jueves, 31 de agosto de 2017
El arte de un gran trailer - Westworld Temporada 2
Ya sé que se difundió hace ya unas semanas, pero si hay trailers que meramente parece que destripan la película, como si quisieran resumirla en poco más de dos minutos, hay auténticas piezas cortas magistrales como el muy sugerente trailer de la segunda temporada de Westworld, cuya primera temporada es una de las obras más excepcionales que ha dado este siglo el cine o la televisión...
martes, 29 de agosto de 2017
Tempestad sobre Washington
Otto Preminger fue el primero que desafió a la imposición de la lista negra que se había establecido en Hollywood. Precisamente, por contratar abiertamente, sin obligar a usar seudónimo, como guionista de 'Éxodo' (1960), a Dalton Trumbo, uno de los de Diez de Hollywood que se habían negado a testificar ante el Comité de actividades antiamericanas en 1947, por lo que serían encarcelados durante un año. Al mismo tiempo, 48 ejecutivos de los Estudios de Hollywood, entre ellos, por supuestos, los jefes de los mismos, establecieron la declaración Waldorf, en la que deploraban el comportamiento de los Diez de Hollywood, y afirmaban que se comprometían a tomar las correspondientes medidas con respecto a a componentes subversivos y desleales, e invitaba al gobierno a redactar una ley en la que se explicitara qué medidas tomar con respecto a los sospechosos de afiliación comunista. En los Estudios de Hollywood se establecería una lista negra no detalladamente explícita, aunque en 1950 se publicaría una lista negra, en el panfleto Red channels, de 151 integrantes de la industria de Hollywood, con una proporción más elevada de guionistas, calificados como fascistas rojos y simpatizantes. Aquel que era nombrado quedaba imposibilitado de ser contratado de nuevo. Algunos se exiliaron, otros recurrieron al uso del seudónimo o de las tapaderas (otros guionistas).
Preminger además de feroz combatiente de estigmas lo fue también de los tabúes. Fue el cineasta que más desafió al código de censura. En 1953 le negaron el sello de aceptación para 'The moon is blue' por su tratamiento ligero del sexo ilícito, la virginidad y la castidad. Preminger, con el apoyo de United Artists, no dudó en recurrir a los tribunales para conseguir que se pudiera proyectar en algunos Estados que habían prohibido su exhibición (en una pequeña población de otro estado se proyectó separadamente para hombres y mujeres). El éxito de la película comenzó minar el poder del Código de censura. Posteriormente, proseguiría ese pulso por el tratamiento abierto del la adicción a las drogas en 'El hombre del brazo de oro' (1955). Y abriría la senda de su derrumbe definitivo con el enfrentamiento producido por 'Anatomía de un asesinato' (1959). Preminger no cedió a sus requerimientos de que fuera censurado el uso de las palabras violación, esperma y climax sexual. Estigmas y tabúes son cuestión nuclear en la magistral 'Tempestad sobre Washington' (Advise and consent, 1962). Unos y otros centran las dos partes de la narración. En la elección del secretario de defensa, pesa sobre el candidato Leffingwell (Henry Fonda), propuesto por el presidente (Franchot Tone), la sospecha de un pasado comunista (que se consideraría, para algunos, como una mácula que anula su merecimiento para tal cargo). Para condicionar a quien dirige ese comité de senadores, Anderson (Don Murray), se le chantajea por una experiencia homosexual que vivió con un compañero de armas en el ejercito (en este aspecto, fue la primera producción de Estudio que mostró un bar de ambiente gay).
'Tempestad sobre Washington' (Advise and consent, 1962) está impregnada de una grisácea luz que dota de una singular condición fantasmal al escenario donde se desenvuelven los sombríos entramados de las diferentes maquinaciones políticas. Es un espacio mortecino, despojado de vida, un mundo sonámbulo atrapado en el artificio de su teatro, como si todo estuviera tamizado por una luz glauca. ¿Y que se dirime en este escenario, qué simulacro que parece dotar de movimiento a lo que no son más que resortes que ahogan las condiciones humanas? Se dirime una figura crucial en la definición de la política exterior, el Secretario de estado. El presidente, que padece una enfermedad terminal, propone a quien considera que aplicará su misma perspectiva y actitud, Leffingwell. Pero esta elección no será del gusto de algunos, sobre todo de los pertenecientes la linea más conservadora, encabezados por el astuto Cooley (extraordinario Charles Laughton en su última interpretación; fallecería seis meses después del estreno), porque ven en él a alguien no sólo de ideas inquietantemente progresistas, sino amenazadoramente conciliadoras con aquello que consideran el enemigo, el bloque comunista. Cooley considera, incluso, que debilitará la posición de fuerza de Estados Unidos, como si la flexibilidad y animo conciliador y dialogante de Leffingwell, que acepta las concesiones como posible consecución de convivencia armoniosa, implicara subordinación y sometimiento. La palabra concesión, para el inflexible Cooley, implica lesión del orgullo, degradación y debilidad. Asocia la flexibilidad con la absorción y anulación de los propios valores.
