viernes, 26 de octubre de 2018
Noches blancas
Un soñador - por si necesita una descripción minuciosa- no es una persona, ¿sabe?, sino una criatura de género neutro. Habita mayormente en algún rincón inaccesible, como si se ocultara hasta de la luz del día y, cuando se encierra en sí mismo, se adhiere a su rincón como un caracol, o cuando menos se parece mucho en su relación a es curioso animal que es animal y casa al mismo tiempo y que se llama tortuga. Así se describe el protagonista en las páginas de Noches blancas, de Fiódor Dostoyevski. En los primeros pasajes ya queda definido como alguien sin historia, un hombre que sueña, que proyecta desde su falta la necesidad de una película, un acontecimiento, en su vida. Es un observador de esa otra pantalla, conglomerado de figuras y acciones diversas, de la que le separa otra película, esa que separa como una patina al que sueña de la vivencia, al que anhela de la participación. Es testigo que se desliza como un ojo que meramente observa unas piezas sin nexos con la que no siente conexión. Una realidad con la que aún no logra hacer contacto. Hasta que en ese conjunto, sobre un puente, como una posibilidad de vínculo con la realidad, con sentirse presencia, partícipe de la vida, avista una figura de mujer, de espaldas (aún enigma), que llora (como él de modo silencioso en su interior: es la llave de acceso, el reconocimiento que le suministra valor para entrar en contacto). Noches blancas (Le notti bianche, 1957), de Luchino Visconti, es una cautivadora y lúcida reflexión sobre los difusos límites en el sentimiento amoroso, entre proyección y emoción, entre autoengaño y real conexión.
Las noches blancas son un fenómeno meteorológico que difumina las fronteras entre noche y día (como entre realidad y fantasía). Una luz en las regiones polares que alarga el crepúsculo toda la noche. Una luz que hace sentir la ilusión de que la oscuridad no se cernirá completamente. Esa ilusión alienta a la pareja protagonista, Mario (Marcello Mastroianni) y Natalia (Maria Schell), la ilusión del amor que ilumine sus vidas, que Visconti convierte en interrogante. ¿Lo que ella siente, y relata a Mario, es el empecinado anhelo de que se cumpla, un sueño que no es sino un autoengaño para no asumir la realidad? Por otro lado, ¿lo que él siente por ella es fruto de la sugestión, del ansía de llenar su vacío? Ese relato que él califica de cuento de hadas (o que cuestiona como tal), como dice en cierto momento, le ha hecho sentir a él que vive uno. Paradojas. Durante tres noches (en la novela son cuatro) ambos se encuentran, y él pugna por sustituir en la mirada ( proyector) de Natalia una nueva pantalla de amor, no ese hombre que espera en el puente (el anhelo de creación de un vínculo sobre las inestables aguas), del que se separó hará un año, con el que no se ha escrito desde entonces, que no sabe a qué se dedica, y con el que prometió reencontrarse un año después en ese puente. ¿Lo que sienten es un mero sueño, fruto más de un anhelo o necesidad de vivencia singular, una fantasía, por tanto, como artificiales son los magníficos decorados (obra de Mario Chiaru y Mario Garbugli), que asemejan un laberinto, en los que transcurre la acción?
En las primeras secuencias se hace palpable la circunstancia o estado vital de Mario. En escasos segundos, el alborozo se convierte en vacío, el griterío en silencio. Mario, recién llegado a la ciudad (que parece inspirada en Venecia o Livorno) vuelve de una excursión en el campo con la familia de su jefe. Camina por las calles, de las cuáles el mundo parece retirarse (los comercios se cierran), bien reflejado por un largo plano general en el que se minimiza la figura de Mario que se aleja por la calle. Sin dirección, se detiene en un puente, erra por las calles y los canales, busca compañía (como no hay humanos, la de un perro). Necesita sentir que no está solo. En una zona donde están apostadas prostitutas, en un puente, advierte que una mujer, Natalia, llora. Atento se acerca a ella, e incluso, cual caballero, la defiende de dos chicos en una motocicleta que la invitan a que vaya con ellos. En Mario se confunden las emociones, por su ansía de compañía. Se citan al día siguiente, pero entonces ella parece que le rehuye lo que le sume en el desconcierto. Signos equívocos, emociones confusas. Pantallas difusas, proyectores anhelantes.
