viernes, 17 de noviembre de 2017
Jupiter's moon
Europa y los satélites de los refugiados. En el hermoso plano de clausura de la anterior obra del cineasta húngaro Kornél Mundruczó, 'White god' (2015), un par de humanos se tumbaban en el suelo ante los sublevados perros. No era un gesto de subordinación, sino de reconocimiento, no exento de admiración. Un gesto que evidenciaba cómo las alturas desde las que los humanos contemplamos a los otros congéneres, por la condición con la que les estigmatizamos y desconsideramos, y aún más a las otras especies animales, no es la de la elevada espiritualidad sino las de la arrogancia desprovista de empatia. Con ese gesto se remarcaba cómo se hace necesario bajar de esas alturas al ras de suelo y mirarse en el reflejo de lo que sustancialmente somos, criaturas animales que miran a los otros sin querer imponerse sino reconociéndose en la mirada del otro, del otro humano, de cualquier criatura animal. Resulta coherente, en continuidad, que en su siguiente película, 'Jupiter's moon'(2017), sea un refugiado, Aryan (Zsombor Jeger), para seguir en la escala de categorías consideradas inferiores, a las que se puede desatender o abandonar sin sufrir remordimiento alguno, el que disponga de la capacidad de elevarse en las alturas, cuando además se supone que debería estar muerto tras ser abatido por los disparos de un policía al intentar cruzar, junto a su padre, la frontera desde Serbia, con el mordaz detalle añadido de que sea musulmán, en concreto de procedencia siria. En estos tiempos, una combinación, refugiado y musulmán, que para esta metafórica luna de Júpiter, o sea Europa, contiene las características más indeseables, molestas y amenazadoras. Por eso, no es de extrañar que en cierto momento se ironice con el hecho de que se le considere sospechoso de un atentado terrorista en una estación de metro. Aunque mientras sea utilizado, como atracción de feria, por sus cualidades voladoras o levitadoras, para suministrar beneficios económicos. Entre lo útil y lo excrecencial o reprobable hay una fina línea de separación, según el ángulo de enfoque.
En obras precedentes de Mundruczó, como 'Pleasant days' (2002) y 'Delta' (2008), aconteciera en un entorno rural o urbano, se destacaba cómo primaba en el ser humano la ponzoña de la crueldad. Sus relatos, asfixiantes, concluían con violaciones, o con asesinatos. Quizá por eso, en la película precedente, los perros, se revelaban contra los humanos, como la respuesta en forma de furia apocalíptica de la propia naturaleza. Ponían en evidencia esa ausencia ya de síntesis entre lo carnal y lo sensible. El ser humano se ha convertido en una embrutecida criatura que desprecia al animal en sí mismo, su reflejo a través de los perros, para convertirse en bestias que hacen de la realidad un matadero en su relación con el entorno. Esa capacidad, ilimitada, de desprecio y crueldad se ejerce también sobre otros humanos que no comparten la misma condición. El mismo título ironiza sobre este continente que parece aislarse, como un planeta lejano, de los satélites que buscan refugio en su territorio, como si fueran una infección que hubiera que mitigar, purgar o evitar. Además, de convertirse en chivos expiatorios útiles, por su condición musulmana, para proyectar hacia fuera la raíz de la infección, como si toda corrupción proviniera del exterior, nunca del nosotros (esa la unidireccionalidad de la negación), aunque a veces se torne en mala conciencia como se refleja a través del personaje con el que Aryan entabla relación, el doctor Laszlo (excelente Gabor Ninidze), quien ejerce de contraste, como el peso de la gravedad frente a la liviandad capaz de transcenderse. Un hombre que busca la redención por los errores cometidos, por la actitud irresponsable que incluso causó una muerte en el pasado.
A través de esta pareja singular se traza una cáustica fábula, sobre nuestras inconsecuencias, en forma de extrañamiento, como una pesadilla en precipitación, aunque integrando, como en la obra anterior, lo anómalo (allí la sublevación canina, aquí la capacidad levitadora) como una derivación inevitable, en forma de distorsión, de una realidad contemplada como un tumor. Por eso, el relato parece que se conduce como un continuo travelling en fuga, a través de planos secuencias que surcan escenarios sórdidos, en penumbras, o más bien de luces extraídas, como si la realidad fuera una sucesión de turbulencias en las que parece sustraído el posible equilibrio que propicie la armonía, esa que tiene que ver con la consecuencia y el respeto a los otros, sea cual sea su condición. Por eso, los momentos en los que la narración reposa, también los más bellos, son aquellos que adquieren la condición de trance, los vuelos en los que el joven musulmán asciende. Nos indican, con esa provisional reconciliación que no parece tener que ver con el ras del suelo en el que seguimos reptando mientras nos agredimos unos a otros, que hay una luz posible que está relacionada con no sentirnos por encima de otras especies y sí con incluso reconocer que podemos disponer de menos cualidades o capacidades que alguien de nuestra especie que pertenece a otra condición, incluso aquella que más despreciamos, como hoy en día la más estigmatizada en occidente, la musulmana. Sólo por mera humildad. Que nunca sienta nada mal, por lo menos como ejercicio de salud mental, aunque se considere tan poco útil.
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