domingo, 24 de junio de 2018

Hereditary

Las maquetas de la mente y otros desquiciamientos. En la secuencia inicial de Hereditary (2018), de Ari Aster, la cámara se desplaza por una habitación en la que destacan diversas maquetas de habitaciones, hasta encuadrar una de ellas, un dormitorio, con una figura en la cama. Sin que se remarque alteración de escenario o percepción, la maqueta se torna espacio real cuando entra en la habitación el padre, Steve (Gabriel Byrne), para despertar a su hijo adolescente, Peter (Alex Wolff). Esta no diferenciación, esa difuminación de la medida o percepción de lo real o imaginario, anticipa la movediza perspectiva, o el movedizo desplazamiento narrativo de la película, en correspondencia con la probabilidad de que Anne (Toni Collette), y sus dos hijos, Peter y Charlie (Milly Shapiro), de trece años, puedan heredar el desorden mental, los brotes de esquizofrenia, demencia y múltiple personalidad, de la abuela, con cuyo funeral se inicia la narración. El relato se inicia en y con la muerte, y la pérdida, que se manifestará en doble sentido, el pesar por la pérdida de un ser amado, y la pérdida de juicio o discernimiento. La expresión perder la cabeza encontrará una correspondencia literal en los diversos descabezamientos que puntúan la narración. La inestabilidad pronto se adueña de la relación, una atmósfera de extrañeza, propulsada por el diseño sonoro y el uso de la música, así como por detalles desconcertantes, que harán dudar de lo que percibimos, si son reflejo, manifestación, del trastorno de alguno de los personajes, sea la madre o alguno sus dos hijos. En suma, si son reales o imaginarios.
En No dormirás (2018), de Gustavo Hernandez, estrenada la semana pasada, también se exploraba los límites de lo real y lo imaginario, o de su percepción, vinculados al trastorno o desquiciamiento mental. En la obra del cineasta uruguayo se contrastaba la inseguridad y dudas de una actriz, Bianca (Eva de Dominici), que teme que pueda heredar el desorden mental ya acusado de su padre, con las indagaciones de los límites en la interpretación actoral (o fusión de intérprete y personaje) de la directora teatral Alma (Belén Rueda) que utiliza la privación de sueño del intérprete para cruzar umbrales que superen incluso la muerte o la otra dimensión, difuminando la separación en la vivencia o habitación de los tiempos (el presente es a la vez pasado: la intérprete vive lo que sintió en el pretérito aquella a la que interpreta). Su nueva exploración utiliza el escenario abandonado de un sanatorio psiquiátrico. En el proceso, Blanca no sabe en qué medida sus distorsiones o alucinaciones perceptivas proceden de la naturaleza del extremo experimento o de la influencia de un desorden mental heredado. Blanca se interroga sobre los límites, perspectiva vulnerada, y Alma fuerza los límites, con perspectiva manipuladora. Es un delicado funambulismo desenvolverse en la ambivalencia. Un desafío al que las dos películas se enfrentan con diferentes resultados. En el caso de la película de Hernández, el sugerente planteamiento se desenfoca o extravía en la superficie de su fascinante escenografía. El decorado cobra más presencia, o potencia expresiva, que el desarrollo del conflicto de la protagonista. No es una cuestión de concreción argumental sino atmósférica. Es el conflicto interno el que debería conducir la atmósfera de la narración, pero esta se tropieza con las piezas del puzzle, y queda a la deriva, con lo que adquieren primacía las secuencias impacto que la consecución o continuidad de los nexos emocionales, porque pierde de vista o no desarrolla del modo necesariamente matizado el conflicto de la protagonista.
En Hereditary sí se consigue esa armonía, al menos durante sus dos primeros tercios, como pasaba con Babadook (2014), de Jennifer Kent. Durante esos pasajes se delínea con precisión, e ingenio expresivo, una atmósfera de turbia extrañeza que está conjugada con la pesadumbre por la pérdida con la que lidian los personajes, en especial después de cierta secuencia en la que la tragedia vuelve a sacudir la vida de esta familia. Los pasajes posteriores a este accidente revelan, por un lado, los méritos más destacables de la narración, su dilatación temporal, el uso del fuera de campo, la elipsis, el uso del tamaño de plano (o de la distancia entre el que mira y lo que ve), así como son, por otro lado, un umbral nuclear en la evolución de la narración (y su percepción). Abundan los encuadres, en el hogar, que recrean la dimensión espacial de una maqueta, como si la misma realidad lo fuera, o se insinuara la percepción mediatizada, y por tanto distorsionada, a través de algún personaje. La realidad se abre en diversos ángulos, como si la abrieran en canal, mediante interrogantes que hacen dudar tanto de la percepción (de algunos de los personajes) pero también de la misma realidad (si hay otros ángulos que consideramos inconcebibles que revelan otra dimensión sea paralela o más allá de la muerte). Se desenvuelve con incisiva eficacia en esa ambivalencia, aunque en el último tercio parece que se perdiera la capacidad de desplazarse en la sutil ambivalencia y optara, como No dormirás, por las imágenes o escenas impactantes, por lo que la narración se desinfla en su atmósfera tenebrosa, pierde continuidad y centro, y adquiere una deriva más bien caprichosa, en la que el siguiente plano puede ser otra sorpresa diferente que salga de la chistera del mago, más allá de que quizá en el trayecto no hayamos salido de la maqueta de una mente trastornada.

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