Leffingwell carece de cualquier afán beligerante, y, por añadidura, posee la molesta aura de intelectual. Así que Cooley buscará ese flanco débil, para la opinión pública, sobre el que devaluar su imagen pública, y lo encuentra en su participación décadas atrás en un grupo comunista. Él no se avergüenza de su pasado, y aboga por la transparencia en la actuación política, pero estamos en el espacio escénico de las imágenes convenientes, y ahí se topa con lo que implica ese aspecto como fisura en su imagen pública, y más si afecta a otros políticos en ese pasado compartido. La letrina de la política se alimenta de la necesidad de vergüenzas que no deseen desvelarse. O que haya quienes la consideren así, aunque uno mismo no lo sienta de esa manera, como le ocurre a Leffingwell, quien lo considera como una fase del proceso de formación y aprendizaje de la vida, esa fase de la vida en la que contrastas para definir y perfilar tu actitud. Por eso, decidirá retirarse del escenario, porque pondría en riesgo a otros que no quieren desvelar esa actividad pasada, y porque sabe que no se dirimen sus cualidades reales, distorsionadas por la imagen pervertida generada por la mezquindad ajena. Y porque alguien como él, que apuesta por la transparencia se ve forzado a mentir, a ocultar un pasado del que no se avergüenza, para que no lo usen como instrumento descalificador en el mercado de los valores de imagen que prevalece en el escenario político. Y, por añadidura, porque se ve forzado, alguien cómo él que apuesta por la integridad, a humillar públicamente a un testigo de sus actividades pasadas para anular su testimonio.
Preminger plantea, por un lado, cómo la mentira (la negación de su relación pasajera con células comunistas), en este caso, resulta necesaria, porque la verdad, que se pretende desvelar, realmente no es reveladora, sino distorsionadora (no es comunista), valga la paradoja. Respecto a este aspecto, señalar que, en la sociedad estadounidense, esa persecución nominal de comunistas implicaba, en su sentido amplio, un intento de anulación de las actitudes progresistas (tanto en aspectos culturales, como políticos o económicos: en 'El gran desierto' de James Ellroy, por ejemplo, se plantea cómo sirvió en Hollywood para anular las luchas sindicales). Pero, a la vez, plantea el conflicto ético, de confrontación con la integridad y la consideración de las vidas ajenas (a las que afecta por extensión), tanto por la utilización de la mentira como por las consecuencias de las distorsiones que pueden derivar de la verdad.
Quien tiene la decisión última en decidir si Leffingwell es el candidato válido sufrirá lo opuesto. El joven senador por Utah, Anderson, es un hombre de valores rígidos, y esa es su perdición. Cuando le presionan para que tome una posición, le chantajean con un episodio de una relación homosexual que vivió durante la guerra, y esto le supera, porque en su caso, sí supone, a diferencia de Leffingwell, una vergüenza. Para él supondría no sólo un deterioro de su imagen, sino el afrontar algo que su mentalidad no ha logrado asimilar con naturalidad, sino que ha ocultado, incluso a su esposa, porque más bien lo vivió como un desliz circunstancial ajeno a él (como una anomalía, no como una parte de un proceso de formación, como Leffingwell). y le conducirá a la muerte, al suicidio, al no poder soportarlo (su integridad le impide ceder a la presión, pero a la vez no consigue siquiera compartir con su esposa el conflicto que sufre, porque nunca ha compartido con ella esa experiencia pasajera pretérita). Anderson, que no se mostraba flexible con respecto a Leffingwell, porque había mentido al comité, sin intentar comprender sus razones, se encontrará en su misma posición, y también miente u omite. Quien juzga se ve en la misma posición de aquel a quien juzgaba de modo inflexible. Y es incapaz de afrontar esa posición de estigma, porque también le pesa la del juez rígido. El presidente, cuando intentaba convencerle de que fuera comprensivo con el motivo de la mentira de Leffingwell, o la no necesidad de la verdad, le intenta hacer ver que no todo en la vida es blanco o negro, que también hay grises, matices, circunstancias, que hay que considerar. Pero Anderson no compartía esa perspectiva, para él si hay blanco y negro, opuestos que son lo deseable o lo indeseable. Esa concepción rígida será la que determine su muerte voluntaria, como quien asume la derrota de su irresoluble contradicción.
Al respecto de ambos procesos, los de Leffingwell y Anderson, es interesante observar que no se plantea si es verdad o no aquello de los que se les acusa, o de los que se les quiere estigmatizar o condenar, sino que se pone en cuestión el estigma o el tabú, sus cloacas y abismos. Porque ¿Quiénes son? Ambos vivieron esa experiencia, pero esa revelación no convierte a la verdad en iluminación, ni siquiera necesariamente en definición de una identidad, sino que confronta con, o evidencia, la condición del ser humano como ser en proceso de formación y su multiplicidad. El estigma y el tabú reducen y distorsionan, como alfileres de taxidermista. Son instrumentos de la concepción de la realidad como escenario, como entramado e institución de mascaras, de cuadrículas y casillas que encajonan las evaluaciones de la conducta humana, y su repertorio de atributos, como un rígido código de circulación.Cáustica ironía, la decisión de Anderson no hubiera tenido, al final, relevancia alguna, ya que el presidente muere antes de que el senado realice la correspondiente votación de aceptación o no del candidato. Su puesto es tomado, de nuevo apunte salazmente irónico, por el vicepresidente (Lew Ayres), un personaje humilde, sensato y templado, ajeno a las intrigas, en todo momento en la periferia del juego de las estrategias porque nadie le tiene en consideración. No sólo es que la muerte de Anderson haya sido inútil, sino que desvela la abyecta condición de un teatro donde la condición humana es ultrajada y subordinada al espectral símulacro de una representación donde los individuos son piezas de un tablero. Al final, sólo queda el escenario y esa ilusión de movimiento de figuras sin identidad en el teatro del congreso, el cruel engranaje de una institución. Espectros en espera de un nuevo drama.
