lunes, 11 de septiembre de 2017
El tren
Al tercer día de rodaje Burt Lancaster decidió que no le convencía el enfoque de Arthur Penn. En su guión el tren no cobraba protagonismo, o no se ponía en acción, hasta la página 90. Penn quería centrarse, ante todo, en lo que representaba para los franceses el arte, por qué resultaban tan importantes para ellos esas pinturas que el invasor ejercito alemán, en retirada, en agosto de 1945, por la llegada inminente del ejercito Aliado, quería sustraer, y llevarse para Alemanía. Lancaster pensaba que debía dar más relevancia al tren, por lo tanto, a la mecánica, o músculo, de la acción, ya que tendría más posibilidades de tener éxito en taquilla (y compensar el escaso que había tenido 'El gatopardo', 1963, de Luchino Visconti), por lo que contrató a John Frankenheimer, con quien había ya trabajado en las excelentes 'Los jóvenes salvajes' (1961), 'El hombre de Alcatraz' (1962) y 'Siete días de mayo' (1964). Este se aprovechó de la circunstancia de urgente necesidad, y logró unas condiciones de contrato que determinaron que su nombre apareciera antes del título de la película, que el co-director francés, que debía colaborar según los términos de coproducción no apareciera en el plató, un Ferrari, y sobre todo, control completo del montaje final.
El resultado: una obra magistral con una modélica modulación narrativa por su refinado montaje ( de David Bretherton y Gabriel Longier), que armoniza la coreografía de la peripecia externa, la circulación narrativa orquestada a través de la figura del tren, y la compleja dramaturgia del dilema subyacente, que asoma como dolorosas fisuras en las interacciones entre los personajes, en especial, a través de sus acciones y miradas: véase cómo se pauta, evoluciona, y se modifica, la relación entre Labiche y Christine (Jeanne Moreau). Este despojamiento, o esta condensación, comparable a las de Robert Bresson en 'Un condenado a muerte ha escapado' (1956) o Jacques Becker en 'La evasión' (1960), encuentra su emblema en el hecho de que durante los últimos veintisiete minutos el personaje de Lancaster sólo dice dos frases. Y la asociación con ambas obras no es sólo por precisión y síntesis expresiva, y por la minuciosidad en la descripción de procedimientos y tareas, sino porque 'El tren' se centra en la acción, por parte de la resistencia francesa, de impedir una fuga (con los modos de quien efectúa un atraco o robo: de nuevo, Bresson y su 'Pickpocket' o Jules Dassin y 'Rififi', 1955). El largo pasaje en el que modifican las señales indicadoras de los pueblos que cruza el tren para que los alemanes crean que van en dirección a Alemania en vez de en sentido contrario es una soberana pieza de orfebrería de montaje.
El dilema que palpita en 'El tren' (The train, 1965) es claro, pero planteado con todas sus rugosidades. ¿Valen igual las vidas humanas que unas obras de arte, y más cuando estas, se convierten en emblema de un tesoro nacional, en representación de una identidad patria?. El coronel Von Waldheim (Paul Scofield) es un amante apasionado del arte. Y las pinturas del Louvre, como si se equiparara a un templo sacro, para él también representan una sensibilidad elitista que no tiene que ver con la zafiedad que considera posee quien intenta impedírselo, en concreto, Paul Labiche (Burt Lancaster), a quien escupirá que para él el arte es como un collar para un mono. Para él, esas obras son reflejo de cómo se considera a sí mismo, son para él el reflejo de su propia aristocracía de espíritu, de su condición superior, por lo tanto, una voluntad que debe ser siempre complacida. Aunque tendrá que usar otros argumentos disuasorios para que le conceda su superior el permiso de urgente traslado por delante de otros convoys: el valor material de esas obras de arte, su traducción a dinero. Las fuerzas de resistencia francesa están decididas a impedirlo. En buena medida, por lo que representa. Son un símbolo de una identidad, son su manifestación cultural. Su sustracción adquiere la condición de mutilación, de extirpación de un órgano vital. En tal grado, que implica la asunción del sacrificio de vidas, intercambiables, y prescindibles, frente a la singularidad del símbolo.
