jueves, 25 de abril de 2019
La portuguesa
Anatomía del tedio. Un día se convierte en una semana, una semana en un mes y un mes en una estación, se dice en un momento dado de La portuguesa (2018), de Rita Azevedo Gomes, adaptación del relato homónimo de Robert Musil. La duración de los planos se dilata. En uno, incluso, se aprecia, al fondo del encuadre, cómo se modifica la luz, como si ese rayo de luz que hace acto de aparición representará la añoranza de una presencia. Un tiempo de espera. La protagonista (Clara Riedenstein), noble portuguesa recién casada con un noble italiano, Von Ketten, espera que este vuelva de la guerra (una de esas guerras medievales que duraban incluso décadas, también por lo que tardaban en el trayecto de ida y vuelta). Esta mujer recorre las estancias, o simplemente se dedica a una tarea u otra, o conversa de ésto y aquello con alguien, sea sirviente o no. Los planos se inmovilizan, mientras siguen dilatándose. El tiempo discurre. Las figuras dispuestas como si participaran en la composición de un retablo. A su alrededor, otros animales, gansos, perros, gatos, y algún corzo que pasaba por ahí. Abundan sobremanera los conejos blancos, pero desafortunadamente no se internan en ningún agujero negro que nos traslade a otra forma de representar la realidad, la vida, el cine, y sobre todo, la duración. La anatomía del tiempo se torna anatomía del tedio. No es tiempo dilatado, sino encasquillado. Resulta tan espesa la narrativa como en su anterior obra estrenada por estos lares, La venganza de una mujer (2012). Los planos, o retablos, son como fragmentos cuya nervatura careciera de sinapsis. Se intenta escanciar el tiempo, y en algunos planos se consigue, pero se cortocircuita, como si la narración sufriera de artritis. Una mera acumulación de planos que no encuentran su respiración compartida, como cuadrículas aisladas. Sólo los conejos saltan, pero lo dicho, no tienen prisa, y permanecen alrededor con sus orejas erectas cual interrogantes. Mientras, los personajes siguen disfrutando de ser figuras en un retablo (en algo tienen que entretenerse).
Con respecto al aspecto visual, unas interrogantes, que son también para mí mismo. Ha sido reconocida como una obra de exquisitas composiciones pictóricas. Pero no logro tampoco encontrar la conexión a través del disfrute contemplativo. Aunque juegue, como ya he señalado, con algún efecto de luz, en algún plano que otro, me parece que redunda en el registro más rudimentario de lo real, sin discriminar figuras ni términos con el foco. Pero a la vez combina ese realismo neutro con presuntas rupturas del naturalismo, como el modo de moverse, o posicionarse en el encuadre, de los personajes, o de hablar. Los planos se dilatan como si se registrara el grado cero de lo real aunque a la vez, por la violentación que ejerce el registro dilatado de las acciones triviales, como si se abriera en canal el tiempo, funciona como oclusión de lo escénico: como el inmovilismo de los cuadros como retablos. Por añadidura, puntúa la narración una mujer que entona canciones, demasiadas canciones, cual representación del coro griego, aunque más bien parece que han debido suministrarle antes de cada intervención alguna sustancia lisérgica por la estridencia de su canto, y sus movimientos descoyuntados, como si no supiera en qué realidad se desenvuelve.
Y no es una cuestión de representación analógica, frente a la digital: véase la burda digitalización de La inglesa y el duque (2001), probablemente la película más desmañada y anodina de Eric Rohmer. Hay películas que combinan de modo admirable ese registro neutro naturalista, que incluso puede ser contemplado como desaliño, con rupturas o extrañamientos de la representación realista, caso del cine de Apichatpong Weerasethakul (Tío Boonmee recuerda sus vidas pasadas o Cemetery of splendour). Es decir, que también me he visto en la otra posición, enfrentado a los mismos cuestionamientos con películas que admiro. En La portuguesa me resulta tan impostada la vertiente naturalista, como la que evidencia la representación. Tengo la impresión de que el actor es alguien que porta unas ropas que le acaba de facilitar el responsable de vestuario, que proyecta frases como si fuera la enumeración de números primos, y que se desplaza, más bien, por una realidad de cartón piedra.
Como en la reciente Dolor y gloria, de Pedro Almodovar, pero también en una obra que fue saludada como un modelo de refinamiento estético, The witch (2015), de Robert Eggers, parece que se han reunido unos escolares en sus primeras prácticas cinematográficas. Ambas películas me hacían sentir que los mismos actores acababan de terminar de clavar los correspondientes clavos en algún madero, aunque sobre todo abunde la piedra, ya que estamos en un castillo en época medieval. Claro que resulta difícil diferenciar las piedras de los humanos que se desenvuelven por sus decorados, cual versiones agarrotadas de Pinocho, declamando unas palabras que probablemente intentarán descifrar tras que digan corten. Afortunadamente, para mí, los planos se animaban con la presencia de los citados animales, con lo cual mi mirada podía entretenerse con sus saltos y movimientos, e incluso con cómo un corzo se lame una pata. Sustancialmente, es una cuestión de respiración narrativa. Ha ganado premios, y generado entusiastas loas, como las otras películas citadas, pero no puedo negar que sentí la misma tentación que Rip Van Winkle. Buscar un tronco en el que apoyarme y quedarme tal cual, como un tronco.
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