sábado, 24 de febrero de 2018
La enfermedad del domingo
La paradoja del tiempo y sus esquinas. El tiempo puede ser un ancla. Puedes ser aún, décadas después, aquella niña de ocho años que observaba por la ventana cómo se alejaba tu madre sin imaginar que nunca retornaría. Hay memorias que se agitarán en el tiempo como una resaca de resentimientos, y hay memorias inmóviles, que se estacan (la vida se detuvo y encogiste los hombros). Hay quien se desprende de memoria, como muda de piel que estorba, cuando decide cambiar de trayecto, y deja atrás figuras estancadas o ancladas en su resaca. No mira atrás, sólo hacia un adelante que nunca saciará su anhelo de vivir lo que quisiera vivir. En una secuencia de 'La enfermedad del domingo', de Ramón Salazar, madre e hija, Anabel (Susi Sanchez) y Chiara (Barbara Lennie), contemplan unas diapositivas de un pasado en el que una sigue atrapada y la otra olvidó en esas esquinas de la vida que no se quiere volver a transitar. En la imagen aparecen juntas madre e hija con la apariencia de la misma edad. La madre se asombra de lo que parece una paradoja temporal, aunque su hija le diga que meramente es un efecto de edición de imagen que ella misma realizó.
Por diez días madre e hija coinciden. Durante treinta y cinco años vivieron realidades separadas. Una no dejó de mirar a un horizonte que se resecó, como memoria arrugada. La otra miró hacia otro horizonte, otro escenario, con diferentes intérpretes. Treinta y cinco años después, la hija irrumpe en ese escenario y solicita compartir diez días juntas en su propio escenario. Este el relato de ese reencuentro, con miradas que se tantean, esquinas oscuras que intentan alumbrarse y silencios escurridizos. Y sombras, sombras tan espesas que parecen manchas de sangre seca. Por eso, en un relato esquinado el esclarecimiento de las preguntas que ilumine las penumbras de la relación, para qué quiere verla, y por qué la abandonó, se dilata entre miradas y diálogos que son duelo de aproximaciones y repliegues, como dos púgiles que esquivan un golpe antes de que se lo lancen, o no se atreven a darlo y se encasquillan en el amago. En especial la hija, que elude el relato de su vida con y escenificaciones, mientras se pregunta qué quiere de ella quien no sabe cómo es.
En el principio, un escenario árido, un bosque que es desierto, árboles sin hojas, piedras, raíces resecas. En ese espacio camina Chiara. Es su presentación. Es su circunstancia. En el principio, las miradas que se escrutan como púgiles, los desenfoques y las nucas que ocultan, las sombras de lo que se fugó, de lo que no se conoció. En esas secuencias iniciales Salazar ya siembra la tonalidad, una voluntad de estilo que linda con la abstracción. Ese artificio que es transfiguración, esquinada cartografía a través de la difusa pantalla de lo visible de los recovecos en las entrañas de las emociones. Busca ese encuadre que evidencie lo que se escurre entre las sombras. El relato se enfoca desde las esquinas, como si el aliento permaneciera sofocado, mientras se escucha cómo las fisuras resquebrajan una vitrina en la que el aire se ha retenido desde hace demasiado tiempo. Es un relato de espectros, de escenarios que parecen desgajados de la realidad, sea un restaurante por encima de la ciudad, o las calles empedradas de una población rural que parece pertenecer a un tiempo pretérito.
Es un relato sobre paradojas. Por eso, la hija puede mirar a través del agujero de un tronco voluminoso, y su contraplano ser el de la madre que se acerca entre las estancias de una mansión que también pertenece a tiempos pretéritos. Los tiempos buscan encontrarse, como si se plegara el espacio tiempo y no existiera ese intermedio de treinta y cinco años. Las transiciones se desmenuzan, como si se abriera una brecha que pudiera conectar lo que se interrumpió con lo que pudiera haber sido. El tiempo se dilata, como si no hubiera dirección, porque quien busca también se muestra esquiva. Hasta que lo que no fue, se estancó en la interrupción, o quedó anclado en la ventana muda que esperaba convertirse en grito, se despliega en un susurro. Y ambos cuerpos se conjugarán, por un instante que concilia en un movimiento acompasado, ese que se hace agua cuando se da a luz con la muerte. Esa es la paradoja de un relato con esquinas que buscaban la luz.
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