lunes, 30 de julio de 2018
El arte fotográfico de Jeff Bridges
24 fotografías de Jeff Bridges durante los rodajes de Los fabulosos Baker boys, K-Pax, Texasville, Volar por los aires, El gran Lewobski, Tucker, El rey pescador, Wild Bill, Valor de ley y Sin miedo a la vida.
domingo, 29 de julio de 2018
Siete mujeres
Un fuerte que es una misión, un ejercito cuyos integrantes son principalmente mujeres, unas misioneras, soldados de Dios, y una amenaza exterior, que no son indios sino son bandidos mongoles. La acción de la excelsa última obra de John Ford, Siete mujeres (Seven women, 1966), adaptación de Chinese finale, un relato de Nora Lofts, adaptado por Janet Green y Joseph McCormick, no transcurre en Monument Valley, sino en China, en 1935. Antes de que la llegada de los bandidos arrase el lugar con su barbarie, con su caos, ha irrumpido en ese rígido entorno una figura, memorable, que hace tambalear los cimientos de la arrogancia, la presunción, la inhibición, la inconsciencia subyacente en creerse, o quererse sentirse, dios (aunque sea en nombre la compasión) y la ceguera inconsecuente que comporta. Esa figura es la nueva doctora, Cartwright (Anne Bancroft, que sustituyó a Patricia Neal, tras tres días de rodaje, cuando ésta sufrió un infarto), que entra a caballo, con sombrero característico de cowboy, y vestuario masculino. Es una mujer que transgrede las pautas y las convenciones, que se sale del casillero de cualquier cuadrícula de definición. Es una disonancia ¿Por eso el título alude a siete mujeres cuando son ocho? Ella no encaja en las cuadrículas de mujer ni hombre, derrumba cualquier delimitación, como no pertenece a los bárbaros ni a los que representan la civilización, aporta raciocinio a los primeros pero también a los segundos, empatía y flexibilidad a unos y otras.
La doctora Cartwright es una mujer, en palabras de quien rige y controla la misión, Agatha (Margaret Leighton), que no hace lo que debiera hacer una mujer cristiana, fuma, y no se sienta cuando se disponen a rezar la oración antes de comer. Además, bebe alcohol, es deslenguada, y por supuesto no cree en ningún Dios ( no vio ninguno descendiendo a los miserables hospitales en los que trabajó en los suburbios de Nueva York o Chicago). Es una mujer que ha aceptado ese trabajo porque deseaba marcharse de su país, decepcionada, por las dificultades para encontrar un digno trabajo como doctora por ser mujer, y en el amor ( cuando quiso dejar espacio en su vida para disfrutarlo, dejó entrar al peor hombre posible). Un personaje exiliado, incluso interiormente, de una lucidez abrasadora.
Su llegada desestabiliza el entorno, y específicamente altera y ofusca a la figura representativa del poder, Agatha, como también lo hacía en cierta manera el personaje que encarnaba Maureen O'Hara en Río Grande (1950), una película en la que se pueden rastrear ciertas concomitancias. Allí los indios cobraban la correspondencia alegórica, como amenaza exterior, de un conflicto interior, de una herida no cerrada, no sólo individual: la relación interrumpida entre el oficial al mando, York (John Wayne), y su esposa, Kathleen (Maureen O'Hara), por las diferencias entre ambos, pero también las de un país (ella pertenecía al ejercito o bando derrotado en la guerra civil, él al victorioso). La consecuencia de esa falta o incapacidad de diálogo había sido un hijo, ahora alistado a las ordenes de su padre, que se había convertido en campo de batalla de esas diferencias entre sus padres. De algún modo,la amenaza exterior de los indios, que elocuentemente secuestran a un grupo de niños, desata y libera ese conflicto interno (con el complemento simbólico de otra herida, la que sufre en el enfrentamiento final York). Los bandidos mongoles no son la correspondencia ( o proyección) con el personaje de la doctora, sino el del conflicto interno de Agatha, alguien que reprime sus sentimientos y deseos, en concreto, los que siente por la joven misionera Emma (Sue Lyon), temblor descrito con suma eficacia por Ford en las primeras secuencias cuando entra en su habitación y la ve en ropa interior, aseándose. El caos, que representarán los bandidos, surge de la represión, de la rígida negación. Pero, al fin y al cabo, la doctora Cartwright, mujer que en su aspecto y conducta, diluye cualquier diferenciación tipificada de lo que es, o debe ser, un hombre o una mujer, se corporeiza como proyección de ese conflicto interior que no logra superar ni resolver. Cartwright es directa y consecuente, con sus emociones y pensamientos al desnudo, frontales. Agatha se retuerce en su inhibición.
