lunes, 2 de abril de 2018
El puente de Remagen
Richard Yates, el autor de la extraordinaria novela adaptada en la magnífica 'Revolutionary road' (2008), de Sam Mendes, es coguionista, junto a William Roberts, de la excelente 'El puente de Remagen' (The bridge of Remagen, 1969), de John Guillermin, la única ocasión en que colaboró en un guión (si no contamos otra que no se produjo). Se pueden rastrear entre ambas obras ciertas concomitancias: una atmósfera de malestar que se va sedimentando en la narración, el desgaste y cansancio de unos personajes insatisfechos con su circunstancias, ya al límite de su resistencia, el rechazo a unos modelos (de vida y actitud), en este caso los absurdos del estamento militar, de sus decisiones, y de la guerra en sí, que determinarán, por activa o pasiva, sus gestos de disconformidad o rebeldía. Aspectos que impecablemente expresa (sin recargar tintas, con preciso y desazonador laconismo) John Guillermin, quien tres años antes había realizado otra demoledora obra sobre los desatinos, así como componendas y arribismos, del estamento militar, en la espléndida 'Las águilas azules' (The Blue Max, 1966). Si en esta se centraba en el bando del ejercito alemán, en 'El puente de Remagen' combina las perspectivas de ambos bandos, en lucha por una posición estratégica en los estertores de la segunda guerra mundial, en Marzo de 1945: el puente de Remagen, sobre el Rhin, la vía de acceso del ejercito estadounidense al interior de Alemania.
En el bando alemán, la orden es destruirlo, para evitar que el enemigo irrumpa en el propio territorio, lo que suscita la perplejidad del general Von Brock (Peter Van Eyck), porque implicaría que 75000 soldados alemanes quedarían 'aislados' (abandonados a su suerte) al otro lado. La misión se la encomienda al Mayor Krueger (Robert Vaughn), recién salido del hospital, en quien se aprecia el cansancio acumulado, y que subordina el volver a ver a su familia por seguir en combate. Pero pese su condición de asumido esbirro del sistema ( como dice: “¿acaso el ejercito no apoyó a Hitler en su toma de poder?”), concuerda con el general en el desafuero de 'despreocuparse' de la vida de los citados soldados, y en la necesidad de dilatar lo más que se pueda el momento de explosionar el puente para posibilitar que crucen el puente el mayor número posible de soldados o civiles.
En el otro bando, las dinámicas no difieren mucho. Y se definen con precisión en las primeras secuencias: El general Skinner (EG Marshall) ordena que se controle el puente antes de que lo destruyan ( para él, también, como se verá más adelante, los hombres pueden ser prescindibles subordinados a las abstracciones estratégicas: no importa perder cien hombres en el combate del puente, si eso consigue salvar 10.000 vidas). El mayor Barnes (Bradford Dillman), prototipo de mando medio con ínfulas arribistas, se ofrece para realizar el asalto de vanguardia. Se lo ordena al capitán Colt, que se encuentra ya al límite, pero este, también, subordina el cansancio por verse constantemente a cargo de misiones de vanguardia a su disciplinada asunción de la reglas. Aunque lo primero determinará que pierda la vida cuando recrimine al teniente Hartman (George Segal) que se haya detenido, por lo que él considera exceso de cautela, ante un recodo de la carretera: Vemos en plano general cómo su jeep avanza por la carretera hasta que explosiona por una bomba; Guillermin corta a un primer plano de Hartman, a su expresión desolada.
Precisamente, Hartman será quien tome el mando del asalto del puente, así como el núcleo emocional de ese progresivo desgaste y hartazgo. Su presentación le ha definido, entre cadáveres y restos desvencijados (tras un combate) y cuestionando al sargento Angelo (Ben Gazzara) la rapiña que realiza con cualquier cadáver, quedándose con cualquier objeto que luego intenta vender a otros soldados. Si en 'Revolutionary road' se narra el proceso de la detonación de una insatisfacción larvada en Iris, en 'El puente de Remagen' es el de Hartman. En un caso, concluye en una implosión, por impotencia y desesperación, en otro se conjugan explosión e implosión, con una conclusión, a diferencia del terminal lirismo de 'Revolutionary road', que conjuga catarsis y causticidad.
