viernes, 30 de marzo de 2018
Ready player one
Instrucciones para saber dar el salto a la realidad. Cuántas veces no te atreves a dar el salto de la fantasía a la realidad. No te atreves a dar ese beso, a exponer lo que sientes a quien te atrae, sino que te repliegas en tu cápsula de jugador solitario con tus sueños y fantasías. En las fantasías puedes soñar que ganas, que consigues lo que ansias, aunque no te des cuenta de que lo importante es encontrar en ti ese espacio invisible que, paradoja, te revele, para afrontar tu falta, el fantasma de tu carencia, al que logres superar para así conseguir dar ese salto a lo real. Preparado el jugador uno es como se puede traducir Ready player one (2018), de Steven Spielberg, adaptación de la novela de Ernest Cline, que escribió una primera versión del guión, que afinó Zak Penn. Jugador uno, o jugador único, por solitario, aquel que se encapsula en su particular pantalla, aquel que se conecta a una pantalla pero no logra conectar en la realidad.
Ready player one enfoca hacia nuestro aislamiento y ensimismamiento en esas cápsulas virtuales que subordinan la relación con lo real, con los otros, y se sirve tanto de la narrativa de las pantallas de los video juegos como del imaginario cinematográfico, en particular el generado desde hace cuatro décadas (aunque Spielberg se negara a utilizar sus propias películas, por si le acusaran de endiosamiento, aunque pese a quien pese muchas de sus obras son parte capital de nuestro imaginario colectivo). Entre las figuras o películas icónicas destaca el uso de 'El resplandor' (1980), de Stanley Kubrick, por su relevancia en cierto pasaje de la película, que a su vez, de modo sugerente, se conecta con el cine de zombies. Habrá quien se centre en ese festín de referencias con las que la película juega, pero me resulta más sugerente centrarme en el trayecto simbólico del proceso de aprendizaje en la confrontación con los reflejos, interrelacionado con obras precedentes suyas.
En particular con la también excelente 'Mi amigo el gigante' (2016), en la que la niña protagonista, Sophie (Ruby Barnhill), es una huérfana que transita como un fantasma por la noche en el orfanato en el que reside. Se siente invisible, ignorada bajo las alfombras de la realidad como un bulto que se confunde con el entorno (como bajo una alfombra literalmente se esconde). Anhela cazar los sueños para sentirse un gigante, y en uno precisamente encuentra su reflejo, porque BFG también se siente una figura desajustada de su entorno, con respecto a los otros gigantes, brutos que duermen bajo el manto de la hierba, no imaginativos como él, inventor de artilugios que caza sueños bajo el agua que luego soplará, transmitirá, en las mentes de los humanos que duermen. Mantos, cápsulas, embrutecimiento y aislamiento, imaginación y conexión. El gigante estaba encarnado por Mark Rylance, que aquí personifica, en la figura de James Halliday, creador de la realidad virtual OASIS, o Simulación inmersiva sensorial ontologicamente antropocéntrica, el reflejo del jugador protagonista, el adolescente Wade (Tye Sheridan), quien perdió también a sus padres, y vive con su tía, y el bruto tío de esta. También el personaje de Rylance ejercía esa condición de reflejo, con otros matices, con respecto al personaje de Tom Hanks en 'El puente de los espías' (2013).
