lunes, 4 de diciembre de 2017
Al borde del peligro
En el cine de Otto Preminger los límites, de juicio, de discernimiento, se difuminan. La verdad se tambalea en un territorio movedizo. En 'Al borde del peligro' (Where the sidewalk ends, 1950), Dixon (Dana Andrews), es un hombre crispado, tendente a ser agresivo con los delincuentes, aunque de modo, y por causas, diferente a otro policía, el encarnado por Robert Ryan, en la posterior 'La casa en la sombra' (On dangerous ground, 1952). Este está al límite, ofuscado con una dinámica de trabajo, de vida, que le asfixia; en Dixon, hay otra raíz, que ha crecido torcida desde su pasado, que le ha condicionado ( y que iremos descubriendo a lo largo de la narración; o brotará cual liberación alquímica); además, detalle revelador, no somos testigos de esa violencia que ejerce Dixon (permanece en fuera de campo; como un fuera de campo, personal, tiene por resolver: el que influye en sus reacciones expeditivas). En la primera secuencia, Dixon es reprendido por su superior por las recurrentes denuncias sobre su comportamiento violento con sospechosos o detenidos (además, remarcando cómo eso no sólo ha impedido que ascienda en su trabajo sino que se le degrade, porque cualidades como policía no le faltan; en suma, se lo ha impedido él mismo).
Dixon matará accidentalmente a un sospechoso, Paine (Craig Stevens), cuando éste se resiste a la detención, y se golpea la cabeza contra el suelo. Dixon toma esa decisión que difumina los límites, entre el representante de la ley y el delincuente o criminal. Su deteriorada imagen, por su conducta violenta, y la, en cambio, ejemplar imagen del muerto, condecorado en la guerra ( y con amigos periodistas), le determina a ocultar el cuerpo, y establecer una escenificación (hacer pensar que el muerto cogió un tren para después arrojar el cadáver al río). Dixon se encuentra en ese 'entre' que tan bien se exploró en los más destacados 'film noirs', en el que ya no hay posiciones delimitadas. Dixon se encuentra enfrentado a, por un lado, actuar como un delincuente, intentando evitar, al ser parte de la investigación, que logren averiguar que él es el responsable de la muerte de Paine; pero, por otro, le puede la vena de policía, o de su sentido de la justicia, cuando el teniente Thomas (Karl Malden, bordando un policía obcecado, implacable y no muy perspicaz, en el que reincidirá en 'Yo confieso', 1952, de Alfred Hitchcock), piense, con convencimiento que, Jiggs (Tom Tully), taxista, y padre de la ex esposa de Paine, Morgan (Gene Tierney), es el asesino. Los escrúpulos,o remordimientos, de Dixon se desbordarán a medida que se vaya enamorando de Morgan.
Esa doble vertiente en la que se debate Dixon ( tan magníficamente reflejado en contenida interpretación de Andrews) se manifiesta en dos direcciones hacia el pasado. Por un lado, la que representa el gangster Scalise (Gary Merrill, que usa inhalador como años después el atracador que encarna Lee Marvin en la magnífica 'Sábado trágico', 1955, de Richard Fleischer) a quien intenta obstinadamente incriminar en el crimen,sabedor de que, a su vez, es responsable del crimen que había incriminado a Paine; pero en su determinación también subyace el hecho de que lo asocia con la verguenza de su propio pasado, ya que su padre estuvo asociado, en actividades delictivas, con Scalise. Es esa imagen residual, la de ser 'hijo de su padre', la que ha corroido a Dixon. Su agresividad con los delincuentes no era sino un desesperado intento inconsciente de borrar esa imagen del pasado, de desembarazarse de ese lastre, de esa 'imagen infame' que a él le 'salpicaba' (en lo que no deja de haber ecos de la persecución existente entonces de la 'caza de brujas': la violencia del que se debate con sus 'fantasmas'); representaba la expresión de un rechazo: lo que no quería ver en sí mismo como posibilidad. Por otro lado, en ingenioso detalle de guión (obra de Ben Hecht, basado en 'Night cry', una novela de William L Stuart, adaptada por Robert E. Kent, Frank P. Rosenberg, and Victor Trivas), Dixon descubre que Jiggs le ayudó siete años atrás en la resolución de un caso, cuando conducía el taxi con el que persiguió y capturó a unos delincuentes. Tarda en recordarlo cuando Jiggs se lo evoca, como si ese olvido fuera el reflejo del olvido de una faceta crucial en sí mismo (el sentido de la justicia, la integridad). Es como si mirara a alguien que había dejado de ser, en otra vida.
A ese respecto, una de las mejores (y sutilmente elocuentes) secuencias es aquella en la que Dixon acude a casa de Morgan, tras ser apalizado por Carlise y sus secuaces, y se pregunta, aturdido y magullado, por qué ha ido allí, a casa de Morgan, tiene que haber ido por algo. La razón, lo que comienza a corroerle, encontrar el adecuado abogado de prestigio que asegure la liberación de su padre. Otra de las sutilezas de esta magnífica obra narrada con una precisión y fluidez, con un sentido de lo sintético, proverbial, es el detalle de que Dixon porte a partir de cierto momento un esparadrapo en la cara, aunque sea en distinta zona, como el hombre que mató accidentalmente ( como la culpa que arrastra). No deja de ser significativo, también, que el desenlace, o la resolución de su enfrentamiento con su 'raíz torcida', Scalise, se puede decir que como un gesto de autocastigo, sacrificial, tenga lugar en un elevador que 'desciende'. Dixon se enfrenta a sus 'fantasmas', para enfrentarse a lo que pudiera haber sido, lo que rechazaba en su padre, allí donde termina la acera (Where the sidewalk endes) y comienzan los abismos en donde el caos reina, donde pierdes la conciencia y donde se oculta el cadáver de la integridad .
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