Labiche es quien expondrá los reparos, la perspectiva de quien no subordina la pérdida de más vidas, y aún más cuando se supone que en pocos días llega el ejercito Aliado. Y por añadidura, o sobre todo, porque está cansado de ver cómo mueren alrededor todos aquellos que han luchado junto a él. Ya sólo quedan vivos otros dos compañeros del grupo de resistencia con los que opera. Labiche es quien coordina la circulación de trenes, pero no deja de ver cómo muchos intentos de control se ven desmantelados por las sucesivas pérdidas. La vida en guerra se ha convertido en un pulso en el que sus estrategias, o 'sistema de control de vías de acciones saboteadoras', han conseguido complicar y sabotear 'el tráfico' del enemigo invasor. Pero ahora se enfrenta a una acción de interferencia más complicada , ya que el sabotaje de ese tren no contempla la opción, más expeditiva y que implica menos riesgos de pérdidas de vida, de explosionar el tren. Debe impedirse que el tren cruce la frontera hacia Alemania, pero no puede ser destruido.
La dirección de fotografía, de Jean Tournier y Walter Wottitz, parece esculpida en un severo blanco y negro que dota de esa textura que parece apresar a los personajes en una 'representación' que es una prisión, marcada por un sesgado fatalismo, como por una determinación que parece ciega, amplificada por el uso de lentes que potencian la profundidad de campo y la tensión opresiva por la interrelación entre las figuras en primer y segundo término, característico del cine de Frankenheimer: cfr. el rostro de Lancaster en primer plano suplicando por la vida del maquinista Papa Boule (Michel Simon), y al fondo el cuerpo de este, hasta entonces oculto tras una pared, cayendo tras ser fusilado. Un peso que parece alentar cada imagen que encuentra su correspondencia en el rostro de un magnífico Burt Lancaster que ejecuta decidido su misión, pero como si fuera él mismo un engranaje. Una misión que es pesar, una obligación dolorosa que, para mantener su determinación, debe afrontar con el gesto circunspecto, el rostro de alguien dispuesto ya de entrada a encajar las dolientes pérdidas de las que será testigo por el trayecto. Un héroe pétreo, paradójico, como una máscara en movimiento.
La importancia de una maquina como protagonista, y objetivo, de la trama, impregna a la misma narración, tramada como un afinado mecanismo de relojería, en la que las estrategias y tácticas son las que hacen avanzar la acción, en ese duelo, o partida de ajedrez a contrarreloj, entre los intentos de la resistencia por impedir que ese tren salga de Francia, y las previsiones alemanas para sortear o dinamitar sus propósitos y eliminar a quienes colaboran: tras la eficaz acción, o elaborada 'escenificación' de la Resistencia que implica el retorno del tren y colisión resultante, cuando ya pensaban que habían cruzado la frontera, se efectúa una purga en las diferentes estaciones que habían colaborado.
El pulso o misión adquiere la condición de escenario en el que los humanos son actantes, piezas de un engranaje, funciones de una partida. Y a veces las apariencias pueden ser difusas, y parecer el enemigo, como Labiche y sus dos compañeros, cuando el tren que conducen es ametrallado por un avión aliado. A la inversa, deberán pintar de blanco los tres primeros vagones para que el tren de las pinturas no sea bombardeado por los aviones aliados, una acción que, paradójicamente, determina la pérdida de vidas de resistentes. Al final, Labiche se convertirá en la implacable 'sombra' del tren, otra entidad, determinada, que no cejará en su propósito, cuál autómata espectral. Las imágenes finales, que alternan planos de las pinturas y de los cadáveres de los sacrificados, es el remate elocuente de una obra ejemplar en su modulación narrativa y seca como un fustigazo en su rasgón de un tenebroso y doliente dilema, donde el escenario se superpone a la vida.
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