martes, 13 de febrero de 2018
El prisionero de Zenda
'El prisionero de Zenda' (The prisoner of Zenda, 1952), de Richard Thorpe, pudiera verse como la quintaesencia, por un lado, de la narración clásica de aventuras, refinamiento de las obras realizadas en los 30 y principios cuarenta ('El capitán Blood', 'El halcón del mar', 'El signo del Zorro' o 'El cisne negro', o la misma adaptación precedente, realizada en 1937 por John Cromwell, cuya planificación remeda), Y, por otro, de la transposición al cine de los modos de la novela del XIX (como la misma que adapta, escrita por Anthony Hope, publicada en 1894, en el subgénero de capa y espada), esa que privilegia, y aún cree en su ‘posibilidad’ y fulgor, la sucesión de acontecimientos en cascada, como capítulos de un folletín, en las que el héroe, siempre en 'suspenso', no deja de ponerse a prueba hasta alcanzar la victoria tras superar todos los escollos. Se asume que es un espacio de fantasía, romántico, como que hay una dirección que seguir, y que habrá una conclusión que es resolución. La vida y el relato todavía parecen tener sentido. Aparentemente. Porque la solar luminosidad o los cautivadores colores pasteles de la exquisita dirección fotográfica de Joseph Ruttenberg (como si se hubiera entrado en alguna reproducción pictórica de finales del XIX, al calor de la lumbre) de ‘El prisionero de Zenda’ tiene un contrapunto que señaliza que no toda aventura tiene necesariamente un final feliz. El villano puede huir indemne sin ser atrapado, dejando el duelo en suspenso, y el héroe puede tener que optar por el sacrificio y no acabar con la dama que ama.
Hay, además, algo en las imágenes de ‘El prisionero de Zenda’ que le hace sentir al espectador que está accediendo a otro tiempo. Sensaciones en correspondencia con ciertos valores en lid, como el honor, o nociones de caballerosidad, que pertenecieran a un tiempo tan pretérito como ficticio (como el mismo país inventado en el que transcurre la acción, esa Ruritania que puede estar ubicada en Centroeuropa), por cuanto sólo puede existir en la imaginación. Por eso, adquiere un valor añadido esa introducción, en una estación, a la que llega el protagonista, Rudoplh de Rassendyl (Stewart Granger), como si hubiera llegado a otro mundo apartado de la civilización que conocemos, y donde no nos reconocemos, como el trastorno que crea entre los asistentes, porque creen que es ‘otro’. Se ha cruzado un umbral. Por eso, en la secuencia siguiente, se hace sentir esa sensación de estar en otro mundo, o fuera de éste, en el territorio del sueño, como una Alicia que hubiera cruzado el espejo, sin saber si ha despertado, o está soñando. Raffendyl descansa junto al rio, pescando, y recibe la visita de tres hombres. Uno de los cuáles es su exacta réplica en el espejo, y es nada menos que el futuro rey de Ruritania, el cual comparte hasta su mismo nombre, Rudolph.
Cuando el rey sea narcotizado la noche anterior a su coronación, comenzará la aventura, el trance transfigurador, la prueba del hombre ordinario en el territorio del héroe, y la confrontación con sus sombras, con los límites, con la difuminación de fronteras entre logro y frustración. Se le planteará a Raffendyl que ocupe provisionalmente el lugar del futuro rey (mientras se espera que recupere el conocimiento). Pero las circunstancias se complicarán, ya que será secuestrado el rey durante la coronación del 'suplente', por lo que se alargará la titularidad de este. El espectador se siente, a través de Raffendyl, hombre ordinario en situación extraordinaria, como si se encontrara actuando en el centro de un escenario que, de repente, fuera posible. Como si supliera al personaje de una fantasía. El cuál primero es sumido en el sueño, ausente aun presente, cuyo cuerpo, en segundo lugar, 'desaparecerá' de escena, secuestrado. Podríamos pensar, realizando un excurso, en Michael Crichton inspirándose en esta sutil idea para su ‘Almas de metal’ (1973), donde los turistas pasan sus vacaciones en un centro de atracciones, todo un antecedente de los parques temáticos, en los cuáles pueden sentirse personajes de la antigua Roma, el salvaje oeste, o un castillo medieval, sin peligro ninguno ya que aquellos a los que se enfrentan son robots programados para ‘perder’. Claro que nada está realmente bajo control. Como en este relato de aventuras, en el cual Raffendyl tiene que estar ajustándose a un papel, sin que nadie advierta que es un impostor. Es un actor que debe aprenderse bien su guión, y actuar como se le supone al rey.
