sábado, 10 de febrero de 2018
Apuestas contra el mañana
Durante décadas se convirtió en lugar común la consideración de que 'Sed de mal' (1958) supuso la clausura del movimiento del film noir, en buena parte debido a la mitificación de su director, Orson Welles. Como es usual las versiones oficiales por mucho que se conviertan en institución no significa que sean certeras. Para dejar en evidencia esa imprecisa consideración, sólo hace falta recuperar 'Apuestas contra el mañana' (Odds against tomorrow, 1959), de Robert Wise, una gran obra que ha permanecido en el limbo del olvido (y que no desmerece en comparación a la de Welles). Crispada y sombría, seca como un fustigazo, es otro ejemplo de cómo establecer en escorzo otro afilado retrato de una sociedad. El proyecto fue impulsado por Harbel, la productora del actor Harry Belafonte, quien contrató como guionista, para adaptar la novela de William C McGivern, a Abraham Polonsky, aunque como estaba en la lista negra, por negarse a declarar ocho años atrás en el Comité de Actividades antiamericanas, tuvo que recurrir como tapadera al escritor John O Killens. La turbiedad tonal, como si la corrupción se propagará entre los planos evoca la sugerente opera prima, y única hasta ese momento, de Polonsky, 'El poder del mal' (1948).
En pocos planos ya se definen la circunstancia vital de los protagonistas. Earle (extraordinario Robert Ryan) llega al hotel donde se encontrará con Dave (Ed Begley). Planos vacíos de las calles, periódicos que vuelan; Earle alza la mirada, aves surcan el cielo; unos niños en fila, con sus brazos extendidos, jugando al avión. Vacío, vida sin historia que se escapa entre las manos, ansia de vuelo, burlona e hiriente imitación de lo que no podrá ser. En la recepción, con malas maneras, llama la atención del recepcionista que no se ha percatado de su presencia; al advertir la mancha en su rostro, su semblante se demuda, su cólerica arrogancia se atenúa (como si se viera a sí mismo reflejado, con la mancha del fracaso que asfixia su vida). Dave es un policía retirado, de tendencias corruptas, por lo que se negó a colaborar por Asuntos internos, lo que determinó que perdiera su empleo. Vive en un pequeño piso con su perro, y quiere el trozo de cielo que la vida le ha negado (nada de hobbies para cubrir su tiempo prorrogado), por eso plantea la idea de realizar un atraco.
Earle, veterano de la guerra de Corea, que ya ha dejado su juventud atrás, sigue sin encontrar su sitio, y frustrado - pese a que su novia, Lorry (Shelley Winters) le dice que no se preocupe, que ante todo tienen su amor, que ya van tirando bien con el dinero que ella gana. Su falta de autoestima brota en arrebatos violentos, como en un bar en cuando un joven soldado le reta a que le golpee (en primer lugar, tras tumbarle, asoma una fugaz sonrisa satisfecha en su rostro aunque, al advertir cómo al joven le cuesta recuperar la respiración, su expresión cambie y diga que no pretendía darle tan fuerte: qué gran actor Ryan). O como cuando responde a la pregunta de la vecina, que coquetea con él, Helen (Gloria Grahame), sobre qué sintió cuando mató a alguien. Earle se crispa, le dice que se asustó, pero añade que le gustó.
Earle no soporta la 'mancha' de la frustración en su vida, por eso descarga su ira y desprecio en lo que considera otras 'manchas: 'padece' cierta actitud racista. Por eso, en la narración el conflicto ya se gesta desde las primeras secuencias cuando el tercer componente para el atraco es, precisamente, negro, Ingram (Harry Belafonte). La vida de éste, músico en un club de jazz, donde canta y toca el vibráfono, se sostiene sobre un frágil hilo que cada vez va a peor, ya que sus deudas se incrementan, debido a sus apuestas en carreras de caballos, con un mafioso poco flexible, el cuál amenaza con matar a su ex esposa y su pequeña niña sino le paga en un día los siete mil que le debe. La urgencia pende sobre su vida. Intenso y perturbador el plano en el que Ingram toca desaforadamente el vibráfono, tras 'reventar' la actuación de otra cantante, soltando toda su rabia y desesperación.
Ni Earle ni Ingram estaban muy convencidos de participar en el atraco, pero sus circunstancias de frustración les empuja a aceptar. Hay otro prodigioso plano en el que Wise lo condensa: Ingram llama desde una cabina en el parque para aceptar la participación en el golpe, mientras su hija está en el tiovivo (de nuevo el espejo de la niñez, ahora en un tiovivo que da vueltas sobre sí mismo, sin ir a ningún lado). Ingram aún sostiene el cordel del globo, el cual esta fuera de la cabina, donde es explotado por unos chicos. Ingram sale y contempla ese globo explotado en sus manos, con expresión tan perpleja como desolada. En el tramo final, Wise traza algunos de los mejores momentos de la narración, en los que prima la dilatación de planos y secuencias, ya que la idea del tiempo es fundamental para los personajes, los cuáles se sienten ya contra las 'cuerdas del tiempo', como si fuera su última oportunidad de que la vida no se les vuele. Aunque más bien les 'volará' a ellos.
Portentosos los momentos previos al atraco, largos planos que recogen el paso del tiempo de la espera, condensando en esa dilatación y 'suspensión' los que es su propia vida: Earle apunta con su escopeta a un conejo (su vida como un gatillo en tensión permanente), Ingram contempla el agua en la orilla del río, lleno de residuos, en el que destaca una muñeca rota (su incapacidad de ser el resolutivo padre que quisiera ser para su hija), y Dave tirando piedras (la amargura y el resentimiento). Todo un prodigio de dominio del tempo, de describir con acciones lo que es la vida de esos personajes. El atraco no sale como esperaban, tanto por el azar como por la intemperancia de Earle. Este e Ingram, el blanco y el negro, dirimen sus diferencias, y frustraciones sobre unos depósitos, los cuáles explotan cuando ambos se disparan. Su vida ya había explotado hace tiempo, sólo se había demorado el momento. El último plano encuadra el reflejo en una sucia charca. Reflejos de una vida que era una desteñida y turbia imitación de lo que no habían podido alcanzar. Reflejo de una sociedad que no es sino falsas promesas de 'vuelos', mientras, da igual si eres blanco o negro, te condena en los márgenes.
John Lewis compuso la excelente banda sonora jazzistica
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