sábado, 15 de diciembre de 2018

Expediente64: Los casos del Departamento Q

El pasado es una sombra alargada que adquiere particular protagonismo en un buen número de las novelas criminales nórdicas. Ya no sólo como raíz que perfilar para esclarecer un crimen presente, sino como escenario de crimen por resolver a través de sus huellas y residuos, en el lugar y en las personas supervivientes, décadas después, como si fueran esquirlas de una explosión cuyo impacto ha quedado disimulado, como es recurrente en obras del excelente escritor islandés, Arnaldur Indridason. Capas de tiempo entre las que excavar, como espesas son las capas de emociones que definen las relaciones de sus investigadores. En esa interconexión se densifica el trayecto dramático. La investigación externa se entrelaza con el forcejeo íntimo. No es de extrañar que cobrara protagonismo un departamento especializado en casos de crímenes acaecidos décadas atrás. Expediente 64: los casos del Departamento Q (2018), de Christoffer Boe, es el cuarto y último de estos casos, protagonizados por Carl Morck (Nicolaj Lie Kaas) y Assad (Fares Fares), que pudieran haber conformado una serie, pero han encontrado acomodo en las pantallas, aunque hayan pasado más bien desapercibidos. Su interés ha sido desigual, pero notable en su conjunto. Sólo desentona la tercera, Redención (2016), pero la segunda, Profanación (2014), es excelente, y notables tanto la primera, Misericordia (2013), como esta última, que no abunda en la atmósfera siniestra de las dos primeras, aunque su arranque, la incógnita que abre interrogantes, impacte con la revelación, tras una pared, de tres cadáveres momificados, sentados ante una mesa, atados, y con algunos de sus órganos en sus correspondientes recipientes.
Probablemente, sea la obra que más se conjugue con las raíces del melodrama, coherente con esa incapacidad emocional que define al inspector Morck, definido por su aguda capacidad intelectual, pero también por su arrogancia (y desdén al poco uso del órgano del cerebro que realizan el resto de los mortales) y su encostramiento emocional, como si fuera una olla a presión ambulante que retiene sus emociones y niega cualquier expresión afectiva. Frente al anuncio de su compañero, durante cinco años, de que se traslada a otro departamento policial, muestra una indiferencia que se percibe impostada, apuntalado el ocultamiento de la contrariedad que le embarga con su reproche a la camarera por estar tarareando una canción (estamos trabajando, le espeta). El trayecto dramático implicará la recuperación de esa capacidad efusiva (en su rostro puede dibujarse una sonrisa, o asomar una lágrima), de articular emociones y reconocer que es la fundamental sustancia de la relación con la vida, con los otros. Sino sería igual que aquellos que persigue, aunque a veces el trayecto adquiera la apariencia de que persigue al criminal cuando quizá realmente fue la víctima.
Durante su primera mitad se alternan secuencias de la investigación en el presente con fragmentos de la estancia de una adolescente, más de cincuenta años antes, en 1961, en un refugio para chicas repudiadas por su comportamiento indecente según rígidas valoraciones morales. En su caso, encerrada porque se había enamorado de su primo. Por lo que indican los documentos de los cadáveres, y algún objeto, parece que es una de las víctimas encontradas momificadas. Las estigmatizaciones del pasado se entrelazan con las del presente aunque se varíe la condición del estigmatizado. En la excelente 22 de julio (2018) de Paul Greengrass, se centra en el hombre que mató a setenta y siete jóvenes en la isla de Utuya y ocho, por la detonación de una bomba, en Oslo, además de herir a 200 entre ambos escenarios, porque consideraba que representaban a la actitud que permitía la integración de inmigrantes en la sociedad noruega. Su acto, un gesto de guerra, quería herir donde más dolía, en los hijos de los que consideraba los liberales de la sociedad, porque estaban atentando contra la identidad y territorialidad de lo propio, como si permitieran la degradación paulatina del país por la contaminación de individuos de otras etnias y culturas.
Esa actitud xenófoba se amplía a la acción, o determinación. eugenésica en Expediente 64. Las esterilizaciones que se realizaron en el pasado (a más de 100.000 mujeres entre finales de los 30 y principios de los sesenta), ahora se aplican a mujeres de otras etnias integradas en la sociedad danesa. En este caso, en el territorio de la ficción, pero su incisión metafórica resulta elocuente sobre los tumores extendidos en la propia sociedad nórdica, epítome del bienestar social. Por eso, resulta tan catártica la correspondencia de esas revelaciones con el desarrollo emocional de Morck, y en particular la hermosa secuencia de su confrontación con la víctima de aquellas tropelias esterilizadoras en el pasado. Si se esteriliza la emoción, convirtiéndote en una acorazada olla a presión, estás a un paso de convertirte en alguien que discrimine, niegue, y quiera suprimir a otros, por lo que consideras sus insuficiencias, o por considerarlos una interferencia en tu aislante burbuja ensimismada en la que lo propio es lo único.

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