sábado, 14 de abril de 2018
Sangre en las manos
Sangre en las manos (Kiss the blood off my hands, 1948), de Norman Foster, es una obra que exuda una febril desesperación, como quien, exhausto, se siente enjaulado en la vida, prisionero de su noche (sin poder ver la luz del día, de la ilusión), sin poder desprenderse de las sombras que le atenazan, y tensan cada vez más, y casi se se podría decir que demanda que le arranquen a besos la sangre de las manos. Así se siente Bill (Burt Lancaster), un personaje que navega en las tortuosas corrientes emocionales del boxeador que encarnó en Forajidos (The killers, 1946), de Robert Siodmak, aunque más bien parece un antecedente de esos torturados personajes de Nicholas Ray, que se sienten en permanente colisión con el mundo, al límite de su resistencia, tras sentirse toda su vida zarandeado y golpeado (su última penalidad, dos años en un campo de prisioneros alemán). Tan a flor de piel en su desesperación que responde a las primeras de cambio con la intemperancia, con la violencia, mezclando la sangre de las heridas que ha recibido en la vida con las que él inflige. De hecho, esta primera producción de la compañía que había fundado Burt Lancaster con Harold Hecht, Norma productions, adapta una novela del escritor británico Gerald Butler, cuya posterior obra Mad with much heart, servirá de base para una de las obras maestras de Nicholas Ray La casa en la sombra (1951).
El prodigioso inicio, la persecución por las calles, edificios y solares, de Londres, ya nos ubica, o apuntala, en esa atmósfera febril, nocturna, neblinosa (admirable labor fotográfica de Russell Metty), salvo contados instantes, que se sienten como intensas bocanadas de aire, de luz, que da quien sale a la superficie tras largo tiempo conteniendo la respiración bajo el agua (una de las cualidades del electrificado y electrificante mejor cine de Ray; y no es casual que en una secuencia, precisamente en la que tiene lugar una muerte, unos peces boqueen cuando caen de la pecera que les contenía). Un atmósfera que se mantendrá en permanente crispada tensión durante todo el relato (casi un descarnado vía crucis: hasta es azotado antes de cumplir una condena de seis meses)
Tras unas frases introductorias que señalan que tras la guerra más difícil y esforzado que reconstruir los edificios fue el reconstruir las emociones y los cuerpos de muchos hombres, nos presenta a uno de ellos, Bill, quien al ser requerido para abandonar el bar por el dueño, ya que están cerrando, responde dándole un puñetazo en cuanto pretende sacarle a la fuerza, con tal mala suerte que el dueño se golpea contra un mueble y muere. A continuación tiene lugar una admirable y percutante persecución en la noche neblinosa entre callejones y edificios, que finaliza en la habitación de una chica, Jane (Joan Fontaine). Ella será la oportunidad de por fin arrancar a besos esa sangre de su mano, de dejar de perseguirse a sí mismo, magníficamente reflejado en ese impetuoso travelling hacia su rostro (desde la perspectiva de Bill), y en la posterior expresión de él, al día siguiente, en primerisimo primer plano, cuando la observa, en la noche, a través de la ventana con expresión reverencial. Hasta su forma de cogerla cuando intenta conversar con ella, y que se detenga, tiene algo de desesperado gesto de agarrarse a una boya, de no desprenderse de lo que puede evitar que se ahogue. Esa crispación, esa opresión interior, quedará bien manifiesta cuando sufra un ataque de ansiedad en el zoo, porque no soporta los crecientes rugidos o chillidos de los animales en sus jaulas. Sabe cuál es su modo de lograr liberarse de su 'condena', y sabe que ella es el acceso de luz a través del que se libere de su jaula interior. Su voluntad, determinada, lo sabe, y se esfuerza y lucha por ello, como sabe que tiene que enfrentarse a su propia intemperancia, contenerse, aunque depende de los 'otros' y del azar.
En cuanto a los 'otros', es en concreto un testigo de la muerte accidental en el bar, Harry (Robert Newton), quien se cernirá sobre él como una sombra de congelada sonrisa hasta que le pida un favor a cambio de no denunciarle a la policía. El azar, manifiesto en detalles como las apuestas a los caballos (su vertiente positiva, ya que Jane acierta varios ganadores) o los trucos de cartas (su vertiente negativa: Bill acaba dejándose llevar por la intemperancia y golpea al hombre que no quiere apostar y que había mirado con expresión lúbrica a Jane), sobrevolará sobre Bill, como una incertidumbre que no se desvanecerá ni siquiera cuando concluya la obra, que no es propiamente un desenlace, ambos unidos pero inmersos aún en esa noche que es la imprevisible vida, que no se sabe que les deparará mañana, aunque al menos, por ahora, frente a esa provisionalidad, están juntos, arrancándose a besos mutuamente la sangre de la manos
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