domingo, 14 de abril de 2019
Sinfonía de la vida
En Sinfonía de la vida (Our town, 1940), de Sam Wood, Mrs Gibbs (Fay Bainter) y Mrs Webb (Beulah Bondi) son interrumpidas por el narrador (Frank Craven), que les agradece su intervención/interpretación en esa secuencia, para introducir a un profesor, Willard (Arthur B Allen), quien suministra unos breves datos históricos y antropológicos sobre Grover's corner (New Hampshire), el pueblo donde acontece la acción dramática, entre 1901 y 1916, y acto seguido a Mr Webb (Guy Kibbe), editor, que establece una breve semblanza de las tendencias políticas y religiosas de los habitantes de Grover’s corner, e, incluso, responde a las preguntas del público/espectadores (a quienes escuchamos realizar la pregunta, como si se encontraran junto a nosotros en la sala). Previamente, como introducción, el narrador, situado sobre una colina, nos ha presentado el pueblo, primero con su configuración en el momento en que se realizó la producción, 1940, para, tras realizar la indicación pertinente, modificar la pantalla tras él, es decir, el aspecto del pueblo en 1901, para situarnos en ese momento y comenzar a describirnos su día a día desde su despertar, con el niño que lanza los periódicos a cada casa (y las madres llamando a sus hijos para desayunar, la llegada del lechero, el gato que espera hurtar la salpicadura de alguna gota fugada...).
No dejan de ser sorprendentes estos juegos metalinguisticos en una producción hollywoodiense de aquellos años, y más que esta singular, y excelente, obra, no haya alcanzado las resonancias de otras obras de su tiempo, como Ciudadano Kane (1941), de Orson Welles a la que se adelanta en recursos (en el uso de encuadres), y heterodoxia narrativa. Quizá porque su director, Sam Wood, nunca ha sido especialmente considerado, calificado como mero artesano, por ejemplo, al servicio de los Hermanos Marx en Una noche en la ópera (1936) o Un día en las carreras (1937), o, como mucho director, de apreciables dramas como la entrañable El orgullo de los yankees (1942). Aunque quizá su consideración se ha visto, especialmente, lastrada, por sus simpatías poco progresistas. Más allá del valor de sus obras, es más fácil que suscite simpartías, aprecios y admiraciones alguien, como Welles, que se convirtió en el emblema del genio no reconocido, y sí maltratado, por la industria, que alguien, como Wood, que fue calificado de fascista por un admirado humorista como Groucho Marx. Aunque, por otra parte, se pueden rastrear sustanciosos vínculos entre esta obra y la que me parece la gran obra maestra de Welles, El cuarto mandamiento (1942).
Esos juegos metalinguisticos ya estaban presentes en la obra teatral de Thornton Wilder (quien participó en el guión junto a Craven y Harry Chandlee), cuya escenificación era más radical, ya que carecía por completo de ningún elemento de decorado. Los personajes y un espacio vacío. La obra fue un éxito, y ganó el premio Pulitzer en 1938. En 1946 la Unión soviética prohibió su representación en el Berlín ocupado porque pensaba que podría provocar una ola de suicidios. Algo que hubiera provocado una sonrisa en el tío Charlie (Joseph Cotten) de La sombra de la duda (1943), en cuyo guión colaboró Thornton Wilder, otro relato/retrato, de una pequeña población, agrietado por las sombras.
El diseño de los escenarios, obra de William Cameron Menzies, remarca el artificio. Hay decorados que parecen anticipar algunos de La noche del cazador (1955), de Charles Laughton, como los vallados que parecen recortados contra un cielo que parece siempre oscurecido. La extraordinaria dirección de fotografía, de Bert Glennon, acentúa las sombras, y no sólo en los pasajes más fúnebres o espectrales (los del final, con la congregación de fallecidos): ese director de coro más atento a la agitación de su sombra que a las mujeres que cantan (sin afinar demasiado), detalle que refleja su desajuste interior, su falta de música, de integración en ese conjunto social (evidenciado también en cómo busca refugio en el alcohol: se siente una sombra).