domingo, 27 de agosto de 2017
Verónica
La sombra quemada. Cuando aún eres una sombra que no acaba de perfilarse como cuerpo, cuando no eres niña ni mujer, cuando aún tu cuerpo no sangra porque una emoción difusa te bloquea, cuando tu madre está ausente cada día y debes ejercer como responsable madre sustituta con tus tres hermanos pequeños, quizá te confrontes con un incierto monstruo que no acaba de perfilarse sino que parece una sombra que asemeja a un cuerpo abrasado. Y siempre aparece cuando tu madre no está. En 'Verónica' (2017), de Paco Plaza, Verónica (Sandra Escacena), una chica de 15 años, realiza con una ouija, en el sótano de un colegio, junto a dos amigas, la invocación de su padre irremisiblemente ausente, por fallecido, y desencadenará unas siniestras y trágicas consecuencias. Quizá invita a lo innombrable, una entidad tenebrosa que se adhiere a ella como un parásito dispuesto a dañar a sus seres queridos, los que están bajo su protección, sus hermanos. O quizá tenga que ver con los sótanos de su mente. O quizá ambas cosas, porque Plaza juega con habilidad con la ambivalencia. Ante todo perfila una circunstancia, un estado, aquel en el que se encuentra Verónica en su vida, el vórtice del que surgen las tinieblas, sea cual sea su naturaleza.
Verónica se siente sola, como se siente su madre (Ana Torrent), pero esta distrae y aturde a su soledad con su dedicación al bar que regenta, el cual absorbe y ocupa su vida, o la posee, como una entidad siniestra, por lo que se convierte en una figura ausente, una figura que falta, y que se añora, como quien deja desasistida. Así se siente Verónica, a la que supera y abruma la responsabilidad, como si de niña o hija hubiera pasado a madre o adulta sin vivir las fases intermedias. Y sin aún serlo. Por eso invoca al padre, como quien solicita ayuda para disponer de la fuerza necesaria o alivio para una vida que siente condenada, o poseída, como extensión de su madre. Su vida es un grito silencioso. Por eso, la transición al pasado, en la introducción, se realiza a través de un grito. De hecho, la película se inicia con una llamada de auxilio a la policía. Los agentes acuden, en una noche cerrada, lluviosa, al domicilio, que encuentran arrasado. Ya se nos empapa con una atmósfera tenebrosa, sofocante, pero que deja el contraplano de la incógnita, lo que descubren, para una evocación de los tres días anteriores, el por qué de ese grito de auxilio, en un sentido amplio. Se presenta como un informe policial, el único en España en el que un policía constató ser testigo de fenómenos paranormales, en Madrid en 1991, pero la película se despliega en un sugestivo terreno de la abstracción, los reflejos de las sombras interiores.
Verónica como la recientemente estrenada 'Abracadabra' (2017), de Pablo Berger, se enfoca hacia las posesiones, y ambas desde un enfoque, o padecimiento, femenino. Ambas se desarrollan en ambientes corrientes, el de una clase media baja, un entorno ordinario, deslustrado, como el escenario de las aguas residuales en los sótanos de una sociedad bloqueada, o poseída, sea por un machismo ancestral (reflejo de una transición social y cultural incompleta), representado, en 'Abracadabra', en el marido poseído, o en 'Verónica', por la insuficiencia económica que asfixia las múltiples vida que sobreviven apuradamente en nuestra sociedad, como quien asoma la nariz con dificultad en la superficie del agua con la que se forcejea para no ahogarse. La primera incide en lo grotesco, reflejo de la indefinición de quien, como la esposa, se ha resignado a la decepción, o la ha barnizado con la asimilación de la costumbre, la convivencia con ese prototípico marido cerril, brusco, desconsiderado, futbolero, arrogante y gañán, quien, poseído, parece otro, atento, servicial, amable, aunque quien le ha poseído se revele que fue un asesino. La mujer no elegirá ni a uno ni otro, sino a sí misma, tras tomar consciencia de que funcionaba como un resorte no sustentado en la preferencia ni en la afinidad. Lo que no pudo ser, como alternativo reflejo masculino, se revela, por degradación o inhibición, como otra variante desquiciada.'Verónica' incide en la desesperación (incluso, en lo trágico), el colapso de la sombra que amordaza y asfixia: como el gesto de la mano, en plano cenital, sobre Verónica, tanto de esa indefinida criatura de apariencia carbonizada (en correspondencia al estado emocional de Verónica) como de la madre.
'Verónica' transita los senderos de las obras centradas en entornos (casas, mansiones, pisos) asediados por amenazas sobrenaturales, reflejo de los asedios interiores que sufre la protagonista, incapaz de ver qué padece, o que ella misma es el lobo que la persigue: por eso, su contrapunto, quizá lúcido, quizá reflejo, es una monja ciega, con la que dialoga, siempre, en el escenario del sótano de la escuela, como si dialogara en el sótano de su mente. Su mirada no se diferencia de la que contempla la realidad, y a sí misma, a través de un cristal esmerilado: por eso, la amenazante sombra se torna, cuando se abre la puerta de cristal esmerilado, en su madre. Por eso, la primera aparición de esa criatura siniestra es tras ella, en segundo termino del encuadre, como si fuera la sombra que arrastra, cual condenada, y después se refleja en la pantalla del televisor. La introducción de la película, como los fragmentos de una fractura que aún no perfila el conjunto de las piezas, nos sumerge en la interrogante y en la fisura de lo siniestro. Y esta se quemará lentamente, como el reflejo que asocia la sombra de lo monstruoso con el peso de las ausencias, las carencias y la falta de una niña que aún no sabe ser mujer.
