martes, 27 de junio de 2017
Fargo y The leftovers ( 3ª temporada)
Carrie Coon protagoniza las dos extraordinarias secuencias finales de las terceras temporadas de 'The leftovers', creada por Damon Lindelof, en este caso también la última, y 'Fargo', creada por Noah Hawley, En ambas, la actriz dialoga con un contrapunto masculino. En una es complemento (anhelado), en la otra, oponente. En una, se consuma la superación de una distancia interpuesta pese al (suspendido) deseo de proximidad. En la otra, la actitud que no niega al otro se afirma como resistencia ante una distancia ineludible con respecto a la actitud (infecciosa) que considera a cualquier (indistinguible e intercambiable) otro como una presa que devorar, anular, parasitar, absorber, en suma, negar. En una priman, los primerisimos planos, en la otra, los medios, con el añadido de un tercer componente, el fuera de campo. Ambas secuencias definen a ambas magníficas series, y la elección estética de la planificación también. 'The leftovers' se trama sobre la confrontación con la pérdida, y cómo enfocar y reconducir el extravío consiguiente, con la dificultad de su asunción, con la necesidad de la conexión como nutriente esencial y con la dificultad de reestablecer y consolidar la conexión cuando las pérdidas abren boquetes que no parecen cicatrizar nunca. 'Fargo', por su parte, sobre el pulso entre las pulsiones destructivas, depredadoras, carroñeras, competitivas y dañinas de la naturaleza humana y la actitud generosa, armónica, conciliadora, solidaria y confiada.
En ambos casos, el relato cobra presencia como personaje. En 'The leftovers', el relato se revela como la necesidad de contrarrestar la desolación. El relato es el antídoto contra la oscuridad. Y no hay oscuridad más amenazadora que la incógnita de la muerte. Si la perdida es por que sí, como si la vida se rigiera sobre la aleatoriedad, el desamparo puede resultar abrumador. Requiere fortaleza asumir que esa es la dinámica de la real, que el relato es aún más, incluso, una forma de doma, más que de dotar de sentido. El relato no es consecuencia del discernimiento, es imposición de una estructura frente al caos. Se buscan estructuras, rituales, cultos de diversa configuración, que hagan sentir que hay un sentido en lo terrible, que hay continuidad de algún modo, que hay una reparación, que hay otro escenario de vida, puede ser el que acontece tras la muerte, que reconfigura de modo consolador las heridas y el extravío. Te ahogas pero de un modo u otro, encontrarás ese oxigeno vital reparador, pero para ello hay que pagar la cuota del seguimiento de un culto o la privación sacrificial (quizá permanecer cinco años sobre una tribuna, hasta que caes muerto). Si hay un relato, podrá haber catarsis. En esta temporada, en el tercer episodio se establece una correspondencia o reflejo con la magistral 'La última ola' (1977), de Peter Weir, incluida amenaza de una apocalíptica inundación y la participación del actor aborigen David Gulpilil (que allí intepretaba a Chris, el introductor en la quiebra o alteración de la percepción como si llamara a cruzar umbrales a otra dimensión (que no es sino mirar la realidad desde otro ángulo), y aquí a Christopher Sunday, el hombre que Kevin sr, encarnado por Scott Glenn, cree que le proveerá del baile y la canción que conseguirán prevenir el apocalipsis).
'Hemos perdido nuestros sueños, pero cuando vuelvan, no sabremos lo que significan', expresaba David (Richard Chamberlain), el abogado protagonista de 'La última ola', cuando reprocha a su padre (reverendo, otro 'mago', como el hechicero maorí) que le educara en un sentido de la realidad que ahora ha descubierto sin significado, porque nada le había instruido sobre una vida tramada sobre misterios, que no tienen que ver con los 'misterios' que explica desde su púlpito su padre. Hay otros que no son (facilmente) explicables. ¿Qué es lo que ocurre cuando de repente llueve granizo como piedras desde un cielo sin ninguna nube en el que resuenan truenos?. Quizás no sabemos realmente lo que es 'posible', y nuestra percepción y conocimiento de la realidad es más que limitada, de lo que llega a percatarse David. En uno de los pasajes previos a esa conversación, desde su coche ve el trafico de vehículos y personas, aquel que ve día tras dia, sumergidos bajo el agua (ve incluso las mismas figuras, como el hombre que porta una palmera, o ve el mismo autobús con el mismo anuncio de un zoo: ¿acaso no habitamos nosotros mismos un zoo de barrotes invisibles?). Su percepción de la realidad se ha visto alterada, ya no mira con los mismos ojos que antes. Esa alteración de la percepción que también siente Kevin, aunque en su caso como reflejo aún de su extravío, de su movediza, fluctuante, relación la realidad. Otro aspecto que evidencia que, más allá de ese vínculo específico en ese magnífico tercer episodio, la película de Weir se evidencia como fundamental influencia en la concepción de 'The leftovers'. Nuestra civilización occidental, como se planteaba ya entonces, en la obra de Weir, sigue hundiéndose en su ensimismamiento e incapacidad de conexión (incluso con uno mismo).
