domingo, 19 de agosto de 2018
El aguila y el halcón
Pocos héroes se pueden encontrar más sombríos, más consumidos por la desesperación y menos satisfechos con sus gestas, porque sus condecoraciones celebran la pérdida de vidas, como Young (extraordinario Fredric March), en El águila y el halcón (The Eagle and the hawk, 1933), de Stuart Walker, aunque en el reestreno seis años después se le concedería crédito también a Mitchell Leisen, quien declararía años después que había realizado la mayor parte de la película, pero Walker, que ejerció más bien de ayudante de dirección, era quien estaba a contrato con el Estudio Paramount y no él. Young. Pensaba que la guerra es como el polo, un deporte que practicar, una competición en la que superar a los pilotos del otro bando, pero no es sino quemar carne, quebrar huesos y verter sangre. Sembrar muerte.
Se le presenta, en la primera secuencia, riendo ante el poco afortunado aterrizaje que ha realizado el compañero que pilotaba el avión, Crocker (Cary Grant), al acabar el avión boca abajo. La realidad, para Young, se le volverá boca abajo nada más aterrizar de su primer vuelo de combate. Su euforia, la que provenía de la inconsciencia, cual niño que vuelve del recreo, que celebra el número de aviones que ha abatido, se torna pesadumbre cuando se da cuenta de que su observador, Kingsford (Leyland Hogdson), ha muerto. La vida da para él un giro radical. En un instante pasa de niño a adulto. Sus movimientos se hacen lentos, pesados. Su cuerpo parece encorvarse. Su rostro se transfigura en el de una máscara sombría. Finaliza la carta que Kingsford había dejado pendiente de enviar a su esposa, comunicándole su muerte. Ahora se hará responsable de la muerte, la muerte que no toma vacaciones, la protagonista de la guerra, aquella que sustrae la vida de sus compañeros (cinco observadores en dos meses), pero también la de los enemigos, porque no les diferencia los uniformes.
A Young le desespera haberse convertido en un dios de brillante latón, en un resplandeciente ejemplo, por sus condecoraciones (como manifiesta en un sobrecogedor monólogo a la mujer que conoce en su permiso, interpretada por Carole Lombard: un hermosísimo primer plano de ella escuchándole, conmovida, condensa cómo se capta la intemperie emocional que consume ya irreversiblemente a Young). No hay discurso menos alentador que aquel que da a los jóvenes recién llegados: su gesto transmite que no se cree que ellos defiendan una causa justa, a la civilización. Él sólo siente que mata, que mata jóvenes (su desolación cuando el joven observador cae al vacío al verse forzado a realizar un rizo para esquivar a un avión alemán, el de su más peligroso rival, Voss, el piloto del avión del lazo verde; o su perplejidad cuando contempla el rostro de este, ya abatido y muerto, y descubre que es un chico joven).
Actitud, en principio, opuesta a la suya es la de Crocker, con el que mantiene cierta rivalidad. Le niega la posibilidad de que sea piloto porque no le ve capaz, decisión que no sienta nada bien a Crocker. Tras la muerte de sus primeros cinco observadores, Crocker será el sexto que le acompañe en esa función; él mismo ha solicitado el puesto porque anhela ser testigo de cómo en algún momento al héroe se le quiebran los nervios. No tiene el mismo sentido caballeresco del combate, ni el aprecio a la vida, sea la de un compañero o del enemigo: cómo ametralla al alemán que se ha lanzado en paracaídas, acción que es reprendida por Young (que evita que lo haga con otro). Pero esa animosidad o rivalidad se irá limando, hasta el entendimiento o proximidad, que deriva en un bellísimo final, comparable al de otra extraordinaria obra cuya acción dramática ocurre en tiempos de guerra, Adiós a las armas (1932), de Frank Borzage.
Un amargo brindis de gracias por la nueva condecoración concedida, culmina con la fractura de su desesperación: Young lanza el vaso, rompiéndolo, mientras grita la guerra para vosotros. Crocker escucha un disparo y descubre que Young se ha suicidado. Su cuerpo yace sobre los muelles de una cama, otra más que había sido vaciada por otra muerte, la de el joven observador que cayó al vacío; un vacío que ha pesado demasiado sobre Young, sobre el que no ha sabido volar. Crocker, antes de que amanezca, llevará el cadáver al avión para, después de ametrallar las alas y al cuerpo de Young, simular que ha muerto en combate. Ni John Ford rodaría un final tan desgarradoramente bello para imprimir la leyenda, en el que no deja de resonar el grito de un dolor insondable por esa barbarie llamada guerra. Aunque Leisen había rodado un final aún más amargo: Crocker, con una botella en una bolsa de papel, y un semblante que evidenciaba sus remordimientos por haber realizado esa escenificación cuando la guerra es sólo desolación.
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