sábado, 26 de agosto de 2017
Ana, mon amour
Las fracturas del amor. ¿Por qué Toma (Mircea Postelnicu) se ata o agarra a Ana (Diana Cavallioti)? Quizá no la ama, quizá más bien le hace sentir seguro. Es lo que plantea el psicoanalista que asiste a Toma, en una de las secuencias que ejercen de contrapunto en la narración fracturada, elíptica y con diferentes saltos en el tiempo, adelante y atrás, que define 'Ana, mon amour' (2016), de Calin Peter Netzer. Esa pregunta, el por qué de esa dependencia, recorre la narración, que asemeja a una lesión en proceso de rehabilitación. El vórtice de turbulencias de la anterior, y también espléndida de obra de Netzer, 'Madre e hijo' (2013), también era la dependencia. En aquella, un hijo había intentado denodadamente durante 34 años liberarse del avasallamiento de su absorbente y dominadora madre, quien no había dejado de marcar la dirección de su vida, como si se hubiera impuesto como su piloto automático. Una circunstancia crítica, el fatal atropello de un niño por parte del hijo por realizar un imprudente adelantamiento, propicia que al fin se decida a romper amarras, a sublevarse, a dar un volantazo y empujarla fuera, al arcén, para enfilar el horizonte sin su opresivo influjo. Con el coche pretendía adelantar a otro, el cual aceleró para dificultarle que lo consiguiera. Así había sentido la vida con su madre, quien de nuevo interviene para moldear la circunstancia a su conveniencia. Pero el hijo quiere ya afrontar la realidad, como prefiere asumir su responsabilidad cara a cara con el padre del niño. Por eso, embiste a su madre, porque se siente asfixiar, porque ya no resiste más su invasivo control. En 'Ana, mon amour', Toma gesta su dependencia, y se enmaraña en la misma.
La acción dramática de 'Madre e hijo' se circunscribe a un muy breve periodo temporal, unos pocos días, pero 'Ana, mon amour' abarca varios años, como un accidente que acontece lentamente, con sucesivas fracturas, algunas de las cuáles parecen curarse, pero otras resultarán irreversibles. El retrato de la familia de 'Madre e hijo' no dejaba de ser emblemático de una sociedad,y lo mismo puede decirse del retrato de esta relación de pareja. En ambos casos las nociones de accidente o fractura y dependencia se revelan como reflejo del cuerpo lesionado de la sociedad rumana. El estilo no diverge de la obra anterior. Hay carencia de música. La iluminación no es tenebrista como en la precedente, pero parece degradada, como si fuera a descomponerse en cualquier momento, como si faltara luz, y aire para respirar. La secuencia inicial también transmite la sensación de que hemos entrado con la proyección ya iniciada, como si fuéramos testigos de un pedazo de vida en continuidad. El estilo es despojado, austero, como si se hubiera sajado la carne y sólo quedara el hueso. Es una visión abrupta, que magulla y deja rasponazos. La cámara tiembla, realiza algunos sucintos reencuadres, como sacudidas, como si respiráramos, o boqueáramos, y sintiéramos con los personajes, como si también nos afectara esa falta de luz, esa confusión vital, ese remolino de emociones.
En la primera secuencia Toma y Ana hablan sobre Nietzsche y las distorsiones, los malentendidos y equívocos sobre sus ideas, como por ejemplo la del superhombre. Su relación no deja de perfilarse quizá también sobre equívocos y distorsiones, sobre las proyecciones y transferencias que no se sabe que se establecen, en la que también influyen y pesan, como un lastre difuso, las relaciones familiares. Las relaciones de uno y otra con sus padres son crispadas, como si las palabras fueran alfileres que no dudan en convertirse en bofetadas. Uno y otra parecen evadidos de cautiverios que han asfixiado su vida. Quizá de ahí deriven los constantes ataques de pánico y ansiedad de Ana, como ya sufre uno en la primera secuencia por el mero hecho de mancharse el vestido. Quizá de ahí derive la atracción que siente Toma hacia ella, esa seguridad que le reporta ser el salvador, una ilusión de superhombre, de hombre que soluciona lo que parece constantemente a punto de quebrarse y fracturarse, como si así compensara lo que irremisiblemente se rompió entre sus padres.
Durante esos primeros años, desde que se conocen en la universidad hasta que ella da a luz, la relación se convierte en un vaivén en el que Toma no deja de ser quien intenta dotar de cimientos firmes a una relación que se asemeja a la forma de una jirafa, un cuerpo que parece que en cualquier momento puede romperse por su apariencia desajustada: es lo que transmite la inestabilidad de las oscilaciones emocionales de Ana, como una congestión que no acaba de supurar. Y con el nacimiento del niño, como si se diera luz a sí misma, como si purgara sus miedos, el escenario se modifica e incluso invierte. Ana crece y se estabiliza como si encontrara el equilibrio, mientras que Toma se ofusca y se encoge en una mirada insegura y suspicaz que teme que ese cuerpo, ahora ya no vulnerable y frágil, que dependía de él, se fugue y enfoque en otra dirección, en otro hombre, porque ya no le necesita. Toma se analiza, con la asistencia de un psicoanalista, para lograr discernir por qué quiso a esa mujer, por qué creía que la quería, cuál era el fundamento de que se sintiera tan atado a ella. Cuando aquel cuerpo dejó de sentir asfixia, y ansiedad, y se iluminó y liberó, se encontró con el reflejo de su propia inconsistencia. Amaba en ella su dependencia de él.
viernes, 25 de agosto de 2017
Alaska
Alaska es el emblema de esa voraz codicia de los sueños elevados, o quizá más bien de las posiciones más elevadas, que transmiten sensación de inmunidad, que pueden lesionar el logro del acto de realización más pleno, esa conexión íntima excepcional con alguien que sientes tan próximo como tu propio tuétano. En 'Alaska' (2015), de Claudio Cupellini, Alaska no es ese espacio geográfico que siempre parece asociado con un entorno más cercano a la naturaleza que a la civilización, por lo tanto, distante de lo que consideramos nuestro entorno familiar, sino una discoteca, un escenario que representa ese escenario distante al que se aspira como logro de la posición de privilegio material que ya no siente las carencias ni la amenaza de la precariedad. Es lo que representa para Fausto (Elio Germano), pero esa apuesta, esa decisión, pasa por tomar, sin pedir permiso, 10.000 euros, a la mujer que ama, Nadine (magnífica Astrid Berges-Frisbey), por lo que deteriora la luminosa armonía que su relación había establecido. Y todo porque él no aceptaba que fuera ella la que ganara más, por su trabajo de modelo, mientras él tenía que sufrir un trabajo, como transportista, que le reportaba escaso dinero. Le hacía sentir que era poco. No le parecía suficiente con el logro de esa excepcional complicidad y sintonía que ambos sentían. Su mismo nombre, Fausto, ya ilumina el modelo que representa.
