miércoles, 7 de marzo de 2018

Cuna de héroes

Despedidas, permanencia y conexiones. Hay películas que enfrentan la desnudez de las emociones a los uniformes de las ideas que tanto lastran. Carezco de cualquier afinidad con la institución militar, carezco de cualquier sentimiento patrio, pero 'Cuna de héroes' (The long grey line, 1955) me conmociona hasta el tuétano. Ante todo, y por encima de específicos escenarios. este es el relato de un hombre, Martin Mahe (Tyrone Power), que encuentra su Lugar, que consolida unas conexiones, con la mujer que amará y compartirá vida durante décadas, Mary (Maureen O'Hara), y con una comunidad, una família, funcional o disfuncional, sea con quienes comparte lazos sanguíneos, su padre, Old Martin (Donald Crisp), o no, como los cadetes u oficiales instructores de la academia de West Point. Es el escenario de la ilusión de permanencia. Pero la vida, por la acción del hombre y por sí misma, por sus accidentes y la propia inexorabilidad de su finitud, está también definida por las pérdidas. Las que seccionan de tu vida las creaciones de los hombres, las guerras, o las de los accidentes de la vida que puede fundir nacimiento y muerte en un suspiro de tiempo, como la vida del bebé de Martin y Mary, o la inevitable muerte, cuando el cuerpo ya falla, por lo que de tu vida desaparecen aquellos con los que tantas vivencias compartiste, como tu padre o la mujer que amaste, con la que compartiste tanto, tantas alegrías, pero también tristezas.
En las secuencias iniciales de 'Qué verde era mi valle' (1941), se reflejaba la armonía, la consolidación de un Lugar, de una conexión, de los integrantes de una familia, y de esta con una comunidad, en un pueblo minero de Gales. El posterior relato es el de la sucesiva desintegración de esa armonía, por las separaciones, las disputas, las muertes. La armonía se disuelve por la acción erosiva de las instituciones que crea el ser humano, por su incapacidad de generar una convivencia con consistencia y equidad, sea la laboral, la religiosa, la enseñanza, o la división jerárquica en estamentos sociales, contaminadas por la tendencia a la desproporción o desigualdad, los anatemas, el abuso y las conveniencias. La misma célula básica, la familia, se convierte en semillero de colisiones. La autoridad paternal cuestionada por su observación sumisa, como capataz, y por tanto esbirro de un sistema laboral, de las directrices de los que rigen la empresa. El lugar, la armonía, se deterioran, se convierten en pasado que es sueño.
En 'Cuna de héroes', Martin encuentra ese lugar, aunque en principio dude si es un sanatorio psiquiátrico o una prisión. En el principio, el desconcierto. La sensación de que no es encaja en ese extraño escenario. Es un joven irlandés de poco más de veinte años que ha dejado atrás el lugar donde creció, Irlanda, para encontrar su lugar en Estados Unidos, en el final de siglo del XIX, en 1897. No entiende de disciplinas, ni logra comprender la coherencia de esos rituales, que observa con perplejidad, como no entiende cómo no encaja una bala en la más estrecha boca de un cañón. Sí entiende que hay una ventaja en convertirse en militar: durante meses la rotura de la vajilla impide que cobre un mísero dólar, pero en cambio si fuera militar sólo le castigarían con un breve tiempo de reclusión. De romper vajilla pasa a ser otro portador de esa larga línea gris de los uniformes que convierte a uno en todos en una simetría en la que no parece caber fisuras. Aunque es una ilusión, por eso la desesperación por las pérdidas suscita dudas, vacilaciones, interrogantes sobre un absurdo intrínseco, deseos de abandonar ese escenario ilusorio de simetría y control, pero la definitiva rotura de esa línea gris, en forma de fuga, nunca se materializa. Porque se asume que en la simetría siempre irrumpirán las fisuras, los rotos en el uniforme, la pesadumbre por la pérdida. 'Cuna de héroes', más allá de su escenario específico, como 'Qué verde era mi valle', es una abstracción, así como un modelo de comprensión de las diversas perspectivas. La única intolerancia que no se acepta es con la intolerancia (en 'Qué verde era mi valle', los estigmas del puritanismo religiosos, las pedradas a la casa del que no comparte tu actitud, la fusta con la que ejerce su abuso un maestro).
