domingo, 8 de abril de 2018
Duelo en la alta sierra
Cómo puede expresar, transpirar, una obra, como 'Duelo en la alta sierra' (Ride the high country, 1962), de Sam Peckinpah, tal sensación de plenitud y armonía cuando está tramada sobre la despedida, sobre la consciencia de que los tiempos presentes ya no son los propios. Esta bella elegía, además, parecía que miraba el género, sus paisajes, como si fuera la primera vez. Palpita una singular paradoja, la del extrañamiento conjugada con la del descubrimiento. Ese extrañamiento que se sedimenta, que pone la mirada en guardia, o la despeja, desde esa primera secuencia en que Judd (Joel McCrea) entra en el pueblo, y saluda, sorprendido, la multitud congregada a ambos lados de la calle, pensando que le reciben, hasta que un policía, cuyo uniforme nos hace tomar constancia de que ya estamos en los inicios del siglo XX, le conmina a que se aparte (además, remarcando la palabra 'Viejo'; old timer), ya que entorpece una carrera, en la que uno de los contendientes monta un camello (un reflejo distorsionado de su condición ya anómala). Ya queda bien claro que Judd es un personaje desubicado, o más bien de otro tiempo: su tiempo ya no es: El banquero que le ha contratado para recoger el dinero de una mina de oro se sorprende de que no sea joven; por eso, Judd pide mirar el contrato en privado, aunque más bien la razón es que no quiere que vean que necesita gafas para leerlo. O pertenece al tiempo de las atracciones de feria, como su viejo amigo Westrum (Randolph Scott) sobrevive mediante la impostura y el engaño: caracterizado con un atuendo y una barba falsa que evoca a Buffalo Bill vive de un negocio de tiro al blanco, que además ha trucado para que siempre gane. O engañas o entorpeces. Ironía amarga amplificada por otro engaño: el socio de Westrum, el joven Heck (Ron Starr) compite con su camello en una carrera contra caballos (cuando en tales condiciones ambientales es inevitable que el camello venza).
'Duelo en la alta sierra' fue uno de los westerns que determinó la etiqueta de 'crepuscular'. Aunque pocos crepúsculos tan radiantes. En pocas ocasiones se ha transmitido esa sensación de armonía, de integración con un paisaje, ya sea contemplando unos jinetes recorriendo unos bosques o ascendiendo una ladera, o sentados ante un río. En el cine de Peckinpah se aprecian los ecos de los westerns itinerantes de Budd Boetticher o de las películas que John Ford rodó en aquellos mismos años. En esta misma elegía o ceremonia de sentida despedida también hay que considerar que tanto McCrea como Randolph Scott, protagonista de esos westerns citados de Boetticher, habían sido figuras señeras de este género, en el que habían centrado buena parte de su filmografía (de hecho, Scott decidió su retirada tras ver la película, porque consideraba que no podría realizar una interpretación mejor: era la mejor despedida imaginable). También es interesante ver este western desde la perspectiva de cómo evolucionó el cine del gran Peckinpah, cargándose cada vez más de sombras, furia y crispación, hasta el fantasmagórico 'Pat Garret y Billy el niño' (1973), y la nihilista y desgarrada a tumba abierta 'Quiero la cabeza de Alfredo Garcia' (1975), dos obras maestras que tendrían su traslación al espacio bélico de la segunda guerra mundial en 'La cruz de hierro' (1976), su última gran obra, en la que sus vísceras parecieron desangrarse definitivamente. Por eso, su despedida del cine, 'Clave Omega' (1983), fue un corrosivo corte de mangas a una sociedad, definida por la impostura, la manipulación y la corrupción, en la que no se sentía nada 'presente':el último plano es el de una silla en un estudio de televisión, que se constituye en emblema del vacío tras la manipulación de las apariencias.