Esa inclinación ya se intuía desde el principio, desde el momento que se conocen, él como empleado de un hotel de lujo y ella como aspirante a un casting de modelo. Como recurso de cortejo Fausto le enseña la suite más lujosa, que cuesta 15000 euros al día. Ese recurso de impacto no deja de ser una apuesta elevada para conseguir a quien aspira, y por lo tanto tiene sus riesgos, que se materielizan infaustamente, cuando les sorprende el cliente. Fausto, para defender a Nadine, responde con una agresión que implicará su ingreso en prisión durante dos años. Es el primer obstáculo en una sucesión de desencuentros, separaciones, distanciamientos, reencuentros y reconciliaciones que jalonan, durante años, la accidentada relación de Fausto y Nadine. En ocasiones, la armonía dura un tiempo hasta que alguien la daña de un modo u otro. Durante la estancia en prisión a ella le cuesta mantener el contacto porque no quiere sufrir esa distancia, y él piensa que ella ya no le corresponde. Tras las disputas por el uso del dinero para la discoteca Alaska sufren un accidente de coche que determina graves lesiones en una pierna a Nadine, y una larga rehabilitación, con su consiguiente dosis de amargura, resentimientos, tensiones latentes, que derivan en gestos pasajeros, desvíos de atención, que buscan la devolución de un daño aunque no esperen que el efecto sea tan radical, y pueda derivar en separación.
Los vaivenes no sólo definen el escenario de su relación sentimental, con sus lesiones, fracturas, rehabilitaciones y curas, sino los periplos de ambos en el escenario de la posición económica, incluso con una dimensión paradójica. Quien al principio dispone de una posición más boyante, tendrá en los pasajes finales una posición menos rutilante. Y el otro a la inversa. Si al principio él ingresa en prisión, al final será ella. Aunque, por momentos, tengan relaciones más duraderas, o simplemente pasajeras, con otros, la conexión que sienten ambos no es comparable con ninguna, aunque en ciertos instantes, por el dolor sufrido, parezcan sentirse reticentes a una reconciliación. Pero al final las distancias de los sueños ofuscadores son desterrados, y afirman a ras de suelo, más allá de cualquier distancia impuesta, aunque sea por encarcelamiento, una conexión única que supera cualquier límite, incluso los que uno y otra imponían con sus miedos o enajenados obcecamientos de domar las alturas.
miércoles, 16 de agosto de 2017
Bienvenido Mr Chance
'Bienvenido, Mr. Chance (Being there), de Hal Ashby, es una producción de 1979, el mismo año de 'Alien' (1979), de Ridley Scott, con cuyo alienígena protagonista se podrían rastrear concomitancias de ácido corrosivo metafórico con respecto a Chance (Peter Sellers), que no deja de asemejar a un alienígena intruso, aun inofensivo, en las esferas del poder: en cierto modo, representan la conjugación de la dictadura corporativista y las marañas del escenario político (o también pantalla política): el ácido y la inconsciencia. También fue el año de 'Apocalypse now' de Francis Coppola, que podría haber sido otro irónico título para esta aguda sátira política, basada en una novela de Jerzy Kosinski. Aunque, además de constituirse en revelador reflejo de su tiempo, también es una certera visión premonitoria de lo que no sólo se estaba gestando sino que además parecía irreversible.
Pero ¿Quién es Mr. Chance?. Chance (Peter Sellers) es un jardinero, bordeando los 50, que ha vivido toda su vida en la misma casa bajo la tutela de un millonario. Nunca ha salido al mundo exterior, y su conexión con la vida, o realidad, es la televisión. Aún más, su realidad es la pantalla del televisor, los diferentes canales que la componen. La realidad está compuesta de esos fragmentos. Ver la televisión es lo que más le gusta, aparte de la jardinería. Su vida se compone de plantas y canales. El mismo parece una planta. O quizá ha alcanzado un estado de serenidad zen. No se aprecian en sus reacciones y conducta ninguna agitación, no parece dominarle la visceralidad. Transita por la vida con desapego y calma, como si no existiera amenaza alguna ni nada le conmocionara ni trastornara. Un jardín y una pantalla contentan sus deseos. Chance observa entregado la pantalla durante largas horas haciendo zapping. Su visión de la realidad es un zapping. Mira la realidad como si fuera una sucesión de pestañeos que modificaran el escenario de la misma. Emula los gestos de los personajes que aparecen en los programas, sea el presidente del país o la presentadora de un programa de jogging. Es como un niño que no se ha desarrollado mentalmente, de una elementalidad suma, que no sabe ni leer ni escribir, y con el que podría utilizarse el término retardo mental. Su vida es la televisión y el jardín, y es feliz de esta manera, sin mayores inquietudes. Es un cuenco vacío, sin especial personalidad, casi en grado cero, un vegetal plácido y afable.
