jueves, 15 de febrero de 2018
Las zapatillas rojas
La extensa secuencia de la representación del ballet, que supera los 15 minutos, de 'Las zapatillas rojas'(The red shoes, 1948), de Michael Powell y Emric Pressburger, supuso todo un hito en el género, no sólo por su exuberante ingenio expresivo, una de las cumbres del musical, sino por la influencia que generó en musicales posteriores. Supuso un paso adelante que marcó nuevos rumbos a explorar. Posibilitó , tanto por su aceptación entre el público, como por su 'transfiguración' del modo de representar un número musical, que se pudieran realizar obras de la envergadura de 'Un americano en Paris' (1951) o 'Melodias de Broadway 1955' (1953), de Vincente Minelli, o 'Cantando bajo la lluvia' (1952) y 'Siempre hace buen tiempo' (1955), de Stanley Donen y Gene Kelly,). En primer lugar, el montaje cinematográfico, como coreografía de planos, se convirtió en sí mismo en un paso de baile, sin estar supeditado a la 'escena', ante la cual la cámara se ceñía ante todo en registradora del número musical, sin determinar por sí misma el 'ritmo'.
En segundo lugar, abrió el campo de la representación a un espacio imaginario. Si se supone que la obra tiene lugar en el escenario de un teatro, pronto se 'violenta' ese espacio, como si fuera una realidad paralela, un mundo aparte donde los escenarios se transforman de acuerdo al proceso de lo narrado (en los pasajes culminantes el escenario colinda con el mar), como si se acompasara a una música (emoción) interior, y no fuera necesario el 'realista' raccord espacial. Su pertinencia, o hallazgo expresivo, es que se modula, o su montaje se coreografía, y se escenifica (mediante la transfiguración de decorados, de Hein Hecroth y Arthur Lawson, y trabajo cromático y luminico, obra de Jack Cardiff) en función del espacio interior de la protagonista, Victoria (Moira Shearer). Lo que se representa en la historia de Andersen, 'representa' lo que se dirime en los pensamientos y emociones de Victoria, escindida entre el amor por Julian (Marius Goring) y su pasión por el arte de la danza (representado en la figura del director, Lermontov, Anton Walbrook). Por eso, en un momento dado, sobre uno de los bailarines, se superponen las figuras de ambos hombres. La obra es el espejo de su interior, como se explicita en ese plano en el que ve su propio reflejo en la tienda del zapatero, dentro del escenario, un truco, al fin y al cabo, visual, no escenográfico. Esta secuencia acontece ya superada la mitad del largometraje, es su corazón, tras que hayamos presenciado los preparativos de esta obra, y un afinado dibujo de los personajes, y de lo que representan.
Las zapatillas rojas que 'dominan' a la bailarina de la obra de Andersen, como una fuerza que la superara y le impulsara a seguir bailando sin fin, y de modo fatal, representan, por un lado, tanto su afán de 'afirmarse' en su condición de estrella escénica o de 'realizarse' en la 'representación': un revelador detalle de caracterización, y de uso expresivo de escenarios: cómo se prepara elegantemente, de tiros largos, cuando recibe una invitación para acudir a una mansión, que encuentra con aspecto de abandono, con una larga escalinata, entre hierbajos, que ascender; pensaba que es para un gran evento pero es sino para meramente confirmarla que va a ser la protagonista de la obra).
Por otro, representan una transposición de la 'batuta' de Lermontov (el zapatero que la tienta se puede ver como un trasunto del director), cuya actitud está cimentada en la consideración de que la vida está, o 'debe' estar, supeditada al arte. En una secuencia precedente está bien condensado, en un diálogo no 'frontal' pero si implícito: Lermontov reacciona de modo despechado porque la anterior bailarina principal ha decidido retirarse para casarse (de hecho, cuanto todos la dan la enhorabuena, él se marcha sin felicitarla, como si el fuera el ultrajado) y habla en el proscenio con uno de sus subordinados, con Victoria presente, sobre cómo una bailarina debe dedicarse única y exclusivamente a su arte si quiere ser la mejor. La planificación, con agudeza, se centra en primeros planos de ambos, aunque no estén hablando entre ellos, pero, al fin y al cabo las palabras de Lermontov se dirigen a Victoria, y ella lo sabe (la mirada de Victoria 'encaja' sus palabras, mientras Lermontov echa alguna fugitiva pero alusiva mirada enérgica hacia ella). Lermontov es inflexible, y su ego no acepta que le contradigan. Por eso, cuando se entera de que Victoria y Julian han iniciado una relación sentimental, un primer plano de su rostro contrariado y rabioso lo aísla del resto de componentes de la Compañía, que están celebrando el éxito sus representaciones. Para él ella es una idea (una escultura) no una emoción (un cuerpo).
Julian, en cambio, sabe cuál es su prioridad, el amor por Victoria por encima de su arte, la composición musical. No impone la 'batuta' de sus emociones. Por eso no tiene reparos en despedirse cuando Lermontov le explicita que no aprueba su relación. Pero Victoria, aunque en primera instancia toma la misma decisión, apostando por el amor, sufre el 'imperativo' de las zapatillas rojas, el brillo de los escenarios donde ser la primera figura en su arte, aunque implique su soledad. Un maridaje de emociones encontradas, en colisión, que tendrán un efecto fatal. Al final, en la última representación sólo quedarán sus huellas, las huellas de su ausencia, cuando su compañero de baile recree con las zapatillas rojas los pasos de baile que ella ya no podrá dar. Sólo queda el símbolo de lo que la 'dominó'.
La excepcional secuencia del ballet de 'Las zapatillas rojas'. La música fue compuesta por Brian Easdale, la coreografía es obra de Robert Helpmann, que en la pieza interpreta al novio; Leonide Massine creó la coreografía de su personaje, el zapatero.
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