domingo, 17 de marzo de 2019
La calle de la verguenza
En las oficina de empleo, a una de las cinco prostitutas protagonistas de La calle de la vergüenza (Akasen chitai, 1956), última obra de Kenji Mizoguchi, le dicen que si quiere ganar dinero que vaya al barrio rojo, precisamente donde trabaja en un burdel, El país de los sueños, en una calle cuyos patéticos neones no pueden ocultar la miseria y sordidez que rezuma, la de la pobreza y las carencias, esa que se manifiesta en ( o que supuran) decorados como los arrabales en donde vive Hanae (Michiyo Kogure), con su bebé y su marido desempleado, o los desoladores parajes industriales en los que Yasumi (Aiko Mimasu) es despreciada por su hijo, para quien es una vergüenza el que su madre haya tenido que dedicarse a la prostitución, aunque fuera para poder mantenerle a él y a sus suegros. La nueva prostituta en el burdel, Mickey (Machiko Kyo), la única que no viste al modo tradicional, sino con un vestuario a la moda, rocker ( y maneras chulescas, mascando el chicle, como si fuera una de la pandilla a la que se enfrenta James Dean en Rebelde sin causa, 1954, de Nicholas Ray), pone un dedo en otra llaga: El reverso de la condición mísera a la que se ven subordinadas es que para salir de ese sumidero hay que engañar, porque la otra opción es que te engañen. O te arrumbas en la pobreza, sufriendo el desahucio, mientras piensas que si no te suicidas es porque de ti depende de un bebé, como expresa el enfermo marido de Hane mientras come unos tallarines en un mugriento local, o engañas a otros, de los que te aprovechas, para no ser quien caiga en el sumidero de la precariedad. No queda otra que recurrir a esas artimañas. Como Yumeko (Ayako Wakao), prestando dinero a sus compañeras, para que se lo devuelvan con intereses, o engatusando a un cliente haciéndole creer que se va a casar con él, y logrando que le preste grandes cantidades de dinero, con las que conseguirá montar un negocio. O te engañan, o engañas.
Otane (Kumeko Urabe) anhelaba poder convertirse en esposa, llevar una ‘vida normal’, pero cuando lo consigue, tendrá que retornar al de poco tiempo porque resulta preferible la vida de prostituta a la de esposa, porque como esposa te hacen trabajar como a un burra, como si fueras una sirvienta y, al menos, para lo primero te pagan. La aparente superficialidad de Mickey esconde una fuga que fue rebelión ante la influencia sojuzgante de su padre. Cuando este aparece para pedirle que vuelva no porque le importe lo que haga ella sino porque su hermana se casa, y porque no quiere que hablen mal de él en el pueblo, es una cuestión de apariencias. Esa doblez enerva a Mickey, por lo que le escupe todo su desprecio por cómo trató durante tantos años a su madre, manteniendo relaciones extramaritales aunque la madre le suplicara de rodillas que dejara de hacerlo. Si ella lleva la vida que tiene es porque siguió el ejemplo de él. ¿Cómo encima puede pedirla que complazca su hipocresía a la vez que suelta píldoras como que la mujer es el eje de la familia y todo hombre de negocios necesita disponer de una esposa para poder consolidar su posición?.
A las prostitutas las califican como mercancías, pero no dejan de ser el papel de esposa otra variante de mercancía. Cumple otra función complaciente. Era, aún en los cincuenta, una sociedad en función de hombres. Las mujeres eran periferia o extensión. Si te quedas viuda, o tu marido está desempleado ¿cómo puedes conseguir dinero?. Los hombres representan los míseros valores de una sociedad, de hiriente hipocresía. De hecho, durante la narración se está debatiendo sobre una ley que pretende ilegalizar la prostitución (que se debatía realmente en la sociedad: cinco meses después fue rechazada, como también anticipa la película). Si se declaraba ilegal ¿qué podía ser de estas mujeres?¿De qué vivirían?. En la narración, los hombres son los que detentan el poder, y, sobre todo, los que no saben apoyar. No sólo el hijo de Yumeni, el padre de Mickey o el marido de Otane, sino el marido desempleado de Hanae quien intenta suicidarse porque no soporta tanto la pobreza como la humillación de que su esposa tenga que trabajar en un prostíbulo para ganar algo de dinero.
La extraordinaria, y demoledora, última obra de Kenji Mizoguchi (que ya sabía le quedaban pocos meses de vida por la leucemia diagnosticada), combinación de desaforado melodrama (Mickey expresa que parece un serial radiofónico tras expulsar con cajas destempladas a su padre) y áspero (neo)realismo, es un exquisito ejemplo de condensación y precisión ( como contar cinco películas, cinco historias, en una, en hora y media). El último plano es el de la mirada que no quiere acceder a una realidad que resulta obscena por su horror, la nueva chica, virgen, que empieza a trabajar, y que recula, con la expresión atemorizada, desapareciendo su rostro tras la esquina. Mizoguchi también sabía que iba a desaparecer tras una esquina de la que no se puede volver, y esa mirada que se desvanece no deja de ser la despedida de quien no siente abandonar esa desoladora realidad, o se siente ya demasiado abrumado por una desolación que no puede soportar ya mirar y habitar.
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