jueves, 9 de noviembre de 2017
El tercer asesinato
¿Quién decide a quién se juzga? ¿Cuál es la verdad si cada uno quizá está tocando una distinta parte del elefante? El trayecto de 'El tercer asesinato' (Sandome no satsujin, 2017), de Hirokazu Kore Eda, es el que se recorre desde la cómoda posición escénica, pues la realidad se habita y plantea como un escenario, que hace uso de los argumentos convenientes, hasta derivar en la incertidumbre de las encrucijadas. En ese recorrido, el que realiza el abogado Tomoaki (Masaharu Fukuyama) influenciado y condicionado por su relación con el acusado de asesinato que defiende, Misumi (Koji Yakusho), no son las certezas las que se perfilan y esclarecen, sino que las preguntas se multiplican. Se altera y modifica la relación con la realidad. La mirada se confunde con el propio reflejo, incapaz de discernir lo real, por su condición escurridiza. Mimesi varía sus versiones. ¿Cuál es la real? ¿Cuál fue la secuencia de los hechos? ¿Cuál fue su motivación? ¿Cuál era el escenario de las relaciones entre y con los componentes de la familia del asesinado, la esposa e hija? En esa espesura de informaciones omitidas y cortinas de humos, de capas múltiples con diversas direcciones por la solapadas conexiones entre los diversos personajes, la mirada del abogado ve demolida su determinación primera, esa que, más allá de la verdad de los hechos, pueda configurar un escenario conveniente que beneficie a su defendido, una estrategia argumental que pueda reducir la condena.
La narración se inicia en la distancia, en esa capsula ajena a la realidad que representa un despacho de abogados, un escenario en el se perfila y urde el guión de una trama que pueda ser el más útil. En la distancia, la pragmática, la funcionalidad. Más allá del cristal, está el defendido, pero no es transparente sino que se irá revelando como un agujero oscuro que irá minando las certezas, e incluso irá modificando las convicciones. Tomoaki, en el proceso a través del que busca las informaciones que puedan resultarle convenientes, como fragmentos de realidad que, al ser enfocados, puedan determinar la percepción del conjunto, se empantanará en las interrogantes que le irán abocando a la desesperada incertidumbre, en buena medida porque despierta en él la avidez de conocimiento. Ya no basta con el escenario convenientemente configurado. En cierta secuencia, es testigo de que su hija llora. Pero poco después, cuando le pregunta el por qué, ella replica que es capaz de generar lágrimas. ¿Eran lágrimas reales?¿Era una escenificación por algún propósito? La mirada de Tomoaki ya no sabe qué discierne, qué sienten quienes están a su lado, y menos un extraño como aquel a quien defiende. ¿Qué parte del elefante está tocando? ¿Qué insuficiente perspectiva contempla sobre el otro o sobre unos hechos? ¿Por qué Misumi varía sus relatos, hasta el punto incluso de realizar la contradicción extrema, en cierto punto, de negar lo que había afirmado desde el principio, la ejecución del asesinato por el que se le juzga? ¿Cuáles son sus razones en cada momento?
En otro instante, Tomoaki se pregunta si Misumi juzgaba, por tanto castigaba, o salvaba. Por lo tanto, por extensión, ¿quién decide a quién se puede juzgar? Tanto por a quién asesinó Misumi como a Misumi mismo. Se pueden conjugar, confundir, el hacer daño y el salvar. En un mismo acto pueden confundirse. No resulta por tanto fácil juzgar, de la misma manera que aseverar que no todos tienen por qué vivir, cuando por ejemplo hay quienes nacen en un entorno de penurias y adversidades que convierten a la vida más bien en su negativo. Por eso, progresivamente, Tomoaki no sabrá cómo discernir a Misumi, por mucho que se esfuerce en comprenderle, porque sus actos parecen teñirse de paradojas. ¿Cómo alumbrarlas con certezas, con juicios que destierren sombras? Por eso, quizá se convierta ante todo en una vasija vacía en la que quien intenta discernir, y juzgar, quizá meramente proyecta. En los últimos encuentros, sus reflejos se confunden, como si la única certeza fuera la mirada que, impotente, forcejea para discernir lo real, al otro, las motivaciones e intenciones de Misumi, las cuales, cuando parecen esclarecerse, más bien amplifican las sombras por la dificultad de conjugar los componentes interconectados (por lo que podría perjudicar a otros).
La misma narrativa, de precisa sencillez, como una simetría aparente (en consonancia con la realidad como espejismo de certezas y simetrías), se desestabiliza sutil y progresivamente, a través de la duración de los planos y de las secuencias (como si se fueran escurriendo las certezas a la vez que se abren más ángulos, caso de las secuencias que comparten la madre e hija del asesinado), fugas oníricas que evidencian que quizá uno es también lo que mira, el otro, y difumina las distancias, transiciones que son brechas de miradas que empieza a sentir que pierde la conexión o el nexo con el contraplano, la realidad, y desemboca en esa confusión de reflejos, o cómo a veces pueden ser los reflejos más reales que la propia realidad (o ser el límite que no logra traspasarse), y la encrucijada de las incógnitas, conclusión pareja a la de otra obra sostenida sobre el principio de incertidumbre, 'Flores rotas' (2005), de Jim Jarmusch.
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