lunes, 11 de diciembre de 2017
Red Riding Trilogy
Una imagen, el cadáver de una niña de nueve años, violada y torturada, que ha aparecido en las obras de un centro comercial en construcción, con unas alas de cisne cosidas en su espalda, y las palabras ‘por amor’ tallada a sangre en su piel (como las marcas de un ganado), y unas interrogantes, ‘¿Cuán profunda es la corrupción?¿ Cuán profunda? ¿Y quién la puede detener?’, condensan el substrato de esta prodigiosa serie británica, producción de Channel Four, ‘Red riding trilogy' (2009), una sublime y desazonadora inmersión en las más dolientes y descarnadas corrientes de lo siniestro: la intemperie y desamparo de la inocencia en un mundo regido por la corrupción, la crueldad y la brutalidad, además ejercida por aquellos que se supone que son los ‘ángeles guardianes o tutelares’ de la comunidad, las instituciones que velan por la seguridad, como es el caso, en especial, de la policial (aunque no la única)
'Red Riding Trilogy’ (2009), consta de tres partes, tres largometrajes, de hora y media, interconectados, que acaecen ‘In the year of our Lord/en el año de nuestro Señor’(lo que no deja de tener perversa ironía) 1974, 1980 y 1983, en el condado de Yorkshire, al norte de Inglaterra. Ridings son las áreas en que se divide, North, East y West; Red es alusión al cuento de Grimm, ‘Caperucita roja’: hay una siniestra y enigmática figura a la que aluden como ‘El lobo’. Están dirigidas, respectivamente, por Adrian Johnston, James Marsh y Anand Tucker, todas con guión de Tony Grisoni, que adaptó las cuatro novelas de las que consta ‘Red Riding quartet’, de David Peace (aunque el guión sobre la segunda de ellas, que transcurre en 1977, no se filmó), ambos creadores de la serie. La primera, rodada en 16:9, con una estética granulosa que remite al cine de los 70, vertebra su argumento a través de la investigación de la muerte de la citada niña. La segunda, en formato panorámico, sobre los crímenes de 18 mujeres, inspirados en los del conocido como ‘Violador de Yorkshire’. Y la tercera parte, también en panorámico pero en digital con cámaras Red one, sobre la desaparición de otra niña, que reabre el caso de nueve años atrás, lo que determina una construcción narrativa que alterna ambos tiempos.
En la primera, el protagonista, un periodista, Dunford, está encarnado por Andrew Garfield. Un año después sería el coprotagonista de la ‘La red social’ (2010), de David Fincher, quien, cuatro años atrás había realizado una soberana lección de cine llamada ‘Zodiac’ (2005) con un periodista obsesionado con dotar de rostro, de identidad, al asesino que actuó en un largo periodo de años sin ser capturado. Catorce años antes, Fincher había dirigido ‘Seven’ (1995), sobre otro asesino en serie, que se había raspado las yemas de los dedos para borrar sus huellas dactilares y se hacía llamar John Doe (Juan Nadie), como si fuera ‘cualquiera’. Parecía una emanación de la misma ciudad, en la que la podredumbre moral se extendía como un virus, porque la apatía domina al ser humano de nuestros días. Ambas obras de Fincher se convirtieron en dos obras cardinales, umbrales, en el género (y en el cine, en general). La influencia de ‘Seven’ se palpa en el aspecto visual, en la asfixiante, opresiva atmósfera de ‘Red riding’, en especial, en el primero de los largometrajes (Si con Fincher siempre pensé que era el cineasta idóneo para adaptar el cuarteto de Los Ángeles de James Ellroy, estas obras también logran materializar esa atmósfera extrema, de pulpa y sombras). Pareciera que un cielo plomizo se fuera cerniendo sobre los personajes, aplastándoles lentamente; esas torres cuál cráteres que expelen humo parecen marcar el horizonte como barrotes.