Kevin (Justin Theroux) busca el simulacro de la asfixia colocándose una bolsa de plástico en la cabeza, como si intentara recrear el umbral de la muerte, como en una línea intermedia difusa, que no es umbral, parece haberse atascado su vida, quizá porque es incapaz de respirar, de volver a reconectar, o consolidar la conexión establecida, ahora con Nora (Carrie Coon), sin que se enturbie la percepción, sin que pierda pie porque no distingue lo real del delirio: la fisura de lo irresuelto, aunque conscientemente crea que sabe cuál es su posición ante la realidad (su indignada reacción al libro que está escribiendo Matt sobre él, como si fuera una figura con relevancia crística, un fetiche de resonancias sobrenaturales en forma humana que puede encarnar la posibilidad de salvación), pero descubre que no es tan firme: su escepticismo se confunde con la ofuscación, la enajenación de lo que no ha asumido, porque en su fuera interno aún forcejea un impulso, una brasa, que necesita creer que sí hay consistencia en el relato catártico, el relato reparador que reconfigure la realidad como un escenario con estructura, un escenario en el que la reparación es factible, tarde o temprano. Es un forcejeo interno, en las difusas capas de lo no consciente.
Nora también niega, pero también se deja guiar o arrastrar, como Kevin, por ese impulso o esa brasa que no explicita, ni reconoce, no sólo a quien ama, Kevin, sino puede que hasta sí misma. Si una enigmática organización plantea que es factible que contacte con sus dos hijos desaparecidos en extrañas circunstancias, sin más, sin que haya habido una explicación que haya podido hacer comprender el por qué de esas desapariciones súbitas, aparentemente al azar, de una parte de la población mundial, Nora, aunque explicite que su propósito es investigar la posibilidad de un fraude, en su fuero interno siente la quemazón de querer constatar que quizá si sea posible. Y la enajenación del dolor no superado la arrastra como una inundación. Por eso, es tan hermosa esa secuencia final, ese reencuentro de Nora y Kevin quince o veinte años después, en ese lugar de retiro de Australia en el que se apartó del mundanal ruido Nora, como quien carga, como liberación, todos los pecados o errores de la naturaleza humana, como la cabra sacrificial. Pero Kevin no cejó en la búsqueda. Y el reencuentro se produce, y la reconexión, sin relatos de por medio (a los que incluso recurre Kevin en su primer contacto, cuando inventa el modo en el que la ha encontrado).
Durante la narración los personajes se han confrontado con su condición de generadores de relatos, como si se creyeran personajes en una películas (películas que no saben que se montan), con un propósito que cumplir como si fueran parte de un relato (ya preestablecido, al que deben ajustarse), y se enfrentan a su reverso (como Matt, con ese otro espacio de diferente o contraria forma de habitar el relato de la vida, ese crucero de orgías epicúreas, con personaje que dice ser Dios y un león como fetiche: ¿qué somos entre las divinidades y los animales, no somos como estos pero nos queremos creer los primeros, y por eso los inventamos?; o Kevin sr, con el mismo vacío: '¿y ahora qué?' dice, tras constatar que no ha habido ningún apocalipsis; o Kevin con el absurdo de su enajenación, con el que le confronta, precisamente, Christopher Sunday: ¿por qué se creía impelido a actuar de un modo, como si hubiera un propósito que realizar, si realmente, en su fuero interno, no creía en ello? En la secuencia final, ambos se sonríen, ya superada la inundación de esa pesadumbre que les atascaba y enajenaba, como un obstáculo invisible que llevaran incorporado en sus entrañas (y en el que los relatos adquirían la condición de desvío de la infección). Es un reinicio, el reinicio de una historia que tejerán ambos entre ellos.
