sábado, 31 de marzo de 2018
Un amor inmortal
Puede causar extrañeza el uso del flamenco como banda sonora en una película japonesa, como es el caso de la hermosa 'Un amor inmortal' (eien no hito, 1961), de Keisuke Kinoshita, en la que, además, los pasajes cantados (en japonés) adquieren la función de coro que comenta la acción, a modo de leyenda, como eran utilizados por ejemplo en 'Encubridora' (1951), de Fritz Lang. Se puede entender la asociación ya que la acción tiene lugar en un ambiente rural, en una aldea de Kyushu, que pudiera ser el de los cortijos andaluces, ambos dominados por terratenientes o caciques, y el relato está sacudido por las pasiones más extremas y violentas, por odios que se cultivan y mantienen durante décadas, como un volcán que se mantiene en letargo, aunque la lava arrasa el interior de los que han convertido su convivencia en una permanente lid. Un volcán, precisamente, corona el paisaje en el que transcurre durante tres décadas, desde 1932 a 1961, este drama de enquistadas emociones, surcado por violaciones, suicidios, amores frustrados, rivalidades que son reflejos de envidias y falta de autoestima, parejas que huyen porque pertenecen a familias enfrentadas o tullidos físicos, por la guerra, que convierten esa adversidad en amargura, en quemadura con la que abrasan a otros.
Pero Kinoshita no opta por por la erupción expresiva, por el desafuero ni el histrionismo, ni en la interpretación de sus actores ni en su contenido y refinado estilo, caracterizado por unas exquisitas composiciones en formato panorámico y un admirable sentido sintético: nunca exaspera las situaciones, modula las secuencias, a veces, con la dilatación planos fijos, en otras con movimientos de cámara, como acordes de una lava subterránea). La música, además, ejerce de singular distanciamiento, ya que incide en esa cautiva emoción (como si hubiera sido confinada en unas distantes profundidades) que parece brotar de las sombras de unas vidas desperdiciadas. Significativamente los planos iniciales reflejan la consecución de una rectificación por delegación. Una pareja joven marcha en un tren, en unas imágenes rodeadas de una luz crepuscular. Su contraplano, en otro espacio geográfico, es el de mirada que proyecta en ellos la realización de un anhelo para ella truncado: La cámara realiza un travelling sobre Sadako (Hideko Takamine) 'encuadrada' en un paisaje brumoso, un tipo de encuadre que se repetirá en diversas situaciones, unos encuadres, o confinamientos, en los que Sadako pareciera suspendida, como así discurre su vida, suspendida, entre la frustración, el odio y un amor que nunca perece aunque no se logre realizar. Durante el desarrollo del relato comprenderemos por qué los jóvenes son pantalla en la que Sadako transfiere un deseo larvado: ella es su hija, él el hijo del hombre que no pudo amar.
La narración se divide en cinco capítulos (1932, 1944, 1949, 1960, 1961). El trayecto es el de la infamia al perdón. La amargura de Hiebei (Tatsuya Nakadai) que vuelve cojo de la guerra (de Manchuria), acrecentada por la envidia que siempre ha sentido por Takashi (Keiji Sada), y apoyado en su posición de poder (es hijo del terrateniente) en la zona, le lleva a violar a quien sabe que le ama, Sadako. Es un acto que transciende lo individual, y que refleja una opresión reproducida durante siglos (como esas sombras que dominan el encuadre cuando un vecino revela a Takeshi que la razón de que Sadako se case con Hiebei es porque fue violada por él). De hecho, años después se producirá la reforma laboral que favorece al campesinado, para satisfacción de Sadako, que no ha dejado de hervir de resentimiento durante décadas por el daño que infligió a su vida Heibei. No sólo por la violación en sí sino por representar los privilegios de un poder que puede quedar impune de sus desmanes, como amenazar por la sustracción de las tierras de los campesinos (cuando no apropiarse de parte de ellas sin escrúpulo alguno), así como por marcar su vida, por frustrar lo que pudiera haber sido, una vida posible que no deja de tener, como recordatorio de lo que no fue, en el horizonte, pues Takashi es vecino.
El resentimiento la alimenta, determinándola incluso a decir a su hijo mayor que es fruto de una violación. Si su amor se frustró por la violación que la dejó embarazada, Takeshi y Sadako se reeencuentran cuando buscan denodadamente a quien fue fruto de ese ultraje, que ha huido al revelarse que su sangre es lava de humillación y opresión. Discurrirán los años, pero sus vidas permanecen inmóviles, sólo sacudidas por las tragedias fruto de sus inconsecuencias. Quizá, como suele pasar tantas veces, tarde se intenta rectificar. En 'Una historia verdadera' (1999), de David Lynch, el protagonista conducía un tractor para recorrer cientos de kilómetros, surcar un firmamento, desde el ciego orgullo al perdón y la empatía. Shiebei reconoce su cojera emocional, cuánto había querido durante décadas que Sadako la amara, y con sus muletas se encamina para pedir el perdón del hombre que envidió y al que sustrajo y corrompió lo que más amaba.
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