La narrativa descentrada de ‘Zodiac’, en la que el citado periodista cobraba protagonismo a partir de la mitad de la película, influye en la estructura ‘radial’ de una obra con varios personajes protagonistas: el citado Dunford en la primera, quien está convencido de que la muerte de la niña está asociada con la desaparición de otras tantas desde al menos cinco años atrás; el inspector Hunter (Paddy Considine), en la segunda, que es traído de Manchester para que se encargue de la investigación de los asesinatos del ‘violador de Yokshire’. Y en la tercera, Piggot (Mark Addy), el abogado contratado para defender, o realizar la apelación, de quien fue acusado de las muertes de la niña nueve años antes, Michael (Daniel Mays), que padece retardo mental, un niño dentro de un cuerpo de hombre, y el inspector Jobson (David Morrisey), ‘el buho’, quien había sido figura secundaria en las dos anteriores, lo que propicia los citados saltos en el tiempo que aportan otro ángulo sobre los hechos de 1974, además de, por remordimientos, ser figura fundamental en esclarecer unos hechos sobre cuya tergiversación y manipulación conveniente fue cómplice. Además, hay otros personajes cruciales, algunos de los cuáles aparecen en las tres obras, como el reverendo Laws (Peter Mullan), los brutales y cínicos policías Molloy ‘El tejón’ (Warren Clarke) y Craven (Sean Harris), o el joven prostituto al que cortaron las alas, BJ (Robert Shehan), pero aún sus lágrimas persisten en convertirse en balas, (‘Esto es para ti, por las cosas que me obligaste a hacer, por las cosas que me obligaste a ver. Por las voces en mi cabeza en el silencio de la noche, por el chico que fui y los chicos que vi, por todos los niños a los que jodiste, y por todos los padres que quisieron mirar, por tu lengua en mi boca y tus mentiras en mis oídos, amándote, amándome, aquí termina todo, justo aquí’)
‘Red riding’ tiene las cualidades de un tumefacto cuento de hadas, que va sangrando lentamente, y que refleja una realidad cuyos poros parece que estuvieran atascados, y ya fuera un sórdido espacio sin ventilar, congestionado, que rezuma abyección. Son tan terribles las secuencias de brutalidad policial, las torturas a las que someten a los sospechosos, como las revelaciones de su cinismo y doblez, su falta de escrúpulos, su despreocupada asunción de que en el Norte hacen lo que quieren, cual caciques que disfrutan de su imperio, vasallos a su vez del gran señor, que pretende edificar su ‘castillo', un centro comercial donde antes había un campamento gitano, Dawson (Sean Bean), ‘el cisne’ (criatura que le emociona porque se empareja para toda la vida). Que sea en sus obras donde encuentran a la niña muerta también revela cuáles son los pútridos cimientos donde se genera la degradación en este sistema capitalista, de especuladores que establecen sus alianzas convenientes con las fuerzas institucionales (en este caso, policiales, pero podrían ser políticas)
Dunford, en ese primer episodio, colisionará con un muro que castigará brutalmente su empecinamiento en querer horadar esa pantalla creada por las fuerzas de orden, y en cuyo centro sabe que rige Dawson, para esclarecer la verdad. Pero quien quiera dotar de alas a la verdad, se encontrará con la mirada mutilada. La creciente desesperación, de una tenebrosidad que duele, que se va apoderando de la narración, resulta opresiva. Hunter sufrirá la misma odisea que es calvario. Porque no se puede alcanzar con la mirada cuán profunda es la corrupción, y cuando miras el abismo para desvelarlo, ya se sabe cómo puede responder el abismo, que resulta no estaba en el otro lado, sino junto a ti. Ambos encontrarán en una relación sentimental el espejo que les zarandea, Dunford se despojará de la mirada neutra de periodista que enfoca sólo en el logro del titular, al implicarse con la madre de una de las niñas desaparecidas, Paula (Rebeca Hall); Hunter asumirá que aunque luche contra la corrupción en el ‘cuerpo de policía’ tiene que enfrentarse a la irresponsabilidad de haber tenido un fugaz idilio con su compañera, la inspectora Helen (Maxine Peake), de haberse dejado llevar por la inconsciencia de su cuerpo cuando no tenía intención de abandonar a su esposa. Y qué bella ironía que Jobson geste su reconstitución o 'reanimación', el inicio de su redención, con la relación sentimental que establece con una médium (Saskia Reeves), alguien que parece tener la cualidad de ponerse en la piel de los que sufren, de los muertos (el peso que arrastra Jobson).
‘Red trilogy’ como la posterior, y también, portentosa ( y de parecida exquisita estilización, aunque una tiende a lentes cortas y la otra a las largas) ‘The shadow line’ (2011), evidencia que ya no hay separaciones, y que incluso la supuesta representación de la luz es la que genera el horror ( y en este sentido, hay un gran plano que lo evidencia, cuando muestra a quien estaba detrás de la muerte de las niñas y la red de pederastia; como que bajo un palomar, y ya sabemos lo que representan las palomas, esté oculto lo que se quiere invisibilizar: lo terrible). Tras las imágenes convenientes (de respetabilidad y poder; ya se sabe, el lobo bajo la piel del cordero) se oculta el ejercicio de la crueldad y el abuso del poder. Por eso, la tercera de las obras, en la que se intensifica una de las cualidades de esta fabulosa obra, la fracturada narrativa sensorial, con el uso de primeros planos, ‘planos puentes’ de una intemperie emocional, de personajes que ahondan en la narración exiliada interior, que delinean el clima emocional de la narración, resulta de un lirismo acongojante, abrumador, aún mas vibrante que en las dos precedentes, y que sacude las entrañas, porque adquiere, en un excelso desenlace, la condición de soberana catarsis. La reconciliación con uno mismo, la corrección del dolor que se causó en el pasado o que causaron aquellos de los que eres herencia. Y la liberación del superviviente, la sonrisa por la muerte del 'padre' que había convertido su vida en una miserable condena.
“Aquí está uno que escapó y vivió para contarlo, del Karachi Social Club, del Hotel Griffin, del trullo de Wakefield y del hostal St. Mary. De carreteras y aparcamientos, de parques y lavabos, de ricos ociosos y parados. De la mierda que venden, y de la mierda que compramos. De hijos sin madres y madres sin hijos. De la muerte en vida y de mis amigos muertos, de bares y clubes, de alcantarillas y estrellas, de vertederos y montañas de residuos. De tejones y búhos, de lobos y cisnes. Aquí está un hijo de Yorkshire. Aquí está uno que escapó. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete… Los niños buenos siempre van al cielo”.
Barrington Pheloung compone la magnífica banda sonora de la tercera de la trilogía. Adrian Johnston y Dickon Hinchliffe las igualmente extraordinarias de las dos previas.
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