miércoles, 29 de mayo de 2019
La ceniza es el blanco más puro
La vida como despojamiento. Este es el relato de un despojamiento. O cómo de una vida sólo puede quedar, como una cáscara, la imagen, la imagen de lo que se creía ser, o de lo que se anhelaba. Tres pasajes componen La ceniza es el blanco más puro, de Jia Zhang Ke. Cinco años transcurren entre el primero y segundo, y diez entre éste y el tercero. Como las capas que se desprenden, o más bien se despellejan. En el principio, entre los despojos de los otros, la imagen. La imagen implica sensación de dominio de escenario, es decir, de la realidad. En Datong, ciudad minera que ha empobrecido considerablemente desde que cayó en picado el precio del carbón, Bin se siente el protagonista de una particular ficción que él siente como realidad. Es un gangster que controla las situaciones. Un gangster jianghu, lo cual le hace sentir que le dota de cierta condición mítica, que rige el escenario de una sociedad paralela de fueras de la ley que divergen con respecto a las autoridades legitimadas (esas que han propiciado el empobrecimiento de la sociedad). Un mundo paralelo, que no deja de ser un mundo de fantasía (o ensimismado: esa elocuente secuencia en que, todos hombres, contemplan una película). Y, como extensión, así se siente su pareja Qiao, (Zhao Tao). Hasta que el sueño se revienta con unas patadas. No son seres míticos ni invulnerables, no son el emblema corporal del jianghu, las artes marciales en la antigua China. Bin será vapuleado por los que jóvenes que desean dominar el escenario. Y Qiao deberá recurrir a un arma que carece de componente mítico: una pistola que señalará no el inicio de una carrera sino su fin.
El segundo pasaje, cinco años después, es como una procesión de fantasmas. La fantasía se ha inundado, como serán cubiertas edificaciones de Hubei por las aguas. Alrededor, la precariedad, como si el entorno se encontrara en permanente amenaza de disolución o cierre. Qiao, que fue condenada a cinco años de cárcel por uso indebido de un arma ajena, busca en Hubei a quien representaba el príncipe de sus sueños, como si este hubiera esperado paciente y devotamente. Pero los sueños se ahogan, aunque no las ranas, porque aquel príncipe decidió esconderse en una realidad pragmática, tras que fuera derrocado de su fantasía de gangster, y arrinconó cualquier veleidad romántica, aunque realmente no sentía ninguna, para buscar otros cuerpos que suplieran al que había sido recluído por proteger el suyo, porque él era la imagen que ella reverenciaba. En estos pasajes, la modulación de la duración de los planos es otra, como si ya la realidad fuera a la deriva, o se hubiera estancado como una naturaleza muerta. En el primero pasaje, comentan cómo en un volcán, cuando alcanza la temperatura más elevada, la ceniza es el blanco más puro. En este segundo pasaje, la ceniza vital es gris, esa grisura que linda con la lividez. Como si ya se hubiera desprovisto de sustancia, como las entrañas que son arrancadas. En un tren Qiao se encuentra con alguien que le habla de una investigación sobre platillos volantes. Pero es otra impostura. Otra imagen en forma de hombre. Sola, en la oscuridad, en un espacio abandonado, es testigo de cómo una luz atraviesa el cielo. El vacío es ya una oquedad en la que las luces volantes son los residuos de tantos sueños vanos.
En el tercer pasaje, la anulación o despojamiento implicará al mismo cuerpo. Ya no es sólo que quien representaba su sueño no era como pensaba o quisiera que fuera, sino que, aún más, ya es sólo un cuerpo impedido. Además se convierte en lastre. Diez años después, Qiao se reencuentra con Bin, abocado a una silla de ruedas desde que sufrió una apoplejía. El volcán no sólo se apagó, sino que se arrastra como si se convirtiera en una chepa adosada. El escenario es el mismo de hace quince años, Datong, pero ya es otro, porque han variado las posiciones, por lo que rebrotan los resentimientos. Como si el único jugo vital que quedara fuera el de la amargura. O la capacidad de engañarse. Qiao cuida de quien ya no sólo no controla el escenario sino que es un desecho marginal impedido. En las secuencias iniciales, se combinaba durante sus primeros minutos, el formato de 1:85 con la pantalla cuadrada. Ya anticipaba esa reclusión en la imagen. Alrededor, nada. El plano final encuadra a Qiao a través de una cámara de vigilancia. Mira hacia la distancia, hacia donde se ha marchado el cuerpo que ayudó a que volviera andar. Hacia la distancia del sueño que una vez más le recuerda que vive bajo las aguas de la decepción.
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