lunes, 11 de junio de 2018
Música y lágrimas
La singularidad de Música y lágrimas (The Glenn Miller story, 1954), de Anthony Mann, se evidencia en que casi no hay sucesos, o conflictos dramáticos, sobre todo en su segunda mitad, la que narra el periodo de éxito de Miller (James Stewart), entre 1938 y 1944. Nada que ver con un biopic al uso, como por ejemplo, La historia de Eddie Duchin (1955), de George Sidney, cuyo desarrollo argumental está repleto de intensos conflictos dramáticos (la muerte del ser amado, un hijo al que no quieres ver porque responsabilizas de la muerte de quien amabas en el parto...), pero que está narrada con aséptica impersonalidad, como si casi no hubiera diferencia o contraste en las vivencias narradas (las triviales y las trágicas). En cambio, en Música y lágrimas, esa narración de nada, ese vaciado dramático, es fluir, celebración de la música, plenitud de una conciliación o armonía vital.
Su singularidad se evidencia ya en sus pasajes iniciales, por la utilización de los escenarios o recursos como la elipsis y el fuera de campo, y que confieren una cautivadora abstracción al relato: El espacio en el que está situada la tienda del prestamista, en la que repetidamente Miller (1904-1944), ya desde la secuencia inicial (cuando tiene 25 años), deja y recupera su trombón: Hay una rampa de funicular en mitad de la calle, una inteligente forma de sugerir (espacializando) el anhelo de ascender en la vida, de lograr aquello a lo que se aspira (que sus arreglos musicales sean aceptados, sus composiciones reconocidas, y, sobre todo, la consecución de ese sonido singular que sea su seña de identidad). Hay un portentoso sentido de la elipsis y el fuera de campo ( tan escaso de admirar hoy en día): Miller y su amigo, el pianista Chummy ( Harry Morgan), se dirigen en coche a un local donde realizarán una prueba con una banda. Plano de la entrada del local. se escucha la música. Se interrumpe. Miller y Chummy salen tan precipitadamente, contrariados, que se les caen las partituras. No hace falta decir más. Pero Mann aún riza más el rizo en la exquisitez con la elipsis, con un ritornello: Más adelante en otra prueba en un hangar, Miller no es aceptado porque no les interesa un arreglista. Se marcha. Chummy empieza a interpretar al piano algunos de los arreglos de su amigo. Miller los oye fuera del hangar, se sonríe, pero al oír cómo se interrumpea, su rostro vuelve a ensombrecerse. Pero a su espalda, surge Chummy del hangar para decirle que han gustado sus arreglos.
Decididamente singular es el tratamiento de comedia, o toque excéntrico, de su cortejo a Helen (June Allyson) con pausas de dos años para perplejidad de ella. En la primera ocasión, la llama para decirle que va a verla a su casa, donde vive con sus padres, haciendo oídos sordos de la cita que le dice ella que tiene con otro chico. No sólo llega tarde sino que la despierta tirando unas piedras a su ventana.Y todo con un desapego, como si fuera lo más natural del mundo, por las horas, y por los dos años transcurridos, ya que él tiene muy claro que ella es la mujer que ama, y que no pasan dos años sino un tiempo de espera hasta que las circunstancias, por estabilidad material, sean las adecuadas para formalizar la relación. Ella se sorprende, pero también se lo toma con parecido desapego, porque al fin y al cabo le corresponde. Por eso, no dudará demasiado cuando otros dos años después le llame de nuevo Miller, que de nuevo hace oídos sordos a lo que le dice ella sobre que se ha prometido con otro. No hay tensiones, no hay conflictos. Todo fluye, como si fuera el proceso natural, con el desdramatizado inconveniente de las demoras, de una relación destinada a consolidarse y afianzarse. Casi como si las pausas y las ausencias fueran parte de un presente continuo.
Tras la consecución del sonido propio que Miller buscaba, propiciado por un accidente (el trompetista se hiere el labio al chocar con la partitura, y será cuando a Miller,para salir del paso, se le ocurra sustituir su sonido por el de un clarinete), la segunda parte es una gloriosa celebración de la música. Un encadenamiento de las interpretaciones de algunas de las más celebres composiciones de Miller: Pensylvania 6-5000, se conjuga con la celebración de un aniversario, porque es el teléfono que le proporcionó Miller a Helen durante su cortejo. In the mood condensa la singularidad del talante de la narración, la música que prosigue como flujo vital frente a cualquier adversidad (no interrumpen la interpretación mientras unos bombarderos cruzan el cielo de Londres: el ascenso de sus acordes cuando desaparece el ruido del bombardeo es recibido con aplausos). Por eso, no hay demasiadas lágrimas en la narración, aunque sean destacadas en el título en español. Sólo las hay en su conclusión que, de todos modos, está planteada de un modo nada convencional u ortodoxo. La muerte de Miller tiene lugar en bella elipsis al caer su avión en el Canal de la Mancha, cuando con su banda animaba a las fuerzas armadas (en principió se creyó que derribado por fuego enemigo, pero con el tiempo se impuso la consideración de que fue por una pieza defectuosa, recurrente en ese modelo). Esa elipsis final lo que propicia, a través de la música ( de un concierto que escucha su amada y otros amigos), es hacer sentir, con una contenida emoción arrebatadora, la resurrección a través de la música, cómo la desaparición, la ausencia, son contrarrestadas con la plenitud, la celebración de la presencia. El milagro de la música que es fluir, que reanima, y nos hace recordar que somos cuerpos que sienten.
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