domingo, 17 de diciembre de 2017
Incidente en Ox Bow
'Incidente en Ox-Bow (The Ox-Bow incident, 1943), es un tenebroso western, casi una pesadilla gótica, realizado con precisión admirable por William A Wellman. Un proyecto que se esforzó en llevar a cabo el propio cineasta, tras leer la novela de Walter Van Tinburg Clark (1941). Para poder realizarla se comprometió con la productor, la Fox, a realizar otras dos obras sin protestar ni pretender cambiar nada, que serían 'Thunder birds' (1942) y 'Las aventuras de Buffalo Bill' (1944). Se realizó en 1941, pero no se estrenó hasta dos años después porque no se sabía cómo poder vender una obra tan sombría. La obra fue un sonado fracaso, hecho que no dejó de recordarselo el jefe del estudio, Darryl F Zanuck, aunque fuera quien había defendido el proyecto, como producción de prestigio, frente al jefe de producción de la Fox, Bill Koenig. Henry Fonda, que aceptó el papel tras que Gary Cooper lo rechazara, declararía que, junto a 'Las uvas de la ira' (1940), era la obra que más apreciaba entre las que protagonizó durante aquellos años de contrato con la Fox. Se implicó plenamente, incluso evitando asearse durante lo que duró el rodaje para mantener ese convincente aspecto desastrado (como su rostro sin afeitar). El guión de Lamar Trotti, que había escrito otro con planteamiento ético afín, 'El joven Lincoln' (1939), de John Ford, adaptó fielmente la novela, con la excepción, por sugerencia de Wellman, de que sí se explicitará, en la secuencia final, el contenido de la carta a su esposa de uno de los tres inocentes ahorcados. Clint Eastwood la considera su obra predilecta, lo que no es de extrañar considerando que es quizá el cineasta que con más afilada contundencia ha desentrañado los abusos del poder (o en concreto, recuérdese la ofuscada furia del personaje de Sean Penn en su magistral 'Mystic river', tan desoladora en su conclusión como esta obra de Wellman.
El ser humano siempre ha sentido cierta inclinación para unirse en grupo, perseguir y acosar a otros, y realizar algún tipo de linchamiento. En algunos casos lo camuflan con algún tipo de justificación ética o de algo impreciso llamado justicia. Pero realmente quizá su motivación sea más básica, esto es, poder disfrutar de una sensación orgasmática de dar rienda a los instintos más feroces, esa bestia que palpita en nuestras vísceras y que brota en forma de acciones de revancha, despecho o venganza, o simplemente por gusto de disponer de vidas ajenas y destruir algo o alguien. La pulsión de poder sabe imponerse. O lo de poder ser a la vez juez, jurado y hasta verdugo. Hay obras que lo han reflejado con descarnada contundencia de 'Furia' (1936) de Fritz Lang a 'La jauria humana' (1966), de Arthur Penn, pasando por 'Ellos no olvidarán (1939), de Mervyn LeRoy, 'Han matado a un hombre blanco' (1949), 'The sound of fury' (1950), de Cy Endfield, 'Conspiración de silencio' (1954), de John Sturges, o en la también estremecedora secuencia de linchamiento de 'Cimarron' (1961), de Anthony Mann. Incluso, se revela bajo apariencias más legalizadas (o en la distancia de un veredicto) como en 'Doce hombres sin piedad' (1957), de Sidney Lumet. A veces aparece un razonable personaje como el que encarna aquí Davies (Harry Davenport),o el Lincoln de 'El joven Mr. Lincoln' (1939), de John Ford, y el Atticus Finch de 'Matar a un ruiseñor' (1962), de Robert Mulligan, que saben enfrentarse y hasta contener a la furia de la patulea dispuesta a tomar la justicia por su mano.
