domingo, 2 de septiembre de 2018
En el corazón de la mentira
La cámara se desplaza hacia el vacío. Del rostro al vacío. Del rostro agitado, turbulento, convulso, incierto sobre el que otros proyectarán sus dudas, y suspicacias. El rostro que desespera, que siente que las sombras siempre se cernirán sobre él, que la cojera que arrastra será su condena a una vida que siempre cojea, con la que siempre se tropieza, porque la fatalidad le persigue. Es el rostro de un pintor, René (Jacques Gamblin) uno de los personajes más apasionantes que han transitado la obra de Claude Chabrol, que dota de una fronteriza vibración en suspenso a la narración de En el corazón de la mentira (Au cour du mensonge, 1999). De ahí que me parezca una de sus obras más sugerentes, a la par que más esquivas ( o quizá, escurridizas) de su autor.
Ese desplazamiento hacia el vacío se produce tras la secuencia de presentación, en la que René imparte clases de dibujo a una niña de diez años. René, ya en el exterior, observa cómo abandona su casa. La cámara se desplaza hacia el vacío. En ese vacío se encontrará, en el bosque, el cadáver de la niña. Pero no es sino una excrecencia más de rostros que no son lo que parecen, o cómo se presentan a los demás. Rostros difíciles de descifrar, o rostros que no ocultan sino el vacío, rostros que son carteleras que prometen horizontes y son desvíos a la nada. De hecho, como contraste significativo, René reconocerá que con esa niña había recobrado el deseo de realizar retratos, entusiasmo que había perdido, desde hacía doce años, desde su última exposición, desde que su arte no había sido apreciado, como si la vida hubiera diluido sus rasgos, cautivo de la decepción, enquistado en una mirada coja, apartada y aislada, como ese casa que comparte con su esposa Vivianne (Sandrine Bonnaire).
Ese vacío es el corazón de la mentira. Un vacío que puede poseer sus atributos grotescos, como refleja la actitud del forense ante los cadáveres. Pero es un vacío que también hiere. Tantos silencios amordazados, tantas emociones que no se comparten, que no se exponen. Quién sabe que se agita en los rostros de aquellos con los que se convive. Se esperan, en ocasiones, signos como cabos en la oscuridad, pero sólo parece sentirse un rumor de olas contra las rocas. Vivianne encuentra en la arrogante vanidad del célebre escritor Germaine (Antoine Des Caunes) una frivolidad, una ligereza, que parece dotar de ilusión de vuelo a su vida estancada, tan rebosante de gravedad, de penumbras de afectación. Es masajista pero siente que no toca las entrañas de su esposo. Siente que se le escurren entre sus emociones, que se quedan suspendidas en la interrogación. La mirada de René parece angostada en sus esquinas, como si se hubiera replegado en un silencio que aún oculta bajo más escombros cuando las investigaciones de la inspectora Lesage (Valerie Bruni Tedeschi) parecen cercarle como sospechoso. O eso siente él, porque siente que el mundo en sí no deja de cercarle.
Pero esa torre con la que contemplar otros horizontes es un fuego fatuo. Cuando Vivianne retorna de un frustrante encuentro con Germaine, porque pronto discierne que la liviana ilusión es fútil espejismo, se encuentra con un cuadro de René en el que éste refleja lo que sospecha, o intuye, lo que ella ha hecho: se encuentra en el cuadro con una desnudez que le representa a ella, y le enfrenta a su propia mirada, a lo que había desenfocado por desviar su mirada hacia Germaine, pero también revela a la mirada de René, que había permanecido borrosa, en sombras. Del mismo modo, René le había propuesto que ella volviera a posar para él, cuando intuye, o teme, que la mirada de ella se está escorando hacia otro encuadre, hacia otro rostro, precisamente por su negligencia afectiva. Otra elipsis, con la bruma en el paisaje como transición, desde el rostro de René, confronta con el descubrimiento de la muerte de Germaine. Otra sospecha que se añade a las ya existentes con respecto a la niña, pero ahora estas sospechas provienen sobre todo de quien es su único cabo con la realidad, la mujer que ama. En ese territorio fronterizo que es la orilla del mar dirimen sus dudas y desesperaciones, y se recobran el uno el al otro. Ahora las palabras, las manos, las miradas, muerden, sollozan. René expresa cómo para él ella es su vida, revela cuál era el centro de su mirada, aquella que, en cambio, lo sentía como un rostro esquivo que miraba hacia otro lado. René se sentía en el país de los muertos. Y no escuchaba ya la voz de Vivianne, la voz que necesitaba para sentirse vivo, para renacer. Para sentirse presencia, para sentir que no se extraviaba en las fronteras que le sumían en un precipicio, ese que arrastra a un vacío de imposturas, simulaciones, y rostros cerrados.
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