En esa constante de tensión o escisión entre integridad y corrupción, de compromiso ético y barbarie o cinismo pragmático, ya 'Duelo en la la alta sierra' establece las simientes de modo proverbial en la hermosa relación entre dos viejos amigos, Judd y Westrum (Scott). Mientras el primero permanece firme en mantenerse fiel a su ética integra, aunque viva en la precariedad (los hilos deshilachados de su camisa, las botas con agujeros en la suela, que él justifica que es para ventilación), Westrum es aquel que ha sobrevivido integrado en la trama o dinámica del engaño y las falsas apariencias sobre la que se sostiene la llamada civilización: de hecho, pensando que Judd va a transportar una elevada cantidad de dinero, se ofrecerá como acompañante, junto a su joven socio, esperando, durante el trayecto convencer a Judd de que la más lúcida y consecuente actitud es quedarse con el dinero, tan complicado resulta disponer de un trozo del cielo. Durante el viaje se combinarán esos esfuerzos persuasivos de Westrum, a través de indirectas, con las evocaciones de tiempos pretéritos compartidos, un pasado que se palpa en la relación entre ambos. Por tanto, un intento de redireccionar un futuro que poco tiene que ver con el pretérito.
En una obra tan plena de detalles y sugerencias, hay que reseñar los elaborados logros de puesta en escena, por ejemplo, en el empleo de movimientos de cámara: aquella secuencia en que parten de la granja de Knudsen (RG Armstrong), el rígido puritano religioso, encuadrados al fondo del plano; la cámara se desplaza hacia la derecha, encuadrando al mismo tiempo a Knudsen ante la tumba de su esposa. O aquel travelling a ras de suelo que sigue los pies de Westrum cuando decide irse en la noche con el dinero de la mina, y la cámara encuadra los pies de Judd que irrumpe en el encuadre. Al respecto, una variante previa, relacionada con una disputa paralela a la de los amigos: un parecido movimiento de cámara sigue los pies de Elsa Knudsen (Mariette Hartley), hasta que se acerca a Heck, para intentar una reconciliación después de haber rechazado su impetuosa aproximación: Esa tensión, reflejo distorsionado de la que mantienen larvada Judd y Westrum, será la que desencadene la violencia, ya que ambos se sienten mutuamente atraídos, pero, por impericia emocional, subordinarán sus sentimientos a sus respectivos orgullos. Heck se mostrará elusivo, y rechazará su intento de reconciliación, y ella por despecho proseguirá con su determinación de casarse con su prometido, Billy Hammond (James Drury).
Una instrumentalización, por no ser íntegros con respecto a los sentimientos, una inconsecuencia, por tanto, que generará y determinará la violencia desatada de los hermanos Hammond, a su vez despechados, porque Elsa, tras la boda, decide huir con Heck, con quien ya se ha reconciliado: un despecho genera la violencia de otro despecho, como si les persiguiera la sombra siniestra de su inconsecuencia sentimental. La persecución de los cinco hermanos, tras un primer enfrentamiento en el que mueren dos de ellos, concluirá en el duelo final, precisamente, de modo significativo, en la casa de Elsa. Si este hogar se veía definido por la violencia anatemizadora del puritanismo del padre de Elsa, el desarrollo del relato suma la violencia de los inconsistentes orgullos, entre Elsa y Heck, así como la de otra falta de integridad, la traición de una amistad por el pragmatismo de la supervivencia, de Westrum a Judd (que se 'manifiesta' durante la persecución: la codicia en detrimento de la nobleza), y concluirá con la irrupción de esa violencia opuesta a la que representaba el padre, la generada por las turbulencias del deseo y el sentimiento (como si los hermanos representaran los 'monstruos' o la manifestación siniestra de la represión y el vano orgullo). Una suma de infecciones emocionales que finalizará con una conclusión trágica, la muerte del hombre íntegro (final que Peckinpah modificó porque en el guión inicial quien moría era Westrum). Peckinpah orquesta el que probablemente sea el mejor duelo montado del género, cortante y sobrio, con escuetos planos (tenía ya montada en su cabeza las secuencias así que no rodaba planos de más para cubrirse: los ejecutivos de la MGM le enviaron una nota preguntándole: “¿Quién te crees que eres, John Ford?”). El último plano de Judd es probablemente uno de los planos más bellos que ha dado el cine. Su conmovedor lirismo es, además, la prueba de que pocos cineastas han alcanzado semejantes cotas de (noble) emoción, aunque, con cada nueva obra, fuera cada vez más intensamente desgarrado, fúnebre y desesperado.
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