viernes, 26 de enero de 2018
Sin amor
Un grito helado. “Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros. Eso es lo que creo”, escribió Franz Kafka. Lo mismo se podría decir de una película, como es el caso de Sin amor' (2017), de Andrey Zvyagintsev .Una serie de planos de un paisaje helado abren la narración, como una sinfonía silenciosa. Se dilata su sucesión como si se corriera el telón antes de que comenzara la función, como si empaparan como un decorado de fondo no visible los posteriores espacios urbanos presuntamente habitados. Como la carne tras la máscara. Es un bosque que recorre un estudiante de doce años, Alexey (Matvey Novikov), que acaba de salir del colegio. No parece tener mucha prisa en retornar a su hogar. En su camino se encuentra con una de esas cintas que se colocan para marcar perímetro en el lugar del crimen. Probablemente, colocaría alguna alrededor de sus padres, Zhenya (Maryana Spivak) y Boris (Aleksey Rozin), que se encuentran en trámite de divorcio. Su hogar no es un hogar, sino un espacio desgarrado que supura animosidad.
Durante la agria discusión entre dos padres que no parecen tener demasiada preocupación por su hijo, el cual más bien es un campo de batalla circunstancial sobre el que se afirman, como la posesión de la que ambos se desentienden pero de la que tiran de ambos miembros en un pulso de fuerzas, la madre cierra una puerta que comunica estancias, y se revela que, tras esa puerta, se encontraba escuchando Alexey, cuyo rostro se contorsiona en una desesperada mueca, un grito silencioso, helado, que se extenderá y propagará por la narración, en los mismos escenarios, en el hieratismo de las elaboradas composiciones, afiladas en su simetría. No importa que uno y otra hagan el amor con sus respectivas parejas, no se transmite la sensación de calidez, predomina la penumbra gélida, la distancia. La vida parece haber sido extraída, desparecido, como lo hará el mismo niño. Su desaparición progresivamente abrirá la fisura que evidencia la vida de esas vidas inconsistentes, un hombre y una mujer en el mundo de la venta y de la estética. La búsqueda del niño es el eco de ese grito helado, los círculos concéntricos de su desvalimiento e intemperie. Exteriores e interiores, sean comedores, morgues o estancias y pasillos de edificios, da igual si abandonados o habitados, parecen compartir esa condición de carcasas huecas, de meros entornos que sólo parecen contener el vacío.
Zyagantsev utiliza los contrastes de modo incisivo: En cierta secuencia, la nueva pareja de Boris, Masha (Marina Vasilyeva), que se encuentra en un centro comercial, en la zona de productos de bebes (ella espera uno), llama a Boris, quien se encuentra en comisaria, siguiendo la evolución de la investigación. Masha reclama atención, Masha muestra su suspicacia con respecto a lo que representa ese otro foco de atención. El niño simplemente representa la posibilidad de que Boris retorne al otro escenario, que vuelva con su esposa. Masha se preocupa de sí misma, no de lo que pueda estar padeciendo Boris. Es una relación en gestación, como ella gesta un niño, pero es una gestación con manual de conducción y señales de tráfico: importa su escenario, su relación y su niño, no el dolor que pueda sentir Boris. Esa circunstancia, para ella, es una mera amenaza por su cambio de foco de atención o preocupación. La luminosidad del entorno comercial, los impolutos blancos predominantes, contrastan con la apagada grisura del espacio policial, y delimitan la distancia entre uno y otro, la mirada ajena de quien sólo se preocupa de que su escenario no sufra la mácula de la alteración de su estabilidad. Lo terrible puede supurar hasta en el espacio más luminoso, entre productos de bebé. Es otro espacio helado.
La desaparición del niño es como las ruinas de una catástrofe, el signo de lo que ya no será recuperable, de la devastación que sigue definiendo una relación a la que sólo une un hijo que les recuerda lo que abominan, lo que quieren olvidar. Un escenario que quisieran arrasar para reiniciar sus vidas con otros en un escenario diferente (que no otro sino sustitutivo, porque quizá con el tiempo se revele parecido). Es un cuerpo molesto. Su desaparición se torna herida que les devuelve el daño de sus gritos, desprecios, desplantes e invectivas. Su desaparición les confronta, aunque sea de modo pasajero, con su condición de vanos autómatas, aunque, con el tiempo, uno volverá a ser igual de distante con su nuevo hijo, también una presencia molesta, y otra seguirá preocupándose más de su apariencia, como si fuera una competidora en una cinta corredera cuyo telón de fondo crea su propia vanidad. Los mares helados seguirán sin romperse.
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