martes, 5 de junio de 2018
Malas tierras
Malas tierras (Badlands, 1973), de Terrence Malick, se inspira en un caso real, en el de los asesinatos que realizaron Charles Starkwather y Carol Ann Fugate a finales de los 50, Kit (Martin Sheen) y Holly (Sissy Spacek) en la película, en una huida sembrada de crímenes, que les conduce de Dakota del Sur a las malas tierras de Montana desde el momento que Kit mata al padre de Holy, Mr. Sargis (Warren Oates); las malas tierras también adquieren una resonancia alegórica, mítica, son las que generan estas vidas, estos extravíos. La narración se puntúa con la voz en off de Holy (recurso en el que reincidirá en las siguientes obras), que tiene su correlato diegético con un par de grabaciones que realiza Kit en discos, y en las que no están exentas agudas reflexiones sobre la vida que impulsan la paradoja: sobre imágenes viradas de fotografías, Holy reflexiona sobre los quizás, sobre lo que hubiera podido ser si la vida se hubiera hilado de otra manera, si no se hubieran producido determinados encuentros o no se hubieran tomado ciertas decisiones. Reflexiones que impulsan la paradoja ya que se combinan con la extrañeza que suscita la inconsciencia de los personajes, su relación con los hechos, con la realidad, en especial la de él, desdramatizada, como la propia mirada de Malick.
Esa inconsciencia se hace más evidente en su enfrentamiento al hecho de matar. Malick le dijo a Sheen, para que enfocara de modo preciso su personaje, que para Kit la pistola es una varita mágica con la que elimina lo que interfiere, molesta o contraría. Particularmente soberbia es la secuencia en la que, tras que Kit haya disparado contra su amigo, Cato (Ramón Bieri), porque cree que va a denunciarles, Holly conversa como si tal cosa con él mientras agoniza preguntándole sobre la araña que tiene en un bote. Son como niños grandes (él tiene 25 y ella 15), que aplican una cierta pragmática, y a la vez como si vivieran aún en la irrealidad de un mito, de un cuento de hadas, como si fueran personajes de una ficción: A Kit le señalan en diversas ocasiones su parecido con James Dean, y porta la escopeta entre sus hombros como el actor en Gigante (1956), de George Stevens. Él no deja de sentirse protagonista de una película, como si se viera a la vez que actúa. Vive en un mundo aparte,como ese que crean en el bosque, donde construyen una casa de madera, como niños que han edificado su propio universo de juegos.
La violencia irrumpe de repente, pero no está disociada del conjunto. Es un trance más. No traumatiza ni sobrecoge, ni tampoco se resalta como un hiato al que se envista de un estilizado glamour, lo que asienta esa singular extrañeza, de transitar un enrarecido mundo de ensueño contemplado con una desarmante naturalidad (parejo, aunque sin su turbiedad más física y convulsa, a la que pueden rezumar obras como A las nueve de la noche (1967) de Jack Clayton, o la novela de William Golding, El señor de las moscas cuyos protagonistas son niños). Malick integra sus acciones en la naturaleza, porque son parte de ellas, y expresión de la naturaleza humana, como hará en sus siguiente obras también. Los paisajes, los elementos de la naturaleza, como los animales (a este respecto, resulta significativa, sobre todo en su primer tramo, la recurrencia de animales muertos: el perro que encuentra entre las basuras Kit, en su trabajo de basurero, cuando nos lo presentan, premonitorio a su vez de su destino; el pez enfermo que tira Holly; el perro que mata su padre como castigo por su relación con Kit) puntúan la narración, como en la huida que realizaban dos niños en La noche del cazador (1955), de Charles Laughton. Los paisajes, la naturaleza, los animales, son personajes casi con igual relevancia, que afirman esa idea de conjunto, a través de ese tono que fluctúa entre lo contemplativo, las rupturas de la narración como derivas que propician el distanciamiento que es reflexión, las transiciones de encadenados de situaciones o de apartes introspectivos y los capítulos que puntúan los encuentros de estos dos infantes errantes enfrentados a sus sombras mientras viven su particular película, ese mundo aparte que se han creado, y cuyo fin afrontan con esa desconcertante naturalidad.
Los niños de La noche del cazador huían de un monstruo que les perseguía, el predicador que encarna Robert Mitchum. Kit y Holly son perseguidos por la ley, y llevan adheridos en ellos al monstruo de su inconsciencia. Hay una magnífica secuencia que condensa esa mirada que habita una ficción, y el admirable arte de Malick: Kit intenta convencer al padre de que permita su relación, pero el padre se muestra remiso a que su hija se relacione con alguien que no tiene futuro, que trabaja de basurero o ayudando a marcar ganado. El diálogo tiene lugar en mitad de un desértico páramo en el que el padre pinta un cartel que representa la imagen de un hogar. Las malas tierras ya estaban anunciadas desde un principio, un mundo sin hogar con unos seres deshabitados (a no ser por sus inconscientes sueños).
No hay comentarios:
Publicar un comentario