domingo, 3 de septiembre de 2017
La ofensa
Sean Connery accedió volver a interpretar James Bond en 'Diamantes a la eternidad' (1971), de Terence Young, tras llegar a un acuerdo que le permitía elegir, a cambio, dos proyectos personales (y el personaje que quisiera interpretar), siempre que la producción no superara los dos millones de dolares. El primero fue 'La ofensa' (1972), de Sidney Lumet. Fue tal fracaso que imposibilitó el llevar a cabo el segundo proyecto, una adaptación de 'Macbeth' que el mismo Connery pretendía dirigir, y que acabó realizando Roman Polanski, de manera desangelada. 'La ofensa' tardó más de siete años en conseguir algún beneficio, fue estrenada en pocos países ( en Francia lo hizo en el 2007), y en Norteamerica no se editó en DVD hasta el 2010. Este es el desafortunado trayecto comercial de una de las más magistrales obras que dio la década de los 70. Y, sin duda, una de las más turbias y descarnadas, desoladoras y tumescentemente siniestras que ha dado el thriller (o neo noir). Es un trayecto directo a los abismos, ese umbral que había cruzado el cine de Ingmar Bergman en aquellos años precedentes. Su atmósfera de malestar, incómoda y hasta obscena, es tan intensa como la que el cineasta sueco había logrado en obras como 'Los comulgantes', 'Pasión' o 'La verguenza' por ejemplo. Su turbiedad (también moral), casi terminal, es tan palpable como en 'Frenesí' (1972), de Alfred Hitchcock. La caída en el extravío y la indefensión desesperada, de un representante de la ley, es tan contundente, y dolorosa, como en 'Yo vigilo el camino' (1970), de John Frankenheimer. John Hopkins adapta su propia obra teatral, 'This story of yours', con la que Lumet ejemplifica la radical diferencia entre el arte escénico y cinematográfico haciendo de la fractura del montaje cuerpo de la mente del protagonista. Gerry Fisher logra transmitir con su paleta de luces y colores apagados, tenebrosos, los abismos en los que se sume la mente de un hombre que ya no es capaz de resistir el mirar de frente el horror cada día, por lo que el abismo le devora a él.
Connery no puede interpretar a un personaje más opuesto al de su célebre James Bond. Johnson es un inspector de policía, un hombre crispado, susceptible, que llega a su límite de resistencia, tras veinte años de dedicación a la labor policial, saturado de contemplar dolor, muerte y desolación, o como él dice, su trabajo se ha convertido en un bucle (que es cautiverio) de 'silencio, vacío y cuerpos muertos'. Sus últimas palabras son un 'Dios mío', consciente de a donde le ha conducido su trastorno, expresión que puede equipararse al ¡Horror! de Kurtz en las obras de Joseph Conrad y Francis Coppola. El detonante que le lleva a traspasar todo límite, es decir, a matar a un sospechoso, es la cuarta violación que ha sufrido una niña, por mucho que mantengan vigilancia a la salida de los colegios. Como prólogo de turbia incertidumbre, la película se abre con una secuencia que nos introduce ya en el abismo del trastorno, en la distorsión de una mente: imágenes en la comisaria, al ralentí, y superpuesta la luz de la lámpara del habitáculo donde se interroga ( semejante a un ojo; la perdida de visión de Johnson), con sonidos distorsionados. Sólo logramos distinguir un cuerpo en el suelo, y a Johnson de pie, con expresión aturdida, como si acabara de despertar de una pesadilla. Lo que ha ocurrido en ese habitáculo no se sabrá hasta el final.
La estructura narrativa asemeja a esa fractura de su mente. La espiral se desvía y muestra los otros escenarios deteriorados, heridos, de la vida de Johnson, prosigue con el interrogatorio al que le somete un superior para clarificar los hechos de su agresión, y concluye con la evocación de la fisura que desangra definitivamente la vida de Johnson, quien queda en el presente posterior, que es la espera de su reclusión, tras ser detenido por asesinato, y derrumbe de su mente. Lumet, en ese recorrido sinuoso definido por las astillas de fragmentos del pasado que arrasan ya la mente de Johnson, se centra en dibujar esa atmósfera de malestar, perceptible ya en las primeras secuencias, en la que los policías están apostados vigilantes a la salida de un colegio, a través de gestos y miradas, tensas, y una luz mortecina, nublada. Tras que detengan a un sospechoso, Baxter (Ian Bannen), quien erra, ebrio, por la noche de la ciudad cual sombra extraviada,con expresión aturdida, ausente, como un muñeco abandonado, Johnson siente el pálpito de que es el violador, y decide interrogarle sin comunicárselo a sus compañeros. Pero del interrogatorio sólo se nos suministran fragmentos. Su resultado es que Baxter ha quedado gravemente herido por la paliza que le ha infligido Johnson.