Además de ser interrumpida, como la vida misma, la narración salta adelante y atrás: En una secuencia, nos encontramos en la mañana del día de boda de George (William Holden) y Emily (Martha Scott), pero el narrador interrumpe la acción, porque a él le interesan cómo se gestan las cosas, y plantea una vuelta atrás, a aquel decisivo día en el que ambos cimentaron su proyecto de vida conjunto, aquel día en el que tuvieron el valor suficiente para declarar su mutuo amor. La vida está hecha de paradojas: Mrs Gibbs y Mr Gibbs (Thomas Mitchell) evocan sus primeros días casados, los miedos que sentían: él reconoce que temía que, en pocas semanas, ya no tuvieran nada de lo que hablar. Mr Gibbs apostilla que el matrimonio tiene mucho de farsa, pero en ambos se demuestra cuán profundas pueden ser las uniones. Mr Webbs transmite a su hijo, George, los consejos que le dio su padre antes de casarse, para concluir que no haga caso de los consejos de nadie. La narración retorna al futuro, valga la paradoja, al día de la boda, y depara una hermosa secuencia, hilvanada con sucesivos breves monólogos mentales de los participantes en el evento, desde el sacerdote (que condensa en pocas palabras los acontecimientos que definen la narrativa de una vida desde el nacimiento a la muerte, de cuyo guión tan pocos se salen) a los novios, pasando por una de las invitadas.
Hay breves ráfagas que nos hacen sentir que el tiempo es una criatura viva, que puede dejar de respirar, y que todos nuestros trasiegos para cimentar un proyecto de vida pueden desvanecerse con un súbito soplo: el narrador nos presenta a Mrs Gibbs, y ya nos indica cómo morirá diez años después, cuando realice su único viaje fuera del pueblo (en una conversación posterior comparte con Mrs Webbs cómo le gustaría convencer a su marido de realizar un viaje a París, porque considera que es algo que merece la pene realizar una vez en la vida, pero ya sabemos que nunca lo logrará. Nos presenta también al chico que reparte los periódicos, y nos avanza que morirá en la guerra, y apostilla: ¿para qué tanta preparación con los esfuerzos dedicados a conseguir un título universitario?
Hay una bellísima transición: la cámara se desplaza desde el rostro de Emily, postrada en la cama, a punto de dar a luz (aunque se teme por su vida), hasta la colcha, y se hace una bella transición visual a un plano general de la comitiva funeraria rodeados de una tierra aparcelada, con una lluvia racheada, que acentúa el cariz tenebroso de los planos. También hablan los muertos, figuras inmóviles en un espacio exterior sombrío encapotado. Como si se resistiera a la muerte, Emily viaja, como espectro, al momento más feliz de su vida, cuando cumplió 16 años. Contempla a sus seres queridos, a su hermano que falleció en un accidente, a su madre, a George, cuando entró para darle su regalo. Evoca todos los detalles que componían su vida entonces, su cercado de rutinas, los olores y sabores, desespera por ver a sus padres con menos edad por ser ya consciente de su envejecimiento, desespera porque el tiempo no se puede detener. Desespera porque se da cuenta de qué poco conscientes somos de que la vida transcurre, de que el tiempo se nos escapa de las manos, y en un solo suspiro dejas de tener dieciséis, han pasado trece, o cincuenta años, y ya contemplas tu vida como si hubiera sido un sueño del que hubieras despertado. Y te preguntas si has vivido. En la obra teatral, Emily fallecía. Este el único cambio en la adaptación cinematográfica, más allá de que sí existan decorados. El hecho de que sea un sueño no amortigua la crudeza de esa toma de consciencia. Simplemente, ofrece una oportunidad de vivir la vida disfrutando de cada minuto porque el tiempo se fugará de modo inexorable.
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