Chance parece el reverso de otro personaje con su mismo nombre, el que encarnaba John Wayne en 'Río Bravo' (1959), de Howard Hawks, una obra en la que los personajes se enclaustran provisionalmente, en su caso para resistir un asedio. Ese Chance es la representación del hombre de acción. Chance significa oportunidad, ocasión. Durante el desarrollo de la acción ese epítome del hombre viril resolutivo se verá asistido, incluso salvado, por personajes que representan otras edades, otro género, otras etnias o un estado emocional frágil e inestable. Este Chance pasivo afable que encarna Sellers, en cambio, asistirá y ayudará, sin pretenderlo, ignorante de la influencia que suscita, en mentes supuestamente privilegiadas que ocupan las posiciones de poder, financiero y político. Paradojas. De ahí la condición de western nada convencional de uno, y de ácida sátira de la otra.
Cuando el millonario fallece, debe abandonar la casa. ¿Qué hace Chance cuando sale al mundo? ¿Se sentirá perdido, será una víctima propiciatoria por su incapacidad de desenvolverse en el mundo, el cual desconoce, ya que para él es una pantalla?. La primera visión al salir al mundo es una barriada de mendicidad, basura y casas abandonadas, el anverso de su impoluto e impecable jardín. Porta el mando del televisor en su mano, claro que la realidad no parece responder cuando pulsa sus teclas. No reacciona como una pantalla. No cambia el canal cuando se desea. El azar, o la oportunidad (chance), determina que una limusina esté a punto de atropellarle al hacer una maniobra de aparcamiento, ocasionándole, con el golpe, una contusión en una pierna. La pasajera de la limusina, Eve (Shirley MacLaine) le propone atenderle en su mansión, ya que ahí vive un doctor que atiende diariamente a su marido enfermo. Resulta que éste, de nombre Rand (Melvyn Douglas), es un importante hombre de negocios de notoria influencia en la esfera política (el mismo presidente, encarnado por Jack Warden, acude a él como sabio consejero). Postrado en su silla de ruedas, con los días contados, queda cautivado ( como la esposa, aunque esta por otros motivos, o, más bien, otra finalidad) con la personalidad de Chance, por su aspecto elegante (va vestido con imponente traje y bombín como si saliera de una fotografía de principios del siglo XX, y su forma de hablar es con un inglés pura y exquisitamente académico, lo que le da una imagen culta y refinada). Su apariencia, su presentación a los demás, determina la consideración de los otros. Efectivamente, eres como te presentas ante los demás.
El primer equívoco se da con su nombre. Cuando se identifica dice 'Chance...garderner (jardinero)' pero le entienden Chancey Gardiner. Su talante tranquilo (vegetal) hace pensar en un espíritu templado, el de aquel que necesita pocas palabras para expresar sus ideas, y que recurre, cual sabio ancestral, a las parábolas como forma de expresión, cuando simplemente está hablando de jardinería, que es de lo único que sabe hablar. Pero los demás no lo toman de modo literal, sino que lo interpretan como metáfora. Este equívoco tiene imprevisto alcance cuando el presidente acuda a visitar a Rand para pedir consejo sobre la delicada situación coyuntural de la economía en el país. Aludido para dar su opinión sobre el tema, Chance suelta una de sus digresiones sobre la influencia y dinámica de las estaciones en la jardinería, pero toman sus palabras como una aguda parábola, interpretándola como la visión o actitud (la perspectiva estructural) que necesita la política económica del país. El mismo presidente le cita como sabio consejero en la conferencia que da reunido con los más importantes empresarios, por lo que Chance se ve propulsado en el disparadero público. Se convierte en una figura notoria, ya que todos quieren saber quién es esa persona que ha influido de tal manera en el presidente. Es entrevistado por los principales periódicos de Washington, e incluso en un programa televisivo con una audiencia, como dice un subalterno, que supera al número de personas que habrán asistido a una obra de teatro en los últimos 40 años, ante lo que Chance, con su ingenua falta de malicia y discernimiento, pregunta por qué.
Su parquedad expresiva será tomada como un signo de inteligencia, la reticencia elusiva del que no es amigo de hacer alardes, y prefiere hablar entre líneas, con supuestas parábolas que suscitan ilusión de profundidad ( pero habla de jardinería, qué mundo más vegetal). Lógicamente nadie sabe quién es, dado que el nombre por el que le conocen no es el verdadero, pese a los ímprobos esfuerzos de las investigaciones de la prensa o de los asesores del presidente. Condición enigmática que paradójicamente será considerada como una virtud por los detentadores del poder en la sombra, ya que al carecer de pasado registrado carece de lo que suele ser un punto vulnerable en cualquier político: carece de cualquier hipotética falta que se pueda manipular en su contra. Así que será considerado como el candidato ideal para sustituir al presidente, en el que ya no confían. La imagen que cierra el film es elocuente: Chance parece que camina sobre las aguas, pero no es más que un equívoco efecto óptico de perspectiva (como la que el mismo ha causado), ya que camina sobre un pilote semisumergido (aunque no se explicite evidenciándolo). Sí, es el nuevo mesías...
Luego llegaron los 80, ilustradas figuras como Ronald Reagan, monigotes que suscitan la risa (una forma de hacer sentir superior al votante), y que parecen sacados de un programa de muñegotes. Y se asentó en esa infausta década el depredador y canibal capitalismo salvaje, el universo del yuppy, del arribismo, del consumismo voraz, la dictadura económica, nada ilustrada, en la que aún vivimos (o sea del 'alien' con ácido en vez de sangre). A principios de este año comentaristas políticos asociaron la figura de Chance con la de Donald Trump, como Malcom Jones en Daily beast: “Dos hombres que casi son puras criaturas de la televisión. Dos hombres que deducen lo que saben del mundo de lo que una vez tan pintorescamente se llamo la caja tonta. Uno lee muy poco y el otro no puede leer o escribir de ninguna manera. La televisión encuadra su visión de la vida. Se podría incluso decir que para ellos la televisión es la vida. Simultáneamente, la televisión ha convertido a ambos en celebridades. Pero no es sólo meramente que la televisión permita a esta pareja encontrar la fama y notoriedad. Más que eso, este medio que trafica exclusivamente con imágenes y superficies es el único espacio a través del cual ningún otro hombre podría haber ascendido tan meteoricamente a la celebridad. De este modo, ¿es Donald Trump nuestro Chauncey Gardiner?”
