy sencillo. Se basa en los mismos principios que mantienen a la tierra girando alrededor del sol, y que les impide a ustedes salir volando de la tierra a los fríos confines del espacio, donde morirían de forma miserable. Sí, es el mismo principio, excepto por el pedazo de tierra que le han metido dentro para que la experiencia resulte más agradable. Ciertamente, el alcance alegórico de la serie de películas de Hombres de negro es menos complejo que el de las películas de los Coen, pero comparten un espíritu travieso irreverente. En la tercera, Men in black III (2012), también de Sonnenfeld, esa relatividad quedaba representaba en la emulación que efectuaba un actor con respecto a la idiosincrasia expresiva de otro, ya que le representaba cuarenta años atrás. Josh Brolin realizaba una lección de ejemplar de cómo ser Tommy Lee Jones (versión agente K), sin dejar de aportar los sutiles matices que diferenciaba al personaje en el tiempo. También resultaba singular personaje el alienígena que encarnaba Michael Stuhlbarg, capaz de anticipar las múltiples posibles líneas temporales, o narrativas, de un acontecimiento o una persona. El todo en un instante que puede ser cualquier opción pero acaba siendo una. Un detalle singular más en una serie de obras estimulantes, aun irregulares (por el pulso entre la ingeniosa ocurrencia excéntrica y el trazo grueso). Men in black International, de F Gary Gray (funcionario de la narración en cuya filmografía sólo destaca la apreciable Negociador, 1998), prosigue la dirección ya establecida, como molde, aunque no aporte singularidades distinguidas. O quizá, en cierto grado, esté en uno de sus personajes protagonistas, Molly/M (Tessa Thompson).
En la primera de la serie se dedicaban unos pasajes a las pruebas que debía pasar Jay (Will Smith) para convertirse en el agente J (que deparaba una de las más ocurrentes situaciones: los aspirantes sentados en unas capsulas que dificultan que puedan escribir adecuadamente; Jay es quien tiene la capacidad de reaccionar antes que nadie con aguda presteza: arrastra la mesita para apoyar en ella el papel; el ruido que hace la mesa al arrastrarla acrecienta el absurdo, o pone aún más en evidencia la torpeza del resto). En este caso, signo de los tiempos, ya que desde hace veinte años la realidad virtual se ha convertido en parte sustancial de nuestra existencia, y también se ha acrecentado nuestro aislamiento en capsulas vitales, Molly es una chica idónea para ser un agente del MIB porque carece de lazo afectivo alguno, lo cual es condición fundamental para entregarse a tal dedicación. Nadie la echaría de menos. Es como el usuario de la red virtual que accede a un mundo de fantasía en el que puede sentir que hay algún acontecimiento en sus existencia, y que incluso puede posibilitar que cree algún vínculo, quizá incluso con quien pueda representar su fantasía sexual romántica, un Apolo con forma de dios nórdico con los rasgos de Chris Hemsworth, o agente H. Claro que quien se considera un héroe por salvar tres años atrás al mundo de la irrupción, a través de un umbral cósmico, de unas criaturas de estirpe lovecraftiana que integran La colmena, parece más bien alguien arrogante, superficial y hasta negligente. Fisuras en la fantasía.
Se busca una variante de la relación de opuestos, entre los personajes de Tommy Lee Jones y Will Smith, en las tres primeras. M es más rigurosa y competente, y H parece un adolescente que se gusta mucho a sí mismo pero parece más bien narcotizado (o con ese insustancial júbilo del que está colocado) que despierto (cuando le alude M por primera vez él esta roncando sentado ante su mesa de despacho). Parece que hubiera sido neuralizado con ese aparato con el que los MIB consiguen que los testigos olviden que han visto alienígenas (un aparato que puede considerarse antecedente de los móviles, dado como nos ha narcotizado y abotargado la adicción de su uso recurrente). En su irregular trayecto narrativo, con diversas variaciones de escenarios, destacan, por encima de las formularias secuencias de acción, los momentos en los que comienza a dotarse de cuerpo la relación, o pulso de actitudes, que quizá sea algo más, entre M y H. En especial la secuencia en el desierto, en el que confrontan la razón con la pasión. M apunta que no son precisamente fiables las reacciones químicas que suscitan las ilusorias percepciones de la pasión, pero H replica que quizá el mismo universo se constituya de reacciones químicas. La posibilidad de que quizá haya un topo o traidor entre los integrantes del MIB en la sede de Londres ejerce de afinado correlato sobre la dificultad de atravesar las apariencias para discernir cómo es el otro, aunque en el pulso entre M y H, lo más interesante de la película, no esta a la misma altura Hemsworth, quien sabe reírse de sí mismo (reincide, en menor grado, en lo que hacía en Avengers: endgame, con la deformación de tripa cervecera de su apostura apolínea), pero carece del dominio de la sutileza que sí le sobra a una excelente Tessa Thompson.
Los escenarios parecen corresponderse a las fases de la progresión de esa relación, el hecho de que se inicie y concluya en la Torre Eiffel, epítome prototípico del romanticismo, las laberínticas y angostas calles en Marruecos, el desierto sin contornos, en el que por primera vez comienzan a visibilizarse mutuamente, y la isla fortaleza, en Napoles, en la que se confrontan con quien fue pretérita relación pasajera de H, la traficante de armas Riza (Rebecca Feguson, de nuevo brillante villana, como en la reciente El chico que pudo ser rey, de Joe Cornish). En esa secuencia se revela un ocurrente gag: el tarantiniano es un alienígena al que le encanta que le posibiliten la oportunidad de golpear y matar a cuantos más mejor: desde Kill Bill, el cine de Tarantino se ha convertido en un supurante regodeo en el ejercicio de la violencia, legitimada por su uso contra una figura políticamente incorrecta: nazi, esclavista, asesino en serie...: quizá un día el cineasta nos revele que tras su cáscara de apariencia humana realmente es un dibujo animado, como el personaje de Christopher Lloyd en ¿Quien engañó a Roger Rabbit?, de Robert Zemeckis. O ya que estamos, un alienígena que quiere reventar planetas porque no le gustan las canicas.
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