domingo, 10 de marzo de 2019

Escape

Escape (1948) es la segunda colaboración de Joseph L Mankiewicz con el actor Rex Harrison y el guionista Philip Dunne, tras The late George Apple (1947), El fantasma y la sra Muir (1947), y, tras esta, la segunda con el actor Rex Harrison. Philip Dunne convierte en guión una obra teatral de John Galsworthy, que ya había sido adaptada en 1930, dirigida por Basil Dean. El guionista había fundado en 1947, junto a John Huston y William Wyler, el Comité por la primera enmienda, al que se unieron Lauren Bacall, Humphrey Bogart, Gene Kelly o Danny Kaye, entre otros, para encararse con el Comité de Actividades Antiamericanas, como así hicieron en octubre de ese año. Su propósito: protestar por sus actividades persecutorias y por los métodos que utilizaban, que incluían escuchas secretas. Dunne se consideraba anticomunista pero se rebelaba contra lo que supusiera un atentado contra el derecho a la libre expresión de ideas. Por eso colaboró durante su carrera con varios de los guionistas que fueron estigmatizados en la lista negra (Ring Lardner jr, Albert Matz o Clifford Odetts), e incluso testimonió en favor de Dalton Trumbo. Escape es el relato de una huida, la evasión de un hombre inocente condenado a tres años de trabajo forzado, Denant (Rex Harrison), por testimoniar en defensa de una mujer con la que un policía se excede sobremanera en su celo de aplicar la ley, lo cual deriva en una pelea en la que el policía fallece accidentalmente. Su generosidad, su intervención desinteresada, se convierte en su condena.
En El fantasma y la sra Muir una mujer se enfrenta a su entorno, a la presión social de cómo se supone que debe actuar una mujer, y se confina en un caserón aislado. La relación con un fantasma afirmará su liberación, apuntalará su disidencia, convirtiéndose en una mujer independiente que puede mantenerse económicamente con las obras que escribe. En Escape, que transcurre en Inglaterra, hay más de un confinamiento. No sólo el de Denant, sino el de alguien con quien se cruzará en su huida, Dora (Peggy Cummins), una mujer que había aceptado resignadamente su circunstancia, y por tanto las concesiones que debía realizar para sobrevivir. Había subordinado su voluntad, o sus deseos, y había aceptado un matrimonio con alguien que no ama porque era la solución a su precariedad económica. No un fantasma, sino un evadido, será quien posibilite que modifique sus prioridades.
En la obra de Mankiewicz son recurrentes ciertas cuestiones. Por ejemplo, el control sobre la realidad. Particularmente, manifiesto en sus tres últimas, y fabulosas, obras, Mujeres en Venecia (1967), El día de los tramposos (1970) y La huella (1972). Se desmoronan como un castillo de naipes los elaborados planes de sus protagonistas por su arrogancia y autosuficiencia o por su minusvaloración de los demás. El mundo no se puede modelar al propio gusto, y hay que tener cuidado con la presunción de confiar demasiado en la propia inteligencia. Las fisuras son imprevisibles. En ocasiones, lo calificado como accidentalidad, aleatoriedad o azar es un tanto difuso. Hay cierta ironía en que la mujer con quien se detiene a hablar Denant en el parque, cuando la oscuridad del atardecer ya domina, sea una lectora de manos. También en el hecho de que justo venga de haber asistido a una carrera de caballo, competición de la que es asiduo espectador, y en la que le gusta apostar. Apuestas, destino. Y la irrupción de la oscura sombra de la ley (la aparición de un policía en sombras), la ley que dicta la realidad, sea con fundamento o caprichosamente, por imposición, como es el caso de este policía que quiere detener a esa mujer por frecuentar a esas horas el parque. Es decir, presupone que es una prostituta. La sospecha estigmatizadora como sombra que antecede (y como en el caso de Dora, o en el de la sra Muir, la persecución y restricción de la mujer). Denant interviene, y la accidentalidad se convierte en su perdición. No acata la voluntad de la ley, la cuestiona, y su vida, que discurría en la placidez de la ausencia de acontecimientos, se quiebra. Ahora el acontecimiento es que su vida ya no es lo que era hasta ahora. Ahora es alguien confinado que añora la libertad. Denant contemplaba, en la primera secuencia, a los pájaros volar en el cielo, y evocaba cuando volaba en un avión, como los que pilotó incluso durante la guerra.
En su trayecto de huida Denant tendrá diversos encuentros con los otros. Hay quienes serán hostiles y hay quienes se convertirán incluso en cómplices. Hay quienes no dudarán en denunciarle, y hay quienes le traicionarán por dinero. Incluso se topa con el prototipo del hipócrita, aquel que se considera normal y honesto y declara su convencimiento de que Denant, sin saber que literalmente habla con él, es culpable de lo que le acusan. Denant desmonta su presunta honestidad desvelando de qué manera pretende timarle con la venta del coche. Y se encontrará con la ayuda de Dora, a quien conoce cuando esta caiga de su caballo durante una cacería del zorro en la que participa. Al fin y al cabo, Denant es otro zorro al que se persigue, incluso, en cierto momento con saña, sin que casi nadie se pregunte si es o no culpable de lo que le acusan. Incluso el ecuánime inspector de policía Harris (el excelente William Hartnell, el primer Dr Who televisivo, papel que consiguió gracias a su memorable interpretación en El ingenuo salvaje, 1963, de Lindsay Anderson). Aunque, ciertamente, hay imprevistos, o caídas, que propician discernimiento, bajar de las nubes del autoengaño. Dora escapa de su falaz diseño u objetivo de vida. Y Denant incluso llega a poner contra las cuerdas a la movediza y frágil conciencia de un sacerdote. Incluso asume que su huida quizá tenía algo de arrogancia, de creerse por encima de la condición humana, que podía dictar la realidad a su voluntad, por equivocado que estuviera el juicio del jurado y el dictamen del juez. También tiene que caer, para asumir que no se puede evadir de la realidad.

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