En esa segunda noche, Natalia le relata el por qué de su espera, el por qué de su desorientadora conducta. Si ya en los primeros compases, destacaba la soberbia música de Nino Rota (como si fuera la música del interior de Mario, ese anhelo suspendido), en el largo flashback del relato, la música propulsa la intensidad de las emociones en juego (que empaparán a Mario). En la anterior obra, Senso (1954), había difuminado las fronteras entre vida y escenario, emociones y proyecciones, a través del autoengaño del personaje encarnado por Alida Valli (amplificado con la manipulación ajena de su objeto amoroso, que es más bien manipulador amoroso), impregnando a la emoción de un componente operístico (la obra se iniciaba con la representación de una opera). Mario es oyente y espectador del relato de Natalia, sumergiéndose en el mismo, e influenciado quizá por su elevación de sentimientos, esa intensidad propulsada en los gestos y miradas entre Natalia y el inquilino, encarnado por Jean Marais, en la casa donde vivía ella con su abuela, dedicada a tejer alfombras (¿hila también Natalia un relato inventando o sugestionada por lo que anhela que fuera lo que compartió aquel hombre, y que es puesto en cuestión por Mario que duda que él reaparezca?) Son admirables las transiciones de inicio y final del relato de Natalia. En un espacio arrumbado, la cámara realiza una panorámica desde Natalia hacia su izquierda: sin transición es la sala de la casa de su abuela ( presente y pasados están conjugado, unidos, confundidos, ella vive aún en el pasado que quiere convertir en presente y futuro). En la conversación final con el inquilino, cuando se prometen ver en un año, el contraplano de Natalia, respondiendo al hombre que ama con desgarro, no es el del pasado, sino en, o aún desde, el presente, junto a Mario, en el que se apoya llorando (Mario desea ser su contraplano, su presente y su futuro, suplir a aquel inquilino, ser el nuevo inquilino de su corazón).
En la tercera noche se produce un radical vaivén de emociones (de cambio de escenario emocional) entre ambos. En principio, es él, ahora, quien la rehuye ( porque no entregó la carta al inquilino, que le pidió ella que hiciera porque sabe que ha vuelto a la ciudad). Se crea una suspensión de tiempo, en el que parece desvanecerse ese fantasma del pasado que tiene cautiva a Natalia, con la secuencia del baile en el bar ( que no existe en la novela), hasta que ella toma consciencia del tiempo, de la hora que es (por el grito de una vecina), la de la cita fantasma, y cual Cenicienta sale corriendo (con los papeles agitándose tras ella por un viento repentino) hasta llegar al punto del supuesto encuentro, y desmayarse al ver que él no está. Natalia parece resignarse a su desilusión, y transforma esa decepción en cauterizadora ilusión de complicidad, de sustituto sueño de amor, con Mario.
Instantes de mágica plenitud (o cómo la ilusión puede gestarla sobre cadáveres de decepción), cuando surcan las aguas con un bote, riendo jubilosos por la caída de la nieve, celebrando la materialización del sueño que ya Mario no creía posible (tras que en las previas secuencias, al separarse de Natalia, porque ella no quiere que esté presente por si el inquilino llegara, haya estado tentado, por despecho, de irse con una prostituta, personaje que tampoco estaba en la novela), hasta que una figura entrevista en la distancia, en el puente, quiebra su recién cimentada, o creada, proximidad. Resulta admirable cómo Visconti, a través de la composición del plano, delinea esa fisura entre las figuras (la distancia entre uno y otros, entre el sueño o decepción y la realización), con el abrigo de Mario, que portaba ella, entremedias, en el suelo nevado. En primer término, la pareja reencontrada se abrazan y besan, y desaparecen del encuadre, mientras al fondo se perfila la figura solitaria de Mario. El último plano nos hace retornar a la secuencias iniciales, Mario alejándose por una calle, figura minimizada, acompañado del perro vagabundo con el que se encontró mientras erraba al inicio en busca del calor de compañía. Durante un breve lapso de tiempo, tres noches, ha sentido la posibilidad de llenar ese vacío. Durante unas breves horas ha sentido esa felicidad pletórica, esa ilusión del resplandor de la noche blanca.
La extraordinaria banda sonora de Nino Rota
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