Uno de los grandes aciertos de esta afinada sátira es su modulación, que parece acompasada irónicamente a la sobria y pausada interpretación alienigena de Peter Sellers (impecable en su papel). No hay énfasis en su puesta en escena, como si se adoptaran aires ceremoniales para ironizar con expresión de cara de poker (casi no hay banda sonora musical: un par de piezas de Erik Satie, unos pocos temas de Johnny Mandel, y un variación funk jazz de Eumir Deodato del 'Así Habló Zaratustra', de Richard Strauss, cuando Chance sale al mundo exterior cual monolito vegetal con forma humana). Como ese plano general en el que Chance, ya en la nueva mansión, intenta, infructuosamente, encender la televisión con un mando sin advertir que la cama asciende a su espalda. O esa escena en la que el chófer le pregunta si quiere un coche, y él, cual niño pequeño, contesta jubiloso que sí, y cuando segundos después el doctor le pregunta si va algún sitio, él responde que no, mirándole como si no entendiera cómo se le puede ocurrir tal cosa. Por no hablar de los equívocos que suscita su Me gusta mirar (referido a la televisión), interpretado con implicaciones sexuales. Es lo que le entiende también Eve quien se entrega a una teatral masturbación mientras él permanece absorto mirando la televisión, emulando los gestos de la instructora de yoga.
Chance es una distorsión de una universo inconsistente, una pantalla realmente sin imagen, como la nieve de un vacío. Por eso, nadie sabe verle. Cada uno está preocupado de su propia pantalla, de su propio reflejo (vacío).
El monolito vegetal sale al mundo al son de 'Así hablaba Zaratustra' versionada por Eumir Deodato.
martes, 15 de agosto de 2017
A pleno sol y El talento de Mr Ripley
En la primera secuencia de 'A pleno sol' (A plein soleil, 1960), de René Clement, Ripley (Alain Delon) escribe unas postales como si fueran respuestas de Dickie Greenleaf (Maurice Ronet). En la primera de 'El talento de Ripley' (The talented mr Ripley, 1999), de Anthony Minghella, los padres de Dickie (Jude Law) creen que Ripley (Matt Damon), por la chaqueta que porta, asistió a la misma universidad que su hijo. Ripley, tras vacilar imperceptiblemente, lo corrobora. Pero no es sino una mentira, una invención, una contraseña de acceso a un escenario de vida que, hasta ese momento, contemplaba desde la distancia, que es decir desde abajo, desde la precariedad. No es un invitado en ese evento, sino alguien, un pianista, contratado para amenizar a los invitados. Ripley ve la oportunidad de quizá acceder a esa música de la posición privilegiada que admira desde la distancia que es abajo. Ambas excelentes obras son adaptaciones de la novela de Patricia Highsmith, 'El talento de Mr Ripley' (1955). Ambos inicios ya señalan cómo ambas películas, aunque coincidan en muchos aspectos, no sólo argumentales, también prefieren enfocar en diferentes direcciones, lo que singulariza ambas propuestas. Matices de la propia mirada.
En ambos casos se plantea una sugerente reflexión sobre las difusas sombras de la identidad, pero en la primera, se incide en la suplantación y apropiación, en el deseo de ser otro, usurpar la posición del otro. En la segunda en el parecer y la atracción del otro, ser como ese otro (que implica el deseo del otro). Por eso, aunque coincidan en la cuestión de la urdimbre y puesta en escena como estrategia para configurar el escenario conveniente, en la primera es fundamental la noción del cálculo, y por tanto la falta de escrúpulos, pero en la segunda se remarca aún más lo azaroso o accidental, por tanto el componente trágico. En la primera, Ripley quiere ocupar la posición de Dickie, quiere ser él, suplantarle, sustituirle. En cierto momento, Dickie le sorprende ante el espejo imitándole, tanto su voz como sus gestos, y portando sus prendas. Ripley orquesta su asesinato de modo premeditado. Y posteriormente urdirá un espejismo de apariencias que proyecte la convicción de que Dickie sigue vivo, como cortina de humo para afianzar su conseguida posición material privilegiada. Ripley quiere dejar de ser nadie, alguien sin pertenencias. Se inventa su relación pretérita con Dickie porque su padre le ofrece 5000 dolares para que logre convencer a su hijo de que retorne a Estados Unidos en vez de derrochar su vida en mera actividades recreativas y epicúreas. Vida de lujos sin responsabilidades. Ripley quiere esa vida. En principio, el dinero ofrecido por el padre puede parecer un buen modo de acceder, pero la negativa de Dickie trastorna e impide la realización de su deseo. Si no puede conseguir que el cuerpo se desplace, desplaza al cuerpo fuera del escenario para conseguir su posición, la cual también implica, incluso, como extensión, a la pareja de Dickie, Marge (Marie Laforet), a la que también desea (en el velero, cuando ambos están haciendo el amor en el camarote, realiza un brusco viraje adrede para aguar el momento).