Agatha es un personaje que va despojándose de sus atributos de poder, a la par que evidenciando progresivamente su desequilibrio inherente, primero con Cartwright, después con la llegada de los bandidos, y por último por sus propias compañeras de armas. Cartwright, aparte de cuestionar de modo contundente sus inflexible actitud y criterio, consigue suscitar la admiración, ya de entrada por su singularidad y diferencia, de Emma, es decir cautiva o atrae a quien Agatha desearía cautivar, y propicia que alguien la replique y contraríe, el profesor Pether (Eddie Albert). Los bárbaros se imponen, como hacía ella, pero con otros modos, esos que mutilan, violan y masacran. Agatha discriminaba, despreciaba según lo que no encajaba en el molde que considera correcto. Los bárbaros no hacen distinciones en el ejercicio de la crueldad. La misionera británica Miss Binns (Flora Robson) cuestionará la presunción de Agatha cuando esta muestre su repulsa a la aceptación de Cartwright de convertirse en amante de Tunga Khan (Mike Mazurki), el jefe de los bandidos, calificándola de puta de Babilonia, sin considerar siquiera el gesto de sacrificio que comporta. Miss Binns le cuestiona cómo pueden sentirse con el derecho de condenar los pecados de la carne cuando ellas han estado recluidas en los muros de su celibato. Y por último, será cuestionada por la que ella presentaba como su leal asistente, Jane (Mildred Dunnock), quien le niega hasta la posibilidad de su voz, cuando al final le dice que no quiere oír su voz jamás, tras que Agatha, obcecada, haya mostrado aún su desprecio, calificando de una cualquiera a quien acaba de salvar sus vidas, sacrificando la propia por ellas además.
La doctora Cartwright era su sombra, y se convierte en una sombra, que sacrifica su cuerpo, su vida, como refleja el juego con las sombras en la secuencia final, de una inmensa belleza. De las espesas sombras surge la figura de la doctora Cartwright con un candil, dispuesta a perder su vida para eliminar la vida del bárbaro, para extirpar el caos que arrasa con sus sombras un mundo dominado por la cólera (elocuente, también, que el cólera sea una epidemia con la que han luchado, y derrotado, previamente a la llegada de los bandidos). En el último plano la cámara se aleja en travelling de retroceso, mientras otras sombras, la del delicado pudor respetuoso, cubren a la doctora tras haber realizado su misión (el único foco de luz permanece sobre el cuerpo del bárbaro ya muerto por el veneno que le ha hecho ingerir). No pudo Ford haber realizado más bello y emocionante cierre, no sólo para esta magistral obra, un prodigio de síntesis y medidas composiciones, sino para una de las filmografías más excepcionales que ha dado el cine. La doctora Carwright era John Ford. Su lucidez disidente, escéptica, pero aún capaz de indignarse con relumbrante firmeza, era la de este gran maestro que nos embriagó con su prodigioso y sabio arte.
sábado, 28 de julio de 2018
Soledad (Lonesome)
No recuerdo otra película, como en la sorprendente y extraordinaria Soledad (Lonesome, 1928), de Paul Fejos, en que esté mejor reflejado la ansiedad, ese febril vértigo de la rutina, la cotidiana dinámica de levantarse, prepararse, convertirse en multitud que coge el transporte, y llegar al puesto de trabajo, realizar tu tarea, y volver a tu hogar, para enfrentarte, si se da el caso, con la inacción o el vacío del tiempo ( ya apeado del tiempo mecánico que enajena tu vida), en suma, con tu soledad, como acontece a la pareja protagonista, Mary (Barbara Kent) y Jim (Glenn Tyron), que son singulares y a la vez cualquiera, cuya jornada se narra de modo paralelo.
