domingo, 1 de julio de 2018
En la playa de Chesil
Las torpezas que truncan un amor. En un segundo, la relación que pudo haber sido ya no será. No te vuelves, no respondes, y ese gesto negado, ese silencio, sepultan el amor que sentiste, soñaste, podía ser el centro y escenario permanente de tu vida. Cuando las miradas vuelvan a encontrarse, quizás hayan discurrido décadas, ya será tarde y lo único que pueda decirse sean las lágrimas que lamentan lo que no supieron convertir en realidad. ¿Cuántas relaciones se han truncado porque no se ha sabido expresar lo que se siente o se ha malinterpretado lo que el otro quería expresar, y se ha tomado como afrenta o negación lo que no era sino torpeza, inseguridad, miedo y desvalimiento? Esa es la entraña de En la playa de Chesil, de Dominic Cooke, para la que el propio Ian McEwan adapta su propia (y espléndida) novela. La narración alterna el día crítico, crucial, en la relación de Florence (Saorsie Ronan) y Edward (Billy Howle), su primer día de casados, el día de su primer coito, con una serie de sucesos o piezas que condensan el trayecto de su relación y definen sus vidas, su contexto y circunstancia, las relaciones con sus respectivas familias, sus expectativas personales (la música para Florence, ingresar en la universidad para Edward).
La acción transcurre en Inglaterra, en 1962, recién construido el muro Berlín, que es para Violet (Emily Watson), la madre de Florence, evidencia de la amenaza que supone el comunismo de ahí la necesidad disuasoria de la bomba atómica. Hay otros muros que se interponen (la falta de conocimiento, por tanto, de naturalidad, en la consideración y vivencia del sexo), y otro tipo de bombas que explotan, por impericia, sexual, pero sobre todo emocional, que es a la que se enfrentan tras su primer intento de coito Florence y Edward, por la dramatización, o incapacidad de saber responder a una circunstancia que les supera por puro desconocimiento. Ese desbordamiento de las emociones, esa tormenta de emociones que no se sabe controlar, que no se sabe cómo artícular o enfocar, en uno mismo o en el otro, dispone de un reflejo distorsionado en el trastorno de Marjorie (Anne Marie Duff), la madre de Edward: un trastorno consecuencia del daño cerebral que sufrió por un imprevisto azar, o cómo la vida se modifica o trunca por el más ridículo accidente: esperas en la estación del tren, y una puerta que se abre en un vagón te golpea en la cabeza. Y quedas dañada de por vida. La relación de Florence y Edward también se modifica y queda dañada por una minucia, un desencuentro o no entendimiento, por su torpeza en una situación que es nueva para ambos, que se desquicia y se torna afrenta, e irresoluble distanciamiento.
Los últimos pasaje, más sintéticos, perfilan el cuerpo dramático de la narración, y se constituyen en los más sobresalientes, los que supuran la emoción, la desolación por una vida que no fue la que pudo ser, por las torpezas cometidas. Dos pasajes que discurren, respectivamente, en 1975 y 2017, los cuales enfrentan, ya con el paso del tiempo, a los ángulos que no supieron comprenderse en la impericia de la juventud. Lo que entonces se sentía como una afrenta, por sentirse como muestra de indiferencia, se comprende en cambio como un gesto generoso, aun torpe, que no sabía cómo desenvolverse en una situación que la superaba. El paso del tiempo dota de enfoque al gesto que más bien pedía ayuda, comprensión, que buscaba en su desconcierto, en una repulsa que más bien era miedo a lo desconocido, un gesto que le hiciera sentir que lo que la atemorizaba podía tornarse aceptación, naturalización de lo que no era sino inusitado por mera falta de educación sexual y sentimental, por sentirse desbordada por una mareas que se sienten rugosas piedras, como las de la orilla de la playa de Chesil. Sentía el acto sexual como un territorio desconocido inhóspito que la atemorizaba, y sólo esperaba el abrazo que la ayudara a encajarlo, y tornar la piedra en agua que fluyera. Pero no vuelves la cabeza, y tu silencio se siente como un filo que desgarra y niega.
En la playa de Chesil encaja en el molde esa característica producción británica definida por una exquisita caligrafía, realzada por el director de fotografía Sean Bobbitt, autor de uno de los más sobresalientes logros creativos de este siglo en esta faceta, en Shame (2011), de Steve McQueen. Durante los pasajes que transcurren en 1962 puede extrañarse un convulsión, aun latente, retenida, como la que sabía larvarse por ejemplo en la citada obra de McQueen, en Esplendor en la hierba (1961), de Elia Kazan, o en Revolutionary road (2008), de Sam Mendes, que fue el primer director asociado al proyecto (con Carey Mulligan como protagonista). De todas maneras, esa aparente distancia que transpira la narración se torna lacerante demolición, con admirable capacidad sintética, en los magníficos últimos pasajes.
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