Para conseguir su propósito, primero, urde un escenario para que Marge se salga del mismo, cuando coloca un pendiente para que ella lo encuentre y piense que es de alguna amante de Dickie. Ya solos, efectúa el siguiente paso de eliminación del cuerpo a reemplazar, su asesinato. En las primeras escenas ambos juegan a la ceguera. Dickie, por sugerencia de Ripley, compra el bastón a un ciego, y ambos representan ser ciegos por las calles de Roma. ¿Qué se ve en el otro? Dickie juega con Ripley, pero no sabe enfocarle aunque piense que juegue con ventaja, como quien se ha acostumbrado a disponer de otras vidas a capricho: ahora me entretiene, ahora no. Piensa que domina el timón. La relación no deja también de ser un pulso: cuando Tom realiza el brusco viraje con el timón, Dickie le castiga, desplazándole, apartado en el bote del velero, remarcando posiciones, mientras él hace el amor on Marge. Dickie, por su suficiencia, no ve venir a Ripley, piensa que él controla la baraja, cuando es a la inversa. Precisamente, en una partida, será cuando Ripley le acuchille y mate. La exquisita composición de colores y luz de Henri Decae contrasta con la mirada venenosa de la belleza de Alain Delon. Tras los fulgores de lo bello, la putridez, la corrupción. Una belleza que es también compostura, como quien sabe mantenerse bien en el papel en todo momento. La cámara le encuadra en un primerísmo primer plano cuando logra cruzar ese umbral de seducción de Marge, como la hipnosis de la apariencia bella que sabe disimular muy bien que es mero abismo. Un primer plano es la presentación de Marge, mientras toca la guitarra. Marge está escribiendo un ensayo sobre la pintura de Fra Angelico. Tom posee una belleza angelical que sabe disimular el abismo que conspira bajo su superficie.
En cambio, en 'El talento de Ripley', esa belleza, entre angelical y zorruna, corresponde a Dickie. Al fin y al cabo corresponde a ese abismo oculto bajo los brillos de la apariencia cautivadora a la que Tom aspira. En esta adaptación se incide más en la vulnerabilidad, en las faltas o carencias de quien sueña. Ripley no es fascinante, sino el que desearía ser fascinante, como si lo es Dickie (Jude Law), cautivador y seductor, una superficie de vanidad que atrae como una luz que es mera oquedad. Ripley quisiera parecer ser alguien como Dickie, y su deseo se amplifica hasta el extremo de realmente desear a Dickie. Ama a quien desea ser, como quien ama el reflejo soñado. No es que quiera apropiarse de su vida, por tanto suplantarlee, sino que quiere ser parte consustancial de su vida, quiere ser reconocido por él, como alguien que es como él. Por ello, quiere que quiera en la misma medida. En este caso, Ripley ama a quien aspira ser. Por eso, la muerte en este caso no es premeditada, sino accidental, el resultado de una discusión, la reacción a un virulento rechazo por parte de Dickie. Quien amaba le rechaza, por lo que destruye esa negación. La muerte no es cortante y seca como en la obra de Clement, como una extracción expeditiva, sino descarnada y sórdida, como un espasmo de desesperación. Ripley, de nuevo, urde ese espejismo de apariencias que haga creer que Dickie sigue vivo mientras él se apropia de sus posesiones. En esta adaptación, no anhela a Marge (Gwyneth Paltrow), sino que ésta más bien se convierte en una perturbación, por cuanto intuye lo que él oculta y simula, como la rival que reconoce en otro el mismo sentimiento, o el mismo despecho. Entran en juego el azar y la intervención de los otros, que complican la trama que urde Ripley. En la primera, todo el escenario que monta Ripley quedará definitivamente en evidencia por el irónico imprevisto del mero azar: la cuerda que ataba el cadáver de Dickie quedó enganchada a la quilla.
En 'El talento de Ripley', la intervención de los otros se enmaraña aún más, que en la precedente, con el azar. No sólo, en ambas versiones, la irrupción sorpresiva del amigo de Dickie, Gerrie (Philip Seymour Hoffman), o el recelo citado de Marge, sino los encuentros fortuitos que propician situaciones que complican, y en marañan aún más, la escenificación de juego con identidades que ha establecido Ripley, por cuanto se presenta, en ciertos lugares, como Dickie, como estrategia que haga creer que sigue vivo. Es el caso de Meredith (Cate Blanchett) y Peter (Jack Davenport). Una, que cree que es Dickie, se siente atraída por él, y otro, del que, progresivamente, se sentirá atraído por él, le conoce como Ripley. Ese cruce de personajes, como un tráfico incontrolable (aún más remarcado con Meredith: la conoce en el aeropuerto mientras recogen sus equipajes; la reencuentra mientras se encuentra en una tienda: ella le ve a través del escaparate: está enamorada de él, pero ¿quién es sino una impostura?), determinará un decurso trágico, cuando ambos personajes, que creen que es una persona distinta, coincidan en el mismo crucero. Ripley se ha enamorado de Peter: ese bello instante en el que le contempla, desde abajo, interpretando música, en lo alto, en una iglesia. La música había sido elemento instrumental con Dickie, simulando que también él era amante de jazz. Peter también toca el piano. Parece que la conexión es real. ¿Es así?. Ripley, que prefería ser alguien aunque sea inventado que no nadie aunque fuera real, se verá atrapado en esa maraña de reflejos y simulaciones, de urdimbres y estrategias para mantenerse a salvo. En el plano final, Ripley llora desesperado, multiplicado sus reflejos por la posición del espejo, porque ha tenido que matar, esta vez premeditamente, a quien quería pero podía complicar su posición en ese vacío de reflejos.
Nino Rota y Gabriel Yared compusieron sendas espléndidas bandas sonoras para, respectivamente, 'A pleno sol' y 'El talento de Mr Ripley'