Pocas secuencias tan sobrecogedoras ha dado el cine, como precipitación el abismo, como las siguientes. El viaje en coche de Johnson a su casa, durante el que se alternan fragmentos inconexos de los casos de los que ha sido testigo a lo largo de dos décadas ( y que le han 'conducido' a extraviarse; la inconexión de esas imágenes entrevistas como flashes son el reflejo del estado de su mente). Como dirá, en la posterior secuencia, con su esposa, Maureen (Vivien Marchant), en el hogar (que transmite sensación de lugar inhóspito, mustio y desapacible), necesita que alguien meta las manos en su mente para lograr esa serenidad que ansía. Es de una crudeza, rayana en lo insoportable, el diálogo entre ambos: las frases de Johnson espetándole por qué no se cuida, por qué va tan desaliñada, por qué no es guapa ni siquiera atractiva (como tampoco lo es el mundo afuera, sólo la fealdad del horror), y su relato, por primera vez desde que se casaron (tras que ella se lo pida), de los múltiples horrores, de dolor, crueldad y pérdida, que ha presenciado. Esta secuencia, en la inmersión en las turbias fisuras que separan a una pareja, es equiparable, como decía, a Bergman (en particular, 'Los comulgantes': esa desoladora combinación de intemperie y sordidez vital), algo que ya había demostrado en 'Llamada para el muerto' (1967), en la relación entre James Mason y la bergmaniana Harriet Anderson.
Tras comunicársele que Baxter ha muerto, dos largas secuencias reflejan sendos enfrentamientos. El primero, con un admirable uso de las elipsis temporales, como sutil recurso de acentuar el desequilibrio, con el superintendente Cartwright (Trevor Howard), quien le interroga sobre lo que sucedió con Baxter y, posteriormente, como si se evidenciara, supurara, el núcleo de la infección, el momento crucial en el que una mente cruzó un umbral que supondría una fractura sin posible retorno: el interrogatorio, brutal, que él efectuó a Baxter. Como reflejo distorsionado, y hasta contrapunto catalizador, se insinúa sutilmente que Baxter es un hombre que ha llegado también al límite, al de la decepción con la vida, pero, en su cambio, su respuesta es la de la risa que revela un absurdo: es la desesperación que se torna carcajada. Mientras que Johnson, por el contrario, como el policía que encarnaba Alain Delon, en 'Crónica negra' (1971), de Jean Pierre Melville, lo que no acepta es la irrisión, sentir que él no es nada, que nada tiene sentido, que nunca logrará dominar el horror y la abyección del mundo, que él no es diferente a lo que combate, lo que propicia que ese horror le venza a él. Es la carcajada de Baxter la que detona su furia. Tras que Baxter haya compartido su hartazgo de que durante toda su vida ha soportado a gente que quiere imponer su voluntad (y hacer de la humillación y el sometimiento actitud de vida, como forma de afirmar posiciones), Johnson le pregunta si también lo sufrió con su padre, lo que provoca esa carcajada incontenible de Baxter (ante tal pregunta de rudimentario manual de psicoanalisis). Pero, por un momento, Johnson, deja translucir su fragilidad, su indefensión, su dolor (consciente, como le señala Baxter, de que sus pensamientos no se diferencian de las acciones de aquellos que persigue), y solicita ayuda a Baxter, quien le grita que él debe resolverlo solo. Pero Johnson es incapaz, no sabe cómo, o sólo la furia es con lo único que es capaz de reaccionar. Por eso destruye a quien le ha desnudado en su intemperie, inconsistencia e impotencia. El primer título de esta excepcional obra era 'Algo como la verdad'. Y Johnson no sabe enfrentarse a su terrible desnudez.
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