Claro que, paradojas, el mismo rey se ajusta poco a lo que debe ser su rey, más bien irresponsable y demasiado amigo de la bebida. Con lo que el suplantador, irónicamente, resulta ser más adecuado para el papel. Incluso, para enamorar de verás a la prometida del rey, la princesa Flavia (Deborah Kerr). ¿No se está haciendo manifiesto, sin perder la vivacidad de la experiencia de la aventura, que estamos en el territorio de una representación, sea fantasía o realidad, que somos actores, estemos despiertos, conscientes, o 'dormidos' en el papel que nos han adjudicado? Resulta proverbial cómo se va modulando el proceso de atracción entre Raffendyl y la princesa Flavia, definida por un doble asombro, primero, por la sorpresa de la princesa al descubrir una faceta en el rey que no esperaba, ya que descubre a ‘otro’ hombre, como si el niño hubiera dejado paso al adulto, y segundo, por cómo esas emociones que se gestan les van superando a la vez que acercando, creándose un maduro amor verdadero tejido por la afinidad y la complicidad de lenguaje, no exenta de los escollos de los equívocos a superar.
Y, por último, qué sería de una gran obra de aventuras sin un fascinante villano. Y pocos ha dado el cine como el que soberanamente crea James Mason con su Rupert de Hentzau (el lugarteniente del duque de Strelsau, interpretado por Robert Douglas, hermanastro del rey, el cual conspira para conseguir el trono,): elegante, artero, de maneras tan sibilinas como felinas, y de humor cáustico y venenoso. Con él, sin casi cambiar el gesto, un gesto de cortesía puede venir acompañado de un lanzamiento de cuchillo. Si en este mundo de fantasía el presunto héroe, el rey, carecía de los necesarios atributos para el papel, el villano se presenta como un rival de superior envergadura, difícil de superar o dominar. Aunque el orden se restituya, Rupert quedará impune (inolvidable su forma de despedirse, tras el inconcluso largo duelo de espadas con Raffendyl, lanzándose a las aguas del foso del castillo).
Ya ni en la fantasía se pueden extirpar del todo las oscuras turbulencias de la vesanía, la codicia o la ambición. Ni el héroe podrá materializar su amor, porque lo que seguirá primando es el escenario, en el que cada cuál debe ajustarse a su papel. Y él debe abandonar la función tras haber sustituido, y colaborado en su restitución, al protagonista escénico. Porque quizás el verdadero héroe es el héroe discreto. El que se lleva el orgullo de haber actuado con determinación y con sentido de la justicia, sin prebendas ni aplausos. ¿No es esa la tarea del héroe? Una mera figura que se dirige al incierto horizonte tras salirse del sueño que no puede habitar. No está lejos de esas figuras del western, de ‘Raíces profundas’ (1953), de George Stevens, a las obras de Eastwood, pasando por ‘Centauros del desierto' (1956), de John Ford, figuras que restituyen el orden pero no tienen cabida en él. No es un final convencional. El espacio de la fantasía no parece hecho con moldes distintos de la realidad, a la vez queésta se revela como espacio de representación. Y la conclusión, por ello, no cumple las expectativas de la fantasía. Porque la sombra de la realidad se ha apoderado de ella. Porque ¿acaso el abandono del escenario del villano no es provisional, y su amenaza resuena latente en las imágenes finales?
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