jueves, 20 de septiembre de 2018
La aparición
Entre las ruinas de la pérdida. Todo desaparece. En cualquier momento podemos desaparecer. Y no es ningún truco. Ya no estamos aquí, morimos. En los trucos de magia, algo está, luego no está, desaparece, pero de nuevo está. Aparece como por arte de magia, se dice. La fe se mueve por parecida pauta, pero con la necesidad como motor. Las apariciones marianas no dejan de ser escenificaciones, aunque se conjugue con la proyección. Se necesita creer. No se piensa que sea un truco. La fe siente que es verdad. O necesita pensar que es verdad. Esa certeza, que no se cree que sea ilusión, en cuanto ficción, pero sí se siente ilusión en cuanto esperanza (nutriente de ánimo), reconforta, inspira contornos, certidumbre, en el aquí (como si certificara que hay coordenadas en lo que puede sentirse como aleatoriedad que amenaza con el naufragio), y en ese después que es oscuridad, incógnita, tras nuestra desaparición irremisible, irreparable con truco alguno, nuestra muerte. En las magníficas secuencia iniciales de La aparición (L'apparition, 2018), de Xavier Giannoli, se condensa la intemperie del sentimiento de pérdida, la catástrofe emocional por la desaparición de un ser querido.
Nexos quebrados: una cámara de fotos ensangrentada, un féretro en un avión, la fotografía de dos amigos, reporteros, en la que uno de ellos, Jacques (Vincent Lindon) mira con afecto al otro, el rostro magullado por la pesadumbre del que aún está vivo, Jacques, quien necesita aplicarse gotas en el oído para contener el dolor, efectos secundarios de una explosión, como si la realidad le gritara la estridencia de un horror que no puede cauterizarse con ninguna explicación o ningún sentido. Además, le corroe la culpa por el mero hecho de, por una vez, no acompañarle en el seguimiento de una noticia. Como si permanecer vivo sufriendo esa pérdida, esa ausencia, fuera un dolor que superara a la muerte. O más bien porque si le hubiera acompañado si estarían juntos, aunque fuera en el ya no están. Una secuencia inicial, prodigio de condensación, que ya sedimenta el talante, la atmósfera emocional, de la obra. El encargo que recibe Jacques, por parte de un obispo del Vaticano, de realizar una investigación periodística acerca una supuesta aparición mariana en Francia, se constituye en reflejo de un forcejeo interior: la búsqueda de un sentido a la desolación que siente, esa deriva en la que se ha tornado su vida, ahogada en penumbras y soledad desorientada, mutilada. Esa desesperación terminal del luto que clama por la aparición de lo que desapareció porque aún no logra encajar la pérdida.
Por eso siente una extraña conexión con Anna (Galatea Bellugi), la chica que ha dicho (¿revelado?) que fue testigo de dos apariciones marianas. Y, aún más, ella también parece sentirla con él. ¿Por qué? La narración combina la estructura narrativa de la investigación periodística, con la navegación en las sombras que rasgan las entrañas de Jacques, y se palpan en su mirada. Un relato en distancia, como si se desplazara en la superficie, pero en la que se sintiera, como una quemadura, las sombras que arden entre esa espesura de luz pesada, nublada, que preside el trayecto narrativo. Dos trayectos, la mirada desde la distancia, y la ofuscación emocional, que se entrelazan cuando ambos relatos parecen confluir con una evidencia. Un icono desgarrado, con los ojos oscurecidos, que su amigo fotografió. ¿Una coincidencia? A veces, los hilos se enredan sin sentido, o se conectan del modo más sorprendente (como planteaba Stanislaw Lem en La fiebre del heno, puede ser pura aleatoriedad en la que no haya causalidad alguna).
Pero esa intrusión de una historia personal en la realidad que Jacques intenta esclarecer si es invención, escenificación, truco de magia, ofuscación perceptiva, o sí posee algún poso de realidad, le inquieta y desestabiliza. Sobre todo porque está relacionada con la fisura en el relato de Anna, un fleco suelto cuyo hilo intenta estirar para desentrañar una interrogante relacionada con otra desaparición, la de una amiga que mantuvo una relación con un chico natural de la zona donde murió su amigo. Un grito de miedo ante una (supuesta) aparición, otro desconcertante fleco suelto. Oscuridad en la mirada, desgarro en la ilusión. Una oscuridad que intenta esclarecer a través de esa fisura, pero que parece afectar, como si la despojara de luz vital, a Ana. ¿Por qué?. Una se consume, y él otro parece recobrar, por intentar iluminar esa incógnita, un impulso de vida, la convicción de que hay en la vida un indefinido algo más, que no está más allá sino en las singulares conexiones que logramos establecer, que puede propulsar a proseguir con la ilusión de vivir entre los escenarios derruidos de la emoción.
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