Resulta admirable cómo Fejos capta, y logra transmitir, el contraste entre ambas formas de vivir/habitar el tiempo. Es de cortar la respiración el montaje de las secuencias iniciales, intensificado por el hecho de que, si el despertar y los preparativos de Mary se realizan de modo distendido, ajustada al tiempo, el de Jim es presa de la urgencia porque se despierta más tarde de lo debido (interrumpiendo acciones como afeitarse, al echar una nueva mirada al reloj), o desayunando (es un decir) a velocidad crucero en un restaurante (sin percatarse que a su lado está Mary; pero nadie ve a nadie en ese ritmo absorbente en el que las agujas del reloj son barrotes de una celda, o en el apelotonamiento en el metro (en el que hay más de uno que da las últimas dentelladas a su desayuno). ¿Qué ha cambiado en casi un siglo? Sus jornadas de trabajo están prisioneras del tiempo ( sobreimpreso, en el montaje alterno de la dedicación de ella como teleoperadora y de él como encargado de una prensa en un taller, siempre el perfil de un reloj).
A la salida del trabajo, a través de gestos y miradas a las muestras efusivas de las parejas de amigos, se evidencia cómo algo les falta a ambos en su vida. La llegada al hogar está modulada con otro ritmo. La duración de los planos se dilata. Ambos parecen no saber qué hacer con sus cuerpos. Hacen el amago de escuchar música, pero eso no les sirve, se sienten encerrados, cautivos, hasta que uno y otra escuchan la música de una furgoneta que publicita una feria en la playa. De camino, ambos destinos se cruzan, o se puede decir que ahora las miradas están relajadas, y pueden observar su entorno y fijarse en los otros, distinguir entre la masa del pelotón indiferenciado en la precipitación de los tránsitos rutinarios ( porque la multitud es como un imperativo alud que parece que puede absorber como un remolino en cualquier momento).
Es asombroso cómo Fejos modula el proceso de atracción (el hermoso momento en el que él saca de una máquina un texto que le dice que encontrará a la mujer que ama, y ve reflejado el rostro de ella en la máquina), conversación (tanteo, carraspeos, miradas fugaces y nerviosas, y aproximación de lo tenso a lo desenvuelto) y conexión, entre uno y otro. Resulta mágico ese plano en el que ambos, embebidos en su conexión, no perciben que toda la gente ha abandonado la playa, y que el atardecer da paso a la noche: un bellísimo plano de sus dos figuras en la arena, pequeñas, 'escoltadas' por las figuras de la noria y la montaña rusa como telón de fondo. Ya integrados en la feria, con ese sentimiento exultante de celebración de un amor pleno, que tan cautivadoramente reflejó Murnau en Amanecer (podría considerarse Soledad como una combinación de aspectos de ésta y de la fabulosa Y el mundo marcha de Vidor; además de antecedente de Gente en domingo de Robert Siodmak y Edgar Ulmer), se produce la accidental circunstancia de que ambos, tras realizar un viaje en una montaña rusa en vagonetas diferentes, se ven separados.
De nuevo, Fejos tensa el montaje de la narración, hasta la exasperación, con la deriva de ambos buscándose entre esa indiferenciada y abrumadora multitud. Para acrecentar su desesperación entra en juego una tormenta que provoca la estampida de la muchedumbre. Ironías: tras que ambos lleguen al hogar, con expresión desolada, porque no saben cómo podrán de nuevo encontrarse, los golpes de ella a la pared, porque no soporta escuchar en su desesperación la música de canto de amor que él ha puesto (de título Always, Siempre), propician que ambos se encuentren con la sorprendente revelación de que eran vecinos, y vivían pared con pared, atenazados hasta entonces en su soledad, cuando la persona que les podía liberar de ese muro la tenían al lado. Es lo que tiene vivir en una sociedad de muros que aíslan y enajenadores vertiginosos ritmos que impiden percatarte de quién, en ese remolino de multitud de la que eres parte, está, viaja, come o vive a tu lado.
