sábado, 28 de julio de 2018
Soledad (Lonesome)
No recuerdo otra película, como en la sorprendente y extraordinaria Soledad (Lonesome, 1928), de Paul Fejos, en que esté mejor reflejado la ansiedad, ese febril vértigo de la rutina, la cotidiana dinámica de levantarse, prepararse, convertirse en multitud que coge el transporte, y llegar al puesto de trabajo, realizar tu tarea, y volver a tu hogar, para enfrentarte, si se da el caso, con la inacción o el vacío del tiempo ( ya apeado del tiempo mecánico que enajena tu vida), en suma, con tu soledad, como acontece a la pareja protagonista, Mary (Barbara Kent) y Jim (Glenn Tyron), que son singulares y a la vez cualquiera, cuya jornada se narra de modo paralelo.
Resulta admirable cómo Fejos capta, y logra transmitir, el contraste entre ambas formas de vivir/habitar el tiempo. Es de cortar la respiración el montaje de las secuencias iniciales, intensificado por el hecho de que, si el despertar y los preparativos de Mary se realizan de modo distendido, ajustada al tiempo, el de Jim es presa de la urgencia porque se despierta más tarde de lo debido (interrumpiendo acciones como afeitarse, al echar una nueva mirada al reloj), o desayunando (es un decir) a velocidad crucero en un restaurante (sin percatarse que a su lado está Mary; pero nadie ve a nadie en ese ritmo absorbente en el que las agujas del reloj son barrotes de una celda, o en el apelotonamiento en el metro (en el que hay más de uno que da las últimas dentelladas a su desayuno). ¿Qué ha cambiado en casi un siglo? Sus jornadas de trabajo están prisioneras del tiempo ( sobreimpreso, en el montaje alterno de la dedicación de ella como teleoperadora y de él como encargado de una prensa en un taller, siempre el perfil de un reloj).
A la salida del trabajo, a través de gestos y miradas a las muestras efusivas de las parejas de amigos, se evidencia cómo algo les falta a ambos en su vida. La llegada al hogar está modulada con otro ritmo. La duración de los planos se dilata. Ambos parecen no saber qué hacer con sus cuerpos. Hacen el amago de escuchar música, pero eso no les sirve, se sienten encerrados, cautivos, hasta que uno y otra escuchan la música de una furgoneta que publicita una feria en la playa. De camino, ambos destinos se cruzan, o se puede decir que ahora las miradas están relajadas, y pueden observar su entorno y fijarse en los otros, distinguir entre la masa del pelotón indiferenciado en la precipitación de los tránsitos rutinarios ( porque la multitud es como un imperativo alud que parece que puede absorber como un remolino en cualquier momento).
Es asombroso cómo Fejos modula el proceso de atracción (el hermoso momento en el que él saca de una máquina un texto que le dice que encontrará a la mujer que ama, y ve reflejado el rostro de ella en la máquina), conversación (tanteo, carraspeos, miradas fugaces y nerviosas, y aproximación de lo tenso a lo desenvuelto) y conexión, entre uno y otro. Resulta mágico ese plano en el que ambos, embebidos en su conexión, no perciben que toda la gente ha abandonado la playa, y que el atardecer da paso a la noche: un bellísimo plano de sus dos figuras en la arena, pequeñas, 'escoltadas' por las figuras de la noria y la montaña rusa como telón de fondo. Ya integrados en la feria, con ese sentimiento exultante de celebración de un amor pleno, que tan cautivadoramente reflejó Murnau en Amanecer (podría considerarse Soledad como una combinación de aspectos de ésta y de la fabulosa Y el mundo marcha de Vidor; además de antecedente de Gente en domingo de Robert Siodmak y Edgar Ulmer), se produce la accidental circunstancia de que ambos, tras realizar un viaje en una montaña rusa en vagonetas diferentes, se ven separados.
De nuevo, Fejos tensa el montaje de la narración, hasta la exasperación, con la deriva de ambos buscándose entre esa indiferenciada y abrumadora multitud. Para acrecentar su desesperación entra en juego una tormenta que provoca la estampida de la muchedumbre. Ironías: tras que ambos lleguen al hogar, con expresión desolada, porque no saben cómo podrán de nuevo encontrarse, los golpes de ella a la pared, porque no soporta escuchar en su desesperación la música de canto de amor que él ha puesto (de título Always, Siempre), propician que ambos se encuentren con la sorprendente revelación de que eran vecinos, y vivían pared con pared, atenazados hasta entonces en su soledad, cuando la persona que les podía liberar de ese muro la tenían al lado. Es lo que tiene vivir en una sociedad de muros que aíslan y enajenadores vertiginosos ritmos que impiden percatarte de quién, en ese remolino de multitud de la que eres parte, está, viaja, come o vive a tu lado.
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