martes, 4 de julio de 2017
Monsieur Hire
Entre la apariencia y el atributo hay una difusa frontera, que en ocasiones se torna abismo, no sólo espejismo. Monsieur Hire (Michel Blanc) parece una figura siniestra. Se le considera extraño. No parece muy sociable. O simplemente, no se socializa con su entorno, por eso le consideran de ese modo, por eso lo que les parece se torna lo que consideran que es. Por eso, el inspector de policía (André Wilms) que investiga la muerte de una joven considerará que puede ser un asesino. Al fin y al cabo es una figura oscura, por su gabán negro, que parece desplazarse en unos márgenes de sombras que no contemplan los habituales trámites de socialización. Quién sabe lo que pasa por la mente de quien parece replegarse en su particular del mundo, su taller de sastre. Ese retraimiento quizá comporte ocultación, unos atributos retorcidos que no se pueden desplegar en una relación social normal (natural o convencional). Aunque, como le demostrará al inspector, depende en qué entorno es una figura que suscita recelo o admiración, como ejemplifica el entusiasmo que generan sus habilidades como jugador de bolos. Por tanto, entre tales extremos, ¿cómo es si depende del ángulo del que mira? ¿Cómo se teje su mente?¿Los descosidos y los flecos sueltos están en él o en las miradas ajenas?
Alice (Sandrine Bonnaire), la vecina que vive en el piso de enfrente se asusta cuando distingue su rostro observándola desde su ventana. Parece un nosferatu de gesto sombrío; de su expresión neutra parece emanar cierta turbiedad. Quizá sea una figura acechante con propósitos siniestros y turbios, por supuesto de cariz sexual, al fin y al cabo así se considera al adulto, de ya mediana edad, que observa desde la distancia a una chica joven. En sus pesquisas, el inspector descubre que fue encarcelado seis meses por práctica de voyeurismo. Le sitúa en la posición del infractor, de la mirada y actitud retorcida, que puede suponer amenaza para el entorno, un peligro de amenaza sexual para su vecina, un posible asesino de una mujer joven que desee y no le corresponda. En una de las ocasiones en que Alice le mira, sobre el cristal de la ventana de Hire se superponen los ladrillos de la casa de enfrente, como un muro que se superpone sobre la percepción de su real naturaleza. ¿Cómo es? ¿El muro lo interpone la desorientada y ofuscada percepción?
En el curso narrativo de 'Monsieur Hire' (1989), de Patrice Leconte, adaptación de una obra de Georges Simenon, hermoso sueño trágico (acompasado con la música de Michael Nyman como una mirada que contiene las lágrimas que serán inevitables, y probablemente en forma de gotas de sangre) se produce una desconcertante modificación de la dirección dramática, desconcertante para el espectador y para el propio Hire (cuyo nombre es otro, desde generaciones atrás, Hirevitz, como quizá sea otro diferente del que creen que es: la persecución del pasado, colectiva, étnica, se repite de otro modo, con otros componentes de estigma, y de manera individual, en el presente). Alice, la mujer con la Hire sueña desde su ventana, mientras colorea su sublimación con música (de Brahms) en su tocadiscos (pues habita y vive un melodrama asumido como sueño imposible), no reacciona con agravio. No impide acceso, no cierra sus cortinas. No le muestra indignación, ni molestía por sentirse vulnerada, violentada, por una mirada 'fija', focalizada, que la puede hacer sentir, cosa, mero cuerpo, objeto, pantalla de deseo (por supuesto, turbio). No parece preocuparle, en principio hasta parece desafiar a esa mirada de deseo, con escenificaciones (dejar caer sus tomates, para que sienta la cercanía de su cuerpo, y lo admire en la proximidad, mientras recoge de rodillas los tomates) o con la práctica del sexo con su novio, Emile (Luc Thuillier). Incluso, responde con una mirada frontal que indica aceptación: sale al balcón y le mira directamente. Y le visita en su hogar; le preguntará: ¿qué haces tras mirarme? Parece una mirada que muestra interés y correspondencia. Su proximidad y aceptación desconciertan a Hire. De repente, su sueño es una figura no en la distancia sino en la proximidad, y no sólo es pantalla sino también mirada que responde con aserción a la suya.
Por el desconcierto, por lo imprevisto de ese curso de la dirección (no sólo narrativa, sino de relación, ahora intercambio, también de miradas), el deseo se nubla, la expectativa se desestabiliza. En el espacio de tránsito del deseo que es impersonal e intercambiable, la sauna en la que solía tener encuentros con diferentes prostitutas, le revela, sin mirar a sus ojos, cómo desde que la conoce ya no siente deseo alguno por otra mujer, no desea mantener relación sexual con ninguna de esas mujeres, por las que ahora siente rechazo. Su mirada se ha focalizado en ella cómo el centro del encuadre de su vida. Ha introducido la música en su vida aislada, solitaria, rutinaria. Ha introducido el sueño de fuga, de creación de otra realidad, única, aparte, que compartiría con ella. Su sublimación es de tal magnitud que piensa que sea posible pese a que sabe, y así se lo explicita a ella, en las alturas (en correspondencia con la elevación de su sublimación), que el acercamiento de ella pueda tener otras intenciones, porque él sabe, ya que fue testigo, que fue su novio, con su complicidad, quien mató a la chica joven que el inspector piensa que Hire mató. No sólo no es un asesino ni un vulgar voyeur acechante con intenciones sexuales, sino un enamorado que no delata a la mujer que ama, ella sí infractora y más retorcida, e incluso confía en ella, confía en que ella abandone a un hombre vulgar para fugarse con él. Es menos siniestro y retorcido, y sí más ingenuo, que la mujer que sublima o el inspector que le investiga convencido de su culpabilidad. Por eso, su muerte, tras la decepción de enfrentarse a una última traición de ella (que le incrimina con pruebas que ella ha dejado en su casa), acaece desde las alturas. En su caída al vacío, su mirada, o más bien, la pantalla de su sueño (Alicia mirándole desde la ventana cómo cae) es su última visión. Es su mirada la que cae, de la sublimación al discernimiento de la retorcida y turbia naturaleza de la mujer con la que soñó. El cuerpo se desangra en la acera, como la cáscara de una trágica derrota.
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