Halliday era un hombre apocado que sentía dificultades para conectar con los demás, para dar el salto a la realidad. Para Halliday pensar en dar un beso a la mujer que le atraía más bien se convertía en un equivalente a la película de terror que más le hubiera paralizado, sobrecogido, por el miedo (para él, en concreto, 'El resplandor'). Parálisis que le convertía, por tanto, en un inexpresivo zombie (de ahí la asociación con los zombies, en un pista de baile flotante: el movimiento o impulso anhelado en contraste con la parálisis emocional). Wade, por su parte, es uno de los miles de jugadores que se evaden también de su mísera, frustrada o insuficiente realidad mediante ese juego virtual. Su escenario real, dentro de treinta años, es Columbus, en Ohio, un espacio hacinado de casas, denominadas torres, que asemejan al espacio de las favelas. Un escenario de precariedad que refleja, como señala la voz en off de Wade en las esplendidas secuencias iniciales, un modelo de síntesis, la realidad resultante cuando la gente se dedica más bien a sobrellevar su vida que a querer transformarla, es decir mejorarla. El juego cumple, y amplifica, la función de la droga en los suburbios de las urbes, como por ejemplo reflejaba la serie 'The wire'. La droga sirve para entumecer, no para modificar la percepción de la realidad, y esa misma función contenedora, enajenadora, para generar ciudadanos dóciles, cumple este juego virtual, ese espejismo aturdidor (reflejo de ese ensimismamiento y ombliguismo preponderante en nuestras redes sociales). Para modificar, de modo radical, ese propósito Halliday, antes de morir, planificó como objetivo una búsqueda que implicaba superar una serie de pruebas, en tres fases, para conseguir tres llaves que posibilitaran la consecución del Huevo de pascua. Aún más, su intención es que ese logro tuviera consecuencias o influencia en el escenario de la realidad: quien lo consiguiera se haría propietario del juego, y por lo tanto, dispondría de la fortuna material que puede dominar y modificar el escenario de lo real según su voluntad. Por eso, la corporación Online industries (reflejo de la dictadura corporativa que nos domina desde hace décadas, como bien ya se exponía en 1976, en 'Network', de Sidney Lumet), regida por Nolan Sorrento (Ben Mendelhson), carecerá de escrúpulo alguno en los medios para conseguir ese objetivo.
En el universo de OASIS, Parsifal es el avatar de Wade, quien siempre remarca que no pertenece a ningún clan, aunque disponga en el juego de amigos y aliados. Pero en el trayecto de conocimiento que supondrá la superación de las diferentes pruebas, asumirá que no por desmarcarse del resto, o remarcar su individualidad, es más singular que el resto, ya que simplemente se diferencia del resto por el avatar elegido, ni que sentirse parte de un grupo implica abonarse a la impersonalidad intercambiable (cuando su fuga de la realidad ya constituye enajenación inherente), sino tomar consciencia de que el juego no es, no debe ser, solitario (por lo tanto, los demás en función de uno) sino la materialización de una conexión con otros. La realidad, la conjugación y habitación de lo real, se define por lo que compartes. Ese es su tejido, que está hecho de manchas, que muchas veces se intentan ocultar, disimular, porque preferimos priorizar la mejor imagen de nosotros mismos, y de ese modo quedamos capturados por la imagen que queremos proyectar, incluso en el escenario de la realidad, por la máscara que interponemos de nuestro avatar o simulación conveniente.
Para superar esa trampa de relación virtual con la realidad y los otros, primero hay que desentrañar su propia constitución de ficción, esa condición escénica con la que la hemos configurado, y en la que somos una máscara o avatar (se hace necesario volverla del revés, como así hace en la primera prueba, desplazándose no en la superficie o códigos convencionales de una competición o realidad escénica, sino entre los engranajes). En segundo lugar, hay que ser conscientes de lo que nos impide, por miedo e inseguridad, dar ese salto que logre convertir el anhelo en realidad (no paralizarse por el miedo, no convertirse en un zombie, aprender a bailar, expresar lo que sientes). Y por último no habitar la realidad como una competición que ganar porque la convierte en un escenario en el que los otros son cosas, objetos, funciones, representaciones, rivales, recompensas. En los espacios entre líneas es donde lo real nos sorprende y donde se realizan las conexiones con los otros. Ese espacio de la lentitud, como discierne Wade cuando por fin tiene cara a cara a la mujer que le atrae (con una mancha de nacimiento en su rostro), lejos de la precipitación del tiempo atropellado que sustrae de la percepción atenta en la dinámica febril de los juegos virtuales, tiempo que se desvanece, por atrofia, y en el que así desaparece tu consciencia de habitar en el tiempo. Estás conectado como un dispositivo, pero no conectas con lo real.
La narración se despliega con una admirable fluidez, y equilibrio, entre la arrolladora realidad virtual, en la que la velocidad convierte la vivencia en un proyectil, y el espacio de lo real. Entre el avatar y el cuerpo que logra conectar por fin con lo real a través del discernimiento de la propia ficción no como pantalla en la que olvidarse sino como construcción iluminadora de sentido, a través de su condición de reflejo que nos revela en nuestras faltas y carencias, espectadores que a veces nos ofuscamos por el ansia de ser protagonistas escénicos hasta que logramos discernir que la realización es la conexión con los otros. Todo es cuestión de aprender a dar ese salto a lo real. Y así la realidad ya no es pantalla sino abrazo.
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