domingo, 20 de mayo de 2018
El taller de escritura
El cuerpo de la realidad. Un guerrero, en un vídeo juego, se desplaza por una montaña y cuando llega a la cima, dispara unas flechas hacia el resplandeciente sol, hacia la distancia. Simplemente, dispara. Un cuerpo, humano, no virtual, flota en el mar, boca arriba. Encuadrado en un plano general, que evidencia distancia. Un rostro, el del chico que flotaba en el agua, Antoine (Matthieu Lucci), mira con inseguridad a su alrededor; parece una mirada que tantea, y que a su vez se siente expuesta. Es un primer plano, en el que se concentran las dos anteriores imágenes. Es un rostro que se tornará pantalla de las proyecciones e interrogantes de los otros. Se encuentra en el taller de literatura que ese día comienza a impartir Olivia (Marina Fois) a un pequeño grupo de jóvenes de alrededor de veinte años. En pocos planos ya se han condensado la circunstancia, y las ideas, o interrogantes, que vertebrarán la narración de El taller de escritura (L'atelier, 2017), de Laurent Cantet.
Antoine se singulariza. Por su propia voluntad, por la distancia que parece interponer. No parece sentirse parte del grupo, o cómodo con esa circunstancia. Cuando ese primer día salen del taller todos corren para coger el autobús, menos él, que en cambio ralentiza el paso. Y también desde la perspectiva de los otros. De modo negativo, para el resto de sus compañeros que, progresivamente, también establecerán su distancia, en cuanto rechazo, debido a los repetidos enfrentamientos durante la elaboración del argumento de la novela que urden entre todos, por comentarios suyos que consideran de índole racista con respecto a sus compañeros de ascendencia árabe. ¿O se deben a su torpeza como intenta matizar él? Para Olivia también se singulariza, pero mientras los compañeros rápidamente establecen una imagen definida de él, para ella se convierte en enigma, interrogante. Considera que efectúa propuestas interesantes con respecto al argumento que crean pero parece que no deja de buscar la provocación. Se encuentra bloqueada con su nueva novela, y se pregunta si indagar en cómo es ese chico, y por qué, puede ser la clave de acceso para encauzar su propia obra. Claro que su aproximación ¿se debe a un real deseo de conocer cómo es o está más bien motivada por interés, como el vampiro que succiona vida ajena meramente para su beneficio, en su caso su novela, como él la achaca?
En la dos primeras imágenes se condensa una escisión, entre lo virtual y lo real, entre la vida proyectada, la fantasías donde el tiempo se destierra y parece infinito, y la aridez de la vida cotidiana, en la que, en cambio, el paso de tiempo se arrastra como una cadena. Y se plantea en diferentes direcciones, en Antoine, con respecto a Antoine, pero también en todos ellos (lo que les une aunque a él le distingan como si no tuviera que ver con ellos). Ya en las primeras conversaciones entre los alumnos algunos de ellos resaltan la falta de acontecimiento, de aventura en sus vidas. No eres un guerrero, sino un cuerpo que flota a la deriva, como una suspensión permanente, en espera de un acontecimiento. El tercer plano de la película, el rostro de Antoine, se constituye en la interrogante nuclear. ¿Quién es Antoine? ¿Cómo siente, cómo mira? Para los otros, primero, y ya únicamente, se convierte en una imagen, un emblema. Es el representante de una mirada xenófoba. Antoine expresa, repetidamente, que a él no le interesa introducir elementos políticos en la trama que debaten, pero será ese aspecto el que, para los otros, lo defina, desde su enquistada percepción. Su alusión al atentado en el Bataclan es el disparadero de ese callejón sin salida en el que quedará atrapado en la consideración de los otros. Se queda atrapado en un nosotros, los xenófobos, del mismo modo que él ha aludido a su compañera de ascendencia árabe como un vosotros. Las representaciones les desenfocan y restringen. En cambio, en sus propuestas argumentales alude a una violencia que no parece tener contexto, como si evidenciara un simple malestar o rechazo, como ese guerrero virtual del plano inicial. Dispara al sol, como quien dispara a una vida insatisfactoria (como él lo hará a la luna con una pistola). Olivia se pregunta quién es ese chico que parece buscar la soledad, que se rodea, por las imágenes que ve en las redes sociales, de amigos que juegan con armas mientras se entintan los rostros con pinturas de camuflaje, y que cuelgan vídeos de políticos de extrema derecha. ¿Es lo que parece, por tanto, un emblema, alguien que se mueve ante todo por esas ideas?