'Incidente en Oxbow' (1943), de William Wellman es una de las obras más implacables al respecto. La obra tiene una estructura circular: una pareja de jinetes, Gil (Henry Fonda) y Art (Harry Morgan) llega a las calles de un pueblo en la primera secuencia. El mismo plano cierra la película, con ambos jinetes abandonándolo, perdiéndose en la distancia, para entregar la carta a la esposa de uno de los linchados. A la llegada le sucede una secuencia en un saloon, y a la marcha le precede otra en el mismo espacio. La luminosidad distendida de la primera contrasta con la espectral atmósfera de la segunda. La primera destaca por singulares detalles excéntricos: los dos recién llegados contemplan una pintura, y preguntándose porque el hombre del cuadro (que asoma tras unas cortinas) no alcanza a la mujer postrada (lo que en parte revela cuánto tiempo llevan lejos de la 'civilización'). En un momento dado, el camarero les pregunta qué tiene en la cabeza, a lo que Gil contesta si hay que tener algo en la cabeza, y un tercer hombre, al fondo del plano, apostilla que barro en el ojo. El cuadro encontrará su correspondencia con la revelación posterior de que la mujer que Gil esperaba reencontrar, Rose (Mary Beth Hughes), se ha casado en otra ciudad. Por otro lado, ese diálogo de toque absurdo se revelará como premonitorio de un absurdo posterior más sombrío y doliente. ¿Qué tienen en la cabeza los que furibundos conforman la 'partida de caza' que ansían colgar a los que han robado ganado y,se supone, matado a un ganadero y que, exceptuando siete de ellos, parece que tienen más ansia de ajusticiar al primero que encuentren que parece sospechoso que dirimir lo que es justo? Barro en los ojos es lo que tienen, esa materia primigenia que nos define, esa bestia que se revela en cada uno, ya sea por la ceguera de la revancha, como Farnley (Marc Lawrence), que era amigo del ganadero, por sentirse de nuevo importante y afirmarse ante los ojos de los otros habitantes del pueblo, como el mayor Tetley (Frank Conroy), reflejado en el hecho de que porte su uniforme militar sudista para conducir la 'partida', y que ansía que su hijo, que no comparte sus valores, se convierta en un 'hombre'. Otros son meros borregos que se pliegan a lo que dice la mayoría o son sencillamente unos brutos (incluida la única mujer participante).
Cuando encuentran y capturan a tres hombres que consideran sospechosos, Martin (Dana Andrews), 'Papa' (Paul Ford) y Martinez (Anthony Quinn), no se esfuerzan en contrastar los argumentos que plantea Martin para justificar por qué posee el ganado del que creen asesinado, como rechazan la insistente llamada a la razón, a que se aplique la justicia legalmente, del anciano Davies, al que sólo se unen seis hombres más, entre ellos el único integrante afroamericano (detalle sorprendente en su época) o Gil y Art (el segundo conteniendo al primero en sus impulso de enfrentarse al resto porque les metería en problemas). La habilidad de Wellman se revela en hacer cuerpo de una indignación ética sin que el discurso anule el drama. Las tenebrosas sombras, del gran Arthur C Miller, cargan de afilada tensión el relato que parece transcurrir en la noche de los tiempos, en la de ese primitivismo que parece dominar al ser humano cual furia desatada a la primera oportunidad que se le permite dar rienda suelta. El lirismo se embosca en la crudeza de la falta de clemencia, de no saber ver sin barro en los ojos. Que además se revele que no eran los culpables (e incluso que ni siquiera el ganadero estaba muerto, sino sólo herido) acrecienta la desolación, que se hace manifiesta y palpable en la prodigiosa secuencia última en el salón, con los hombres como espectros apoyados en la barra, mientras escuchan a Gil leer la carta que escribió Martin antes de morir, dirigida a su esposa, en la que encendidamente cuestiona que nadie debe tomarse la justicia por su mano. Wellman encuadra a Gil mientras lee la carta, ocultándose sus ojos por la interpuesta ala del sombrero de Art. Una afinada y elocuente manera de reflejar la vergüenza que siente, esa vergüenza cuya sombra no debería abandonar a todo aquel que ha participado en tal ignominia.
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