viernes, 27 de julio de 2018
El detective
Un policía, afroamericano, ante la pregunta de por qué tiene desnudo a un detenido que interroga esposado a una silla, responde: porque había leído que lo hacían así los nazis. Otro policía golpea con saña a homosexuales en una redada porque los considera seres despreciables. Otro acepta sobornos porque además lo hacen casi todos los policías. El jefe de policía está ante todo preocupado por la buena imagen del Cuerpo. Un ciudadano mata a otro porque no puede asimilar sus propias inclinaciones homosexuales. Las altas instancias institucionales se dedican a la especulación inmobiliaria, encareciendo los precios de los terrenos, lo que impide que se puedan edificar hospitales en buenas condiciones o paliar la precariedad de quienes viven bajo mínimos, aunque sean quienes, públicamente, proclamen la necesidad de aplicar medidas que lo consiga. No es una imagen muy alentadora la que presenta de la institución policial, y en general, de la sociedad del momento y del ser humano El detective (1968), de Gordon Douglas, perspectiva descarnada y crítica, sin ambages, que comparte con otros dos estupendos thrillers, o neo noirs, de ese mismo año El estrangulador de Boston de Richard Fleischer y Brigada homicida de Don Siegel. Tan áspera como algunas de las mejores obras de Douglas, Sólo el valiente (1951), Chuka (1967) o la magistral Río Conchos (1964).
El protagonista es el sargento Leland (Frank Sinatra), alguien preocupado por algo llamado integridad, por el respeto a los detenidos y que, aunque es policía por tradición familiar, no es que tenga en muy buena consideración a la institución en la que trabaja. No duda en golpear a un compañero que ha maltratado a posibles testigos que interroga por ser homosexuales, y se muestra remiso a plegarse a las conveniencias de la buena imagen aunque eso facilitara su ascenso. Precisamente, el único momento en el que se obnubile por la posibilidad factible de conseguir su ascenso a teniente perderá la necesaria perspectiva cuando no dude, como hubiera hecho en otra circunstancia, de la confesión de asesinato de un detenido del que había percibido tendencias psicóticas (es magnífica la secuencia del interrogatorio, en la que parece, por los exacerbados gestos del detenido, que Leland le estuviera violando).
Frank Sinatra fue una de las opciones para protagonizar la posterior, y también esplendida, Harry el sucio (1971), de Don Siegel, y se puede convenir en que hay aspectos de este personaje ya presentes en Leland. Incluso, en su gesto final de abandonar el cuerpo policía, asqueado hasta consigo mismo ( cuando descubra al final que el hombre que acabó en la silla eléctrica, y cuya confesión él logró, era inocente). La excelente fotografía de Joseph Biroc transmite con su tono ambarino el reflejo de una sociedad fosilizada en su enquistada corrupción general, amplificado por el despojamiento escénico y la cortante narración, un vaciado que se ve acentuado por la muy puntual presencia de la música de Jerry Goldsmith.
En la estructura de la narración, adaptación de una novela de Roderick Thorp por Abby Mann, se alternan la descripción de las turbiedades de los representantes de la ley, a través de los casos que investigan, con secuencias del pasado y del presente a través de las que se narra el fracaso de la relación de Leland con su esposa, Karen (Lee Remick). Dos fracasos, dos imposibilidades, en paralelo, aunque ame a esa mujer, aunque tenga la vocación de policía. Karen no puede evitar buscar otras relaciones fuera del matrimonio. Ni el propio Leland (que no reacciona agraviado, sino que intenta comprender), ni el tratamiento de las secuencias, dramatiza este hecho, porque no es la promiscuidad o la infidelidad la cuestión (o dramatización: por tanto superficial enfoque) del conflicto, sino una conducta o reacción emocional que es más bien reflejo de un descentramiento vital, un extravío que se amplifica a todo lo que refleja de la sociedad la película.
El doctor Roberts (Lloyd Bochner), el psiquiatra que la atiende, pero también al hombre que realizó realmente el crimen porque no asimilaba su homosexualidad, reconoce que lo que la gente quiere es que se la tranquilice. Pero Leland, en cambio, le replica que su tarea es una forma de adaptar a la gente a una sociedad enferma, y así no asumir sus responsabilidades (confortablemente entumecidos, como la canción de Pink Floyd). El mismo psiquiatra reconoce que sabía de los tejemanejes de las altas instancias con la especulación inmobiliaria, pero también prefirió optar por no revelarlo. Leland sí lo hace, aunque enfrentarse a esa corrupción que domina la sociedad supondrá quedarse fuera, al margen, sombra errante y solitaria en la noche.
Fragmentos de la excelente banda sonora de Jerry Goldsmith