En la narración de El taller de escritura se alternan las secuencias que atienden al progreso de la elaboración del argumento de la novela en las sesiones del taller, por tanto, las perspectivas de los otros, los alumnos y la profesora, los que proyectan o se interrogan sobre Antoine, con pasajes de la vida de Antoine. Es decir, conjuga en la estructura la acción, un personaje definiéndose por sus acciones, y el contrapunto de los que establecen su relato, urden e interpretan, lo convierten en personaje, sea con prontas respuestas (la imagen que ya lo define y cosifica), o con interrogantes (que pueden contener intereses subjetivos más que deseo de discernir). En las secuencias relativas a Antoine, Cantet muestra, y así define a través de unas imágenes a un personaje, más allá de las ideas o las proyecciones o interrogantes con la que se esfuerzan en enfocarle otros. En estas secuencias Cantet recupera la inspiración de su magistral El empleo del tiempo (2001), inspiración que pareció menguar en las irregulares Hacia el sur (2005) o La clase (2008), o en las discretas Foxfire (2012) y Regreso a Ithaca (2014). En El empleo del tiempo Vincent era despedido de su trabajo, pero era incapaz de reconocerlo a sus allegados, por lo que se inventaba un falso empleo mientras se desplazaba en el vacío. Convertía su vida en una sucesión de mentiras, de desplazamientos que hacía supuestamente, cara a los demás, en función de un nuevo trabajo que no tenía, o de trapicheos con los que buscaba engañar a conocidos para financiarse su falta de empleo. El valor de la obra residía en su trabajo del tiempo, ese desplazamiento sin dirección (como un actor en pausa tras las bambalinas a la espera de que vuelva a entrar en el escenario, que es en lo que se había convertido la relación con sus allegados, un teatro de invenciones), en que se hacía manifiesto cómo esta sociedad se sustenta sobre un tiempo programado. Y en la significación expresiva de los espacios, del color, de las materias que ahondan en reflejar un mundo deshabitado, gélido y nublado, un mundo de cristal donde la emoción se ahoga.
En El taller de escritura, Antoine se siente despedido de la vida, o más bien no logra conectar con ella, es un cuerpo entremedias que flota pero no es, que se impregna de su alrededor, aunque no se sienta del todo vinculado, como quien reproduce un repertorio pese a que no esté del todo convencido del mismo. Al fin y al cabo, tantea, tartamudea en su relación con la realidad, tropieza con ella y consigo mismo mientras intenta perfilar esa relación. Por eso tiende a la soledad, a los baños en lugares aislados, en un paisaje rocoso, como así parece para él a la vida, una escurridiza distancia a la que dispara porque siente que se encuentra lejos de cualquier centro. Quizás mucha violencia, como Antoine intenta reflejar en sus sugerencias argumentales, broten del mero aburrimiento, del sentir que no pasa nada en la vida, de sentirse distancia, ausencia, virtualidad por mucho que se ejerciten los abdominales para recordarse que es cuerpo. Antoine es como un actor en pausa en un espacio luminoso que quema y difumina los contornos. Un actor que busca su voz mientras forcejea con sus contradicciones y desconcierto. En las secuencias finales, Antoine concreta cómo se siente en el texto que expone a sus compañeros, y profesora. La respuesta es la mirada que se encoge porque ha sido incapaz de realmente discernir al otro, emborronados por las proyecciones de esquemáticas representaciones o por la mera absorción interesada de quien se nutre de los otros como si fueran funciones. En suma, el otro antes imagen que cuerpo, ficción que singularidad. Somos los relatos que nos hacemos de la realidad y de los otros. Y esa puede ser nuestra condena. La condena de los límites y filtros que interponemos en nuestra relación con la realidad.
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