jueves, 26 de julio de 2018
Llenos de vida
Los postizos de la vida. Un hombre surge de la oscuridad con un fusil en las manos, una pareja golpea con una piedra los retrovisores de un coche. La violencia y nocturnidad de esta introducción contrasta con la luminosidad y el vivaz tratamiento de comedia del posterior desarrollo de Llenos de vida (2018), de Agnes Jaoui, quien de nuevo colabora en el guión con Jean Pierre Bacri. Pero esos fragmentos, que corresponden a la conclusión, en doble sentido, de lo que vamos a presenciar, evidencian la infección bajo las apariencias. O dicho de otro modo, la violencia larvada en una sociedad sostenida sobre las apariencias, o definida por la imagen. El título original es más elocuente que el impreciso título español. Place publique, lugar público. De nuevo, en doble sentido. Por un lado, somos como nos presentamos ante los demás: lo fundamental es la consideración que nos confieren, cómo nos hacen sentir. O sentirnos protagonistas escénicos, incluso por extensión cuando nos retratamos junto a una celebridad: el síndrome de ser enfocado por una cámara: en el principio, los asistentes a un evento deportivo que saludaban cuando la cámara encuadraba su zona: hoy en día: cualquiera dispone de una cámara, de un dispositivo incorporado. Por eso, el móvil, o las constantes fotografías o autorretratos que realizamos con tal objeto se han convertido en una de las mediaciones básicas de relación con la realidad.
La acción dramática transcurre durante la fiesta que se celebra en la mansión rural que posee una productora de televisión, Nathalie (Lea Drucker). Para ella, es una extensión de París. Está a sólo treinta y cinco minutos, dice repetidamente. Es como decir que permanece en el centro del encuadre (como el autorretrato junto a una celebridad). Su mansión es otro escenario complementario (como si la vida fuera una serie de sets de rodaje). No es, por tanto, para ella, otra realidad, otro escenario, aunque sí lo es para sus vecinos, como una infección, por eso protestan por las molestias que les ocasiona el ruido de la fiesta, por el concierto durante el día o el karaoke nocturno. Esos vecinos sí pertenecen a otra realidad, representan otro modo de vida, agricultores que disponen de otra estructura del tiempo. Pero Nathalie vive en su escenario de fantasía, espacio de lujo que no está desvinculado del centro de la imagen. No considera el efecto sobre los otros, pero si le incordian los ladridos de un perro, como una interferencia molesta.
La imagen es la principal protagonista: la imagen que se proyecta, la imagen que se admira, la imagen que se monta la mente. Los postizos. O la vida tramada sobre los postizos, como el capilar que porta el presentador de televisión Castro (Jean Pierre Bacri). Un joven invitado, que viste un chandal rojo, acompañado de una comitiva de amigos, es célebre simplemente por su canal de Youtube. Una camarera dedica la mayor parte de su tiempo, para exasperación de Nathalie, a fotografiar con su móvil a las celebridades presentes. Lo importante es tu posición en el lugar público, sea como protagonista o extensión periférica, ser partícipe de la imagen, del encuadre de realidad. Un escenario de apariencias sin demasiada consistencia que genera amarguras como en el caso de la escritora Nina (Nina Meurisse). Aunque diga que en su última novela caricaturiza a sus padres, Castro y Helene (Agnes Jaoui), separados desde hace años, estos sienten que el tratamiento de sus personajes implica desprecio o cuestionamiento con respecto a ellos. Castro y Helene parecen extremos, pero quizá no difieran demasiado, desde el punto de vista de su hija como reflejo, al menos, de la sociedad que privilegia la imagen, o los postizos.
Castro desparrama ácido con sus palabras, gestos y pensamientos. Lo hace en su programa pero también en su vida ordinaria. Lo público y lo privado en él no se diferencia demasiado. Al menos, como dice su hija, va de frente. Su cinismo no responde a un papel escénico. Considera que la vida se divide entre los depredadores y sus presas, los fuertes y los frágiles. En su programa escupe sin vaselina porque se ha convertido en un personaje que resulta atractivo por su actitud despectiva. No crea un personaje pero se ha convertido en un personaje que ha resultado rentable, como imagen pública, para la industria televisiva. Pero los postizos no sirven de protector para el deterioro del paso del tiempo. No encaja el envejecimiento, y la amargura acrecienta el ácido de su suficiencia, que no es sino la susceptibilidad que encubre inseguridad. La vida se le escapa, pero él se obceca aún más en la pulsión de control, como con su pareja, tres décadas más joven, Vanessa, a la que controla incluso sus desplazamientos automovilisticos por su móvil. No soporta que haya ningún fuera de campo cuya imagen no controle (por eso su mente genera películas que reflejan su inseguridad: los celos avasalladores con Vanessa). Helene, por su parte, parece lo contrario, no tan ensimismada, como Castro, que piensa que el mundo gira alrededor de él, como Castro, sino más bién preocupada por el mundo alrededor, incluso por la desgracia de los que sufren la precariedad. Porta, como extensión de sí misma, carpetas que contienen peticiones de ayuda para las que requiere firmas de apoyo. Pero quizá, como refleja su hija en la novela, esa preocupación de Helene por los otros sea una forma de sentirse bien consigo misma, otra forma de autocomplacerse con la imagen que siente proyectar, mientras, en cambio, quizá esté descuidando la vertiente íntima, su dedicación de madre.
La narración de Llenos de vida se desplaza de personaje a personaje como una sutil coreografía coral, con apuntes mordaces, pero también tiernos (como todo lo relacionado con Pavel, la pareja de Nathalie), que fluctúa equilibradamente entre la comedia y el drama. Las aristas se camuflan en la ironía mordaz sobre una sociedad configurada sobre los postizos, un lugar público protésico definido por la imagen, por la posición que se detenta. Una realidad escénica con la que se intenta contener la violencia larvada que pretende domesticarse, o incluso negarse, para pensar que se habita el escenario al que apuntan los focos, o que el tiempo no transcurre ni se perderá el protagonismo ni la pareja porque las piezas tienen que encajar del modo conveniente, sin considerar concebible que su realidad sufra un desperfecto, como su lujoso coche, cuya causa achacará a quien, por inferior posición, no puede defenderse. Para eso están los que disponen de posición inferior, para descargar sobre ellos las frustraciones. Por eso, se portan las gafas oscuras. Para ver lo que conviene o lo que se teme perder, porque la realidad, ese lugar público, gira alrededor de uno mismo. Todo está en la propia cabeza. O en el propio agujero negro.
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