El cortejo juvenil está contemplado con ironía, no lejano del que narrara Raoul Walsh en su obra maestra, 'Murieron con las bota puestas' (1941): La aparente indiferencia, como una estatua inexpresiva, de Mary, la locuaz e ingenua suficiencia de pecho abombado de Martin. Con escuetos trazos delinea una complicidad, esa que define la conversación fluida que constituye una armónica relación amorosa. Su pesar cuando tras la muerte de su hijo deben asumir que no podrán tener ninguno más. Su pesar cuando durante la primera guerra mundial fallecen los que fueron sus otros hijos, los cadetes de la academia. El ritual de una tira negra en el libro de los cadetes se corresponde con un contenido gesto sombrío que es una marcha fúnebre. La muerte de Mary es uno de los más bellos momentos que ha legado la filmografía de Ford. En ese instante se siente toda una vida compartida. Desde la distancia Martin, comprende por el gesto de Mary (cómo cae su mano), sentada en el porche, que la vida la ha abandonado. Desde la distancia la cámara contempla cómo un cuerpo que ha amado a otro como a nadie, como a su propia vida, se abraza a ella, como una residencia que ya es desaparición también, que es ya distancia irremisible. En las posteriores secuencias, el hombre solitario, en su hogar deslustrado, se ve visitado por los cadetes, por esa familia disfuncional que siempre estará con él aunque sean otros los rostros. Esos que le hacen sentir junto a alguien. Esos que le agradecen su propia entrega. En la secuencia final, el homenaje que le conceden tras cincuenta años de instructor, los tiempos se funden, como la vida está constituida por diversos tiempos, con los que están y los que ya no están. Aquellos que ya murieron asisten a ese homenaje, ese desfile que significa un agradecimiento, la celebración de una conexión, una conexión que generó residencia.
El relato está planteado en forma de extenso flashback. La evocación es el argumento de Martin de por qué no quiere abandonar su Lugar, el lugar que constituyó su vida, por qué no tiene sentido que abandone, por su jubilación, ese escenario sin el que será nada, como si le cortaran su cable de conexión, y le convirtieran en cuerpo a la deriva. Martin explica al presidente de Estados Unidos, Eisenhower, que como en la evocación se comprobará, fue también cadete en West Point, el por qué ese es su Lugar, por qué somos también nuestro lugar. Estructura de evocación que comparte también con 'Qué verde era mi valle'. De nuevo, la evocación de una armonía, con sus fisuras y desintegraciones, las de las pérdidas. El guión de Edward Hope adapta la autobiografía de Martin Maher, Bringing Up the Brass: My 55 Years at West Point. Y para perfilar ese preciso trayecto alegórico, con sus brillantes ocurrencias dramatúrgicas, su medida orquestación de singulares momentos, oscilando con modélica armonía entre lo humorístico y la desazonadora pero concisa conmoción, se realizaron diversas variaciones. Maher no apeló al presidente para no abandonar West Point. Se había retirado del ejercito en 1928 tras treinta años de servicio, pero permaneció como empleado civil hasta 1946. Su esposa, Mary, no murió durante la guerra sino en 1948. Su padre había fallecido antes de la primera guerra mundial, en 1912, con lo cual, como en la película, no podría haber intentado alistarse. Martin no tenía uno sino tres hermanos, que también sirvieron en el ejercito (en la narración, el hermano representa la posibilidad de otro tipo de vida, si acepta integrarse en su negocio, en otra ciudad).
Dos figuras cruciales, el cadete Red Sundstrom (William Leslie), y su hijo, James (Robert Francis), son ficticias. En ambas se condensa la influencia de Martin, como fue perfilándose, a su vez la consolidación de un proceso de madurez, como figura de influencia, ese segundo padre que ayudaba con sus consejos, nunca imperativo pero sí firme, para que encauzaran su destino, en vez de dejarse superar por el desaliento o las decisiones ofuscadas o erráticas. A la vez, concretan, por su participación en distintas guerras, distintos destinos que puede deparar la vida, sea la muerte (anticipada por las sombras del escueto plano de su boda) o la supervivencia (que en el segundo caso, inocula contraste con la intemperie de la pérdida, pues es tras la muerte de la esposa de Martin). 'Cuna de héroes' destaca sobremanera por cómo escancia el paso del tiempo. Se siente, se palpa, el discurrir o transcurso de los años, las modificaciones, las huellas de los ausentes, el sedimento de las vidas compartidas, como si se lograra edificar entre las fisuras de las elipsis los cimientos del proceso de unas vidas. Y es también la demostración de como Ford dominaba un formato que no le gustaba, el scope. Como en la posterior 'El gran combate', la medida simetría de sus composiciones contiene la herida del tiempo, la convivencia de la desazón por las pérdidas con la celebración de la conexión, de la armonía.

2 comentarios:

  1. Sólo una pequeña puntualización a esta espléndida crítica de una magnífica película:
    "En las secuencias iniciales de 'Qué verde era mi valle' (1941), se reflejaba la armonía, la consolidación de un Lugar, de una conexión, de los integrantes de una familia, y de esta con una comunidad, en un pueblo minero de Irlanda"...
    "¡Qué verde era mi valle!" acontece en el país de Gales, si no me falla la memoria...
    Gracias por este resumen.

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    1. Cierto, oportuna corrección. Y eso que es mi película favorita :) Se me ha cruzado el vínculo de Ford con Irlanda.

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