domingo, 15 de julio de 2018
Murder by contract
El sorprendente y excepcional film noir Murder by contract (1958), de Irving Lerner, es como un episodio de La dimensión desconocida dirigido por Jim Jarmusch. La realidad, encapsulada en una luminosidad que parece eliminar las sombras, parece alterada. Deshabitada, incluso, como si el entorno se hubiera difuminado y sólo existieran los personajes principales, y aquellos otros con los que se cruzan fueran emanaciones de su sueño. Claude (Vince Edwards) es alguien que quiere dejar su vida previsible y estable atrás, quiere una actividad que se salga de lo ordinario, por eso se ofrece asesino a sueldo. Matas lo previsible, el quiste de lo familiar, matando a desconocidos, a aquellas figuras de las que no sabes ni sabrás nada. No son nada. Sólo un objetivo, una diana que es una liberación de lo que eres, de lo que no quieres ser. Te liberas en ese vaciado, incluso de ti mismo. Eres un mero ejecutor, pero cada contrato, cada tarea, es una variación, nunca la misma circunstancia. En ese otro universo, en el que fluye sin conflictos de escrúpulo o conciencia, paraíso de la libertad, realiza sus trabajos con eficiencia. Inclusive, puede optar por distenderse, como cuando le encargan un nuevo trabajo en Los Angeles, y decide estar casi una semana disfrutando del ocio, el turismo, sin preguntar si quiera quién es la víctima, para desesperación de Marc (Philip Pine), uno de los dos sicarios del cliente que le asisten, porque considera que todos los hombres son o somos previsibles. Pero su seguridad se tambalea cuando le informan de que la víctima es una mujer, y las mujeres, a diferencia de los hombres, considera que son imprevisibles. El encargo derivará en una sucesión de contrariedades, de intentos fracasados, que le sumen en cierta desesperación, porque contra la mala suerte no se puede luchar. ¿A qué llama mala suerte? ¿Es cuando se las previsiones se desestabilizan? ¿Se puede controlar la vida, pautarla? Claude parece que quería rehuir ser parte de un papel pautado con una dedicación ordinaria, intercambiable con otros muchos, optando por otra que le hiciera sentir que la vida no es un trámite mecánico, aunque sin dejar de hacerle sentir que él controla el escenario de la realidad (por eso, por ejemplo, rehuye la tipicidad del asesino a sueldo; elude el utilizar armas de fuego, prefiere otros métodos menos ortodoxos, más afilados). Pero no puedes mecanizar lo imprevisible (en la red hay agujeros, y no aseguran que la red te sostenga porque no siempre se puede prever su amplitud: la tela se deshilacha, como el curso de los acontecimientos puede deshilachar tus cálculos o previsiones) .
Previsibilidad, azar, el principio de incertidumbre. De vuelta a Jarmusch. O a los Hermanos Coen. Cineastas que transitan los géneros con la mirada interrogante del filósofo. Hay quien por los diálogos de esta película, que combinan la disquisición reflexiva, la digresión absurda, el exabrupto, podría señalar que anticipan los diálogos, entre lo coloquial y lo excéntrico, de delincuentes de Quentin Tarantino. Scorsese declaró que esta obra es la que más le ha influido. Pero este extrañamiento, este trayecto alegórico, linda más con el universo en el que navegará Jarmusch. Cine de tránsitos, pausas, derivas y esperas. Sumergirse en su cine es perder pie, carecer de la certeza de hacia dónde derivará la narración, como el personaje de Bill Murray en el plano final de Flores rotas, en medio de una encrucijada. Supone cruzar el espejo, como en la asombrosa Los límites del control (y algo hay de ello en Murder by contract,aunque no tan radicalizado en el extrañamiento o ruptura con formas de representar la realidad). Siempre hay límites para el control, a no ser que uses la imaginación. Por eso el cine de Jarmusch te sume en las interrogantes, aquellas que siempre dejan espacios en blanco, que recorres con tu imaginación, mientras los territorios desconocidos que descubres te enfrentan a nuevos ángulos en los que surgen otros territorios desconocidos, otras interrogantes. Una muy simple, de entrada, ¿Qué mundo es este que habito?. Tarantino en cambio es un mero malabarista, un mago al que le gusta jugar con los trucajes. Si Jarmusch se desliza en las simas de las capas múltiples, Tarantino retoza en las superficies. A veces, con ingenio, como en Reservoir dogs o Jackie Brown, o de modo más irregular en Pulp fiction, en la que en posteriores visionados, sus juegos con la perspectiva o los tiempos, quedan en evidencia que se traman sobre el capricho, la travesura de quien juega con piezas conocidas a las permutaciones, aunque no haya realmente nada nuevo bajo el sol. Desgraciadamente, su cine post 11 de septiembre se ofuscó y se corrompió con una empecinada obsesión por construir sus relato sobre las venganzas, en las que se regodea con suma delectación (además, maquilladas con lo políticamente correcto, porque sus punching balls son psicópatas, gangsters o nazis). De la sutilidad e ingenio de planificar secuencias violentas jugando con el fuera de campo, en Reservoir dogs o el plano general de duración dilatada, en Jackie Brown, derivó a una explicitud más oclusiva que en el gore (la paliza final de Death proof, las acciones de corte de cabelleras en Malditos bastardos).
Lerner, afortunadamente, transita las sutilezas como lo hará Jarmusch. Es un cine de espirales entre las múltiples capas. La primera secuencia, la entrevista con quien primero le contratará, juega con recursos como el fuera de campo (ese primer plano de Claude sentado, y el entrevistador de pie, del que vemos sólo la parte baja de su tronco), el montaje interno, con personajes que no se miran ( Claude de espaldas al entrevistador). Los primeros encargos se narrarán con un impecable dominio de las elipsis, la narración sintética, y el fuera de campo. El uso de la música, compuesta e interpretada por Perry Botkin, puede evocar la de la magnífica El tercer hombre (1949) de Carol Reed. En un caso una cítara, en otro una guitarra. En ambos casos, amplifican el extrañamiento, uno tiznado de melancolía, el otro acentuando el desajuste, la sensación de realidad desentornillada, como esa sonrisa que se mantiene forzada ignorante de que no es sino un rictus. La impavidez, o la forma de conducirse con el gesto impertérrito, de Claude, como autómata que no acaba de conjugar el cuerpo con la dimensión que habita (como los personajes de Jean Pierre Melville o Jarmusch), deriva paulatinamente en una crispación, cual marioneta que empieza a agitar los hilos invisibles que le aprietan, como ciertos personajes de los hermanos Coen que van crispándose como dibujos animados cuando el mundo, la realidad, no sólo no responde a su voluntad, sino que parece jugar cruelmente con ellos en una sucesión de contrariedades. O la vida es un absurdo, o así parece. Quién sabe si hay hilos siquiera. Desde luego, no en nuestras manos, para jugar con ellos a nuestra voluntad, porque realmente habitamos la oscuridad, por mucho que la queramos quemar (o simplemente, estrangular) , en suma, disimular, con la ilusoriedad de la luminosidad del control, de la previsibilidad. Por eso, el plano final es el de una mano que surge de la oscuridad, la mano de alguien que ya es cadáver, porque la realidad no es tan previsible como calculaba. Siempre hay un agujero negro en el que se te escapa de las manos (o siempre hay un fuera de campo que no podrás controlar).
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