martes, 9 de enero de 2018
El día de los tramposos
Erase una vez un hombre torcido, o sea, nada honrado. Ese es el título original, 'There was a crooked man', de 'El día de los tramposos' (1970), de Joseph L Manckiewicz. Es el título de una rima infantil del siglo XIX, que se puede escuchar en la canción que acompaña los títulos de crédito. Porque ésta es una fábula, aunque un tanto perversa y cáustica. Una comedia grotesca que tiene algo de bestiario, como insinúan las asociaciones, a través del montaje, entre animales y humanos. Una forma de sugerir que el ser humano poco se distingue de otras criaturas animales por muchas infulas que tenga. El mismo protagonista, ese hombre torcido, Pitman (Kirk Douglas) se jacta de que no es buena persona. Es sinuoso como una serpiente, por ello no es de extrañar que oculte el botín que roba en la primera secuencia en un pozo de serpientes, en una hendidura entre rocas ( Pitman se puede traducir como el hombre del pozo). Pitman es alguien que no tiene escrúpulo alguno en manipular a los demás a su conveniencia, y aprovecharse de cualquier circunstancia favorable. Ya manifiesto en la secuencia inicial en la que tras ver cómo los componentes de la familia a los que han robado abaten a sus compinches, no tiene reparo en matar al que queda por la espalda. Planteamiento que aplicará, cuando se encuentre con la adversidad de ingresar en prisión, manipulando conveniente y sibilinamente a sus compañeros de celda para implicarles en una fuga, que no tiene ningún propósito de compartir ( pero cuya colaboración le resulta muy útil).
Aunque toda avidez manipuladora se enfrenta tanto al azar como a la voluntad de los otros. La casualidad le llevó a prisión, tras ser sorprendido en un prostíbulo por el hombre al que había robado (por el gusto de éste por las prácticas voyeuristicas). En el otro extremo de la ecuación se encuentra el sheriff Lopeman (Henry Fonda), el hombre íntegro, que se ve destituido por tener la poco práctica ocurrencia de enfrentarse a un pistolero sin armas esperando convencerle con sus buenas palabras. Como las también excelentes 'Mujeres en Venecia' (1967) y 'La huella' es una obra sobre manipuladores enfrentados al azar y la voluntad de los otros en un juego de puestas de escenas en que la codicia y la vanidad parece ser la motriz del bestiario humano, y la integridad un incordiante pasajero destinado al exilio.
Lopeman se convertirá en el nuevo director de la prisión, tras que el anterior, Le Gof (Martin Gabel), tan torcido como Pitman (ya que vive en una habitación que parece la de un palacio mientras los presos viven en las condiciones más miserables; lo que remarca su aislamiento y su ajenidad a los otros), haya muerto en un motín. De nuevo, el azar parece ponerse en contra de Pitman, ya que esperaba liberarse con el acuerdo al que había llegado con él de compartir el botín (Lopeman le descubre en al celda de castigo como si se encontrara en la suite de un hotel con todos los lujos, porque espera que Lopeman sea como Le Gof). Pero Lopeman es un hombre honesto, que confía en mejorar las cosas, y que se preocupa de los demás. Por eso se determina a modificar las infames y denigrantes condiciones en la que viven los presos, como si fueran bestias. Una perspectiva humanitaria que aún cree en la posibilidad de transformación del ser humano, o en que la sociedad, sea en una prisión o fuera de ella (en lo que no parece haber mucha diferencia) no sea una mera estratificación de posiciones, de detentaciones de privilegios y conveniencias. A lo que podría considerarse ingenuo, especialmente cuando cree encontrar en Pitman un voluntarioso colaborador en poder llevar a cabo su proyecto, sin pensar que para éste sea una estrategia de conveniente alianza provisional. Porque Pitman es tan falso como los son sus gafas, ya que realmente, como descubrirá uno de sus compañeros de celda, Dudley (Hume Cronin), sus cristales no tienen dioptrías. Pitman es falsa apariencia, un agujero que no crees que está ahí, y que confías en que sea como aparenta, por eso sus compañeros confían en él, sin imaginar que les conduce a la muerte, como son los casos de Floyd (Warren Oates) o Coy (Michael Blodgett). Piezas prescindibles cuando ya han cumplido la función necesaria para facilitarle la huida.
La causticidad se conjuga con un exultante vitalismo, ese que lleva a ese irónico final en el que el hombre integro, hastiado de engaños y de fracasar en su constructiva actitud vital, se aprovecha del dinero que no podrá disfrutar Pitman (de nuevo, el azar, o irónica justicia poética, ya que muerte mordido por una serpiente, su congénere, cuando se dispone a recuperar su botín), y cruza la frontera mejicana, para disfrutar de ese dinero, transformado su aspecto (afeitada su barba) y ya capaz de lograr liar un cigarrillo (el desapego vital de ya no vivir sumido en la preocupación, el de verse fuera de un mundo que no domina, que no es receptivo a su actitud vital). Un final brillante, e irreverente, para una aguda comedia sobre la abyección moral que parece predominar (o imponerse) en el bestiario humano.
Esta vez en clave de western, Mankiewicz volvía a dirigir una mirada desencantada y sarcástica al ser humano en sus aspectos más deleznables y a la vez una contundente demostración de que la inteligencia exenta de emociones puede tejer tupidas e invisibles redes, dominar cualquier cotarro. Un calculado juego solo desbaratable por la ironía del destino.
ResponderEliminarComo siempre un comentario lleno de inteligencia y saber. Teo, siempre que te leo aprendo y disfruto. Un abrazo
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