La sordidez, la desolación y el agotamiento (no sólo físico) se irán conjugando, en progresión, a través de una serie de excelentes secuencias (en las que destacan las afinadas composiciones que parecen conjugar agitación externa y emocional: excelente dirección de fotografía de Stanley Cortez): La estancia del destacamento en la prisión del pueblo; Angelo nota un extraño silencio; se acerca a sus hombres que observan en una celda, como algo inusitado, conteniendo sus anhelos de asaltarla, a una mujer arrinconada; una mujer francesa que se ofrece a Hartman, como lo hizo anteriormente con un oficial alemán, del que fue amante, porque para ella es su recurso de supervivencia; admirable la expresión cansada de Segal en esta secuencia. La lograda tensión, enfebrecida, en la que se palpa que cualquier instante puede ser el último, de los combates en el puente. La explosión del puente, que parece que ha acabado con la vida de Hartman y sus hombres, pero al despejarse el humo se advierte que los explosivos no poseían la suficiente fuerza, al estar en mal estado, por lo que siguen vivos. Destaca también el uso de detalles, de objetos, como un hilo que uniera personajes: la pitillera dorada de Krueger, que pierde cuando es herido en el puente, que provoca que otro soldado, norteamericano, al intentar cogerla, muera abatido, y que, tras finalizar la batalla, encuentra Hartman, y que, en su mano, será reconocida el capitán Schmidt (Hans Christian Blech), quien pregunta cómo la ha conseguido, porque no sabe que Krueger, que marchó para buscar apoyo del ejercito, ha sido, en cambio, fusilado.
El contraste de gestos: El momento en que descubre Angelo, desolado, que quien les ha tiroteado desde una casa es un niño, y su expresión, de furia, cuando se vuelve a Hartman apuntándole con su arma, porque éste, sin ver el cadáver, cree que Angelo está arrodillado junto a él para robar sus pertenencias. La reticencia de Hartman a aceptar una orden de Barnes que considera absurda, cargar en el puente, cuando sabe que es casi suicida esa misión, y rematada por Angelo cuando golpea a Barnes porque este, instándole a que acate sus órdenes, está apuntando con su arma a Hartman (no deja de estar, por otro lado, teñido el gesto de Angelo de remordimiento por haberle apuntado antes a Hartman). O la expresión desolada, rota, de Krueger, cuando dispara contra dos soldados que quieren huir, cuando él había presenciado al principio, con horror, cómo ejecutaban a unos oficiales considerados 'derrotistas'. Por eso, sus últimas palabras antes de ser fusilado, al observar a unos aviones norteamericanos, serán: “Pero ¿quién es el enemigo?”.
Algo que también ha quedado manifiesto en las reacciones de Hartman con respecto a sus superiores, cuyo culmen de hastío y cansancio (de implosión emocional) será caminar hacia el enemigo en el tiroteo final, despreocupado de cubrirse, como si ya nada importara, porque, durante las últimas horas, ha sido testigo de cómo casi todos sus hombres habían sido abatidos, uno tras otro, por el absurdo de las ordenes, el real y más peligroso enemigo, el horror de un rígido modelo institucional que considera a los subordinados meros peones prescindibles y sacrificables, y que no acepta las disidencias o cuestionamientos, a no ser que se realice alguna eficiente acción 'heróica', como expresa al final Barnes a Hartman, quien no se digna a contestarle sino que optará por mirarle con el oportuno desprecio, antes de reunirse con lo único que realmente anima a proseguir en esa sucesión de desatinos y horrores, el compañero y amigo que creía muerto.
Elmer Benrstein compuso una gran banda sonora, de la que es muestra su excelente tema principal
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