lunes, 18 de septiembre de 2017
Hombre
'Hombre' (1967), de Martin Ritt, empieza con una bella secuencia en la que Russell (Paul Newman) y otros dos indios apaches observan, al acecho, cómo un caballo negro 'estudia' el entorno que rodea una alberca de agua, por si hay alguna amenaza, para dirigir a ésta a la manada que comanda. Al no advertir la presencia de los indios, caen en la trampa que éstos han montado, encerrándoles tras unas vallas. No deja de ser un reflejo de cómo se siente el mismo Russell, cautivo en especial de su estigmatizada condición apache, emblema de una raza que ha sido enclaustrada en reservas, despojada de su modo de vida natural y abocada tanto a la explotación y la miseria como al desprecio xenófobo de muchos blancos. La particularidad de Russell es que es un blanco que fue secuestrado por los indios cuando niño, y aún adoptado por un blanco cuando fue liberado prefirió volver con los apaches, despreciando a la llamada civilización blanca. En la secuencia posterior, tras que Mendez (Martin Balsam), amigo al que solía vender los caballos (lo que ya no podrá ser por la llegada del ferrocarril que obliga a cerrar el servicio de diligencias), y que, como mejicano, por lo tanto más cerca de los indios que los blancos en consideración de categoría social, aboga por la conciliación o adaptación de conveniencia (aunque implique subordinarse), le informa que ha heredado el hotel de su padre. En ese momento, dos blancos muestran su desprecio, provocándoles, a los dos otros indios. Russell se acerca a uno y le golpea el rostro con la culata de su rifle. Mendez le dice que sigue actuando un salvaje, pero Russell le corrige, 'como un blanco'.
En esta respuesta se condensa el nihilista talente del personaje, y de la propia obra. Pero los 'civilizados ' también se sienten cautivos y atrapados, cada uno preso de la desilusión de un modo u otro: La pareja joven enfrentada, tras casarse, a sus precariedades y desidias (ella pasa todo el día en la cama) que no cumplen sus previas idealizaciones; el sheriff Braden (Cameron Mitchell) quien, tras que su amante durante un año, Jessie (Diane Cilento), le plantee que se casen, realiza una tétrica descripción de lo que es su vida mísera de sheriff, ante la cual lo único que desea es desaparecer (la única salida la encuentra uniéndose a la banda que posteriormente asaltará la diligencia); el agente del gobierno en asuntos indios en la reserva de San Carlos, Favor (Frederic March), cuando le espeten de qué ha servido el robar el dinero que pertenecía a los indios, responderá que 'envejecer es muy triste'; la esposa de éste, Audra (Barbara Rush) aludirá a la decepción que supone todo matrimonio (poniendo como ejemplo el suyo), porque la idealización inicial con respecto a los hombres siempre se torna en sórdido prosaísmo (la decrepitud del cuerpo del hombre que quince años atrás admiraba recitando poemas de Robert Browning). Todos estos personajes se unirán en un viaje en diligencia, que será asaltada por la banda que comanda Grimes (Richard Boone), encarnación de la depredadora falta de conciencia y del avasallamiento del otro (la purulenta oscuridad de la civilización blanca: su forma de intimidar al soldado para conseguir que le proporcione su lugar en la diligencia). Hombre del título es cómo uno de los bandidos llama al personaje de Newman, porque desconoce su nombre, pero no deja de ser un título elocuente, y cáustico, sobre la visión que ofrece de la naturaleza humana. Otro agudo detalle del guión de Irving Ravetch y Harriet Frank jr, que adaptan una novela de Elmore Leonard.
En este panorama humano tan tétrico como opresivo ( pero sin énfasis, sutilmente reflejado en la suave tenebrosidad de las imágenes, y cuidadas composiciones, jugando de modo admirable con distintos términos dentro del encuadre, la dilatada duración de los planos y secuencias, y los espacios: esa crucial mina abandonada que algo tiene de 'huis clos'), hay una excepción vital, el que encarna Jessie, mujer que afronta los avatares de la vida con una determinación que no se detiene en lamentos. Aunque haya perdido el trabajo en el hotel, porque Russell prefiere venderlo a cambio de caballos, es capaz de plantearle matrimonio al sheriff, y no amilanarse por la negativa, ni incurrir en discursos de decepción sobre los hombres ( como bien expresa ante Audra). Y, sobre todo, en el periplo que sufren, errando entre laderas escarpadas y desiertos, cuando son perseguidos por la banda, siempre planteará la necesidad de ser empáticos, de tener en consideración a los otros por miserables que sean, como reverso del escepticismo decepcionado de Russell que aboga por el preocuparse de uno porque la naturaleza del hombre, aunque se envista de civilizado, es la rapiña y el desprecio del otro. La rasgante y desoladora ironía es que la aceptación de Russell de la actitud de Jessie, admirado por su determinación, y rara honestidad, le abocará fatalmente a la tragedia, a la muerte, en una hermosa secuencia final, admirable colofón a una obra tan corrosiva como exquisita en su sutilidad y refinamiento estético, o un ejemplo de cómo transitar los senderos de la abstracción sin incurrir en la explicitud del discurso, sino más bien incidiendo en la fisicidad de un trayecto o trance en el que se palpan los elementos como manifestación corpórea de lo simbólico.
El hermoso tema principal de David Rose
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