En 'Fargo' ya se juega desde los títulos de crédito con el título 'Esto es una historia real/This is a real story'. Van desapareciendo las palabras, hasta que queda solo 'historia'. Entre la realidad y la ficción son muy difusos los límites. De entrada, por cuanto establecemos relaciones o nos planteamos propósitos como una trama o historia, como una ficción, en donde lo consciente y lo inconsciente, lo intencional y lo no intencional, se combinan en distintos grados. Los hermanos gemelos Emmit y Ray (ambos encarnados por Ewan McGregor) se afirman en un pulso, una película que se montan, y sobre la que se afirman, cuyo emblema es un sello, cuya imagen, significativamente es Sisifo empujando la piedra. Un elemento constitutivo de vivir la vida como ficción es la repetición, es la vertiente desquiciada de la ritualización: se convierte más que en oxígeno, en aire viciado, pero este se constituye en nutriente (que genera tumores vitales). Establecer la vida como una trama implica plantear planes, por lo cual se pretende que la realidad se ajuste a los propósitos. Las previsiones intentan evitar los contratiempos.
Desde los inicios de la excelsa filmografía de los Hermanos Coen, 'Sangre fácil' (1984), se plantea cómo las urdimbres se enfrentan a una piedra que tarde o temprano te puede aplastar, el azar y la injerencia de la voluntad de los otros. Ray, agente de la condicional urde un plan para recuperar lo que considera que es suyo, ese sello que, por otra parte, es emblema de la frustración de uno, Ray, y del éxito del otro, Emmit, próspero empresario que se ha enriquecido con los aparcamientos, mientras que Ray siente aparcada su vida en la zona gris u oscura de las privaciones, de la precariedad, en suma, de la mera supervivencia. Contrata a un delincuente de cuya libertad condicional se encarga, Maurice (Scoot McNairy), para que sustraiga ese sello. Pero el azar y la injerencia de la voluntad de los otros (en este caso, el nublado mental de Maurice) entra en juega para enmarañar y complicar todo del modo más funesto. Por un golpe de viento, al abrir la ventanilla, Maurice pierde el papel en el que se indicaba el nombre de la víctima, Emmit Stussy, y la dirección en Eden Prairie. Maurice recuerda sólo parte, el apellido, y la primera parte de la localidad, Eden. Busca en un listín, pero lo que encuentra es otra dirección, otro Sussit en otro Eden, Eden Valley. Y la conclusión es el fracaso, obviamente, en la búsqueda, con el añadido de la infausta decisión de Maurice de torturar, hasta provocar su muerte, a quien, inevitablemente, ignoraba de qué le está hablando. Esto propicia una situación que complica, inesperadamente, a Ray ya que hay un crimen de por medio, a lo que se suma la reacción desesperada de Maurice que plantea un chantaje. Será la resolución de la mujer que Maurice ama, Nikki (Mary Elizabeth Winstead), delincuente con la condicional (lo que presupone que no deberían mantener una relación afectiva ya que supondría el despido de Maurice), la que consiga evitar que la piedra continúe su descenso para arrollar a Maurice. Un bloque de aire acondicionado es el arma que destroza la cabeza del elemento descontrolado.
Estos hechos, con los que resulta complicado aparentemente establecer conexión, ponen en marcha una sucesión enmarañada de malentendidos y equívocos, que se amplifican con la irrupción de un enigmático y turbio personaje, MV Varga (David Thewlis), que entra en escena para complicar la vida de Emmit, y su socio, Sy (Michael Stuhlbarg), ya que, declara, no consideraba que fuera un préstamo el dinero que proporcionó a Emmit dos años atrás para propulsar la empresa sino una inversión. Si Emmit sufre la presión desde abajo, del que no tiene nada, en una ficción a pequeña escala (familiar), sufrirá la arrolladora presión de un difuso e indefinido arriba (a gran escala), al que resulta más complicado detener, el artero y carente de escrúpulos agente económico entre sombras que se enriquece de otros mediante la disuasión violenta y las marañas financieras (su gula económica encuentra un contrapunto burlesco en su bulimia: come profusamente, pero todo lo vomita).
En el magnífico inicio del cuarto episodio la voz de Billy Bob Thornton nos introduce, de nuevo, a los personajes principales, como si fueran instrumentos músicales, y por tanto personajes, de 'Peter y el lobo' de Prokofiev. Emmit es el pájaro/flauta, Ray, el pato/oboe, Nikki, la gata/clarinete, Sy, el abuelo/fagot, los sicarios de Varga, los disparos de los cazadores/timbales, Varga, el lobo/trompa y la agente de policía Gloria (Carrie Coon), las cuerdas/Peter. En el excepcional tercer capítulo cobra relevancia un libro de ciencia ficción que se titula 'Planet wyh' (distorsión de 'why', un planeta por qué, en el que los porqués se distorsionan, como es el caso del nuestro). Se utiliza como contrapunto la animación, el relato de un robot que perdió al humano que servía, y se dedica, infructuosamente, en una paisaje de destrucción, a repetir como frase ' Puedo ayudar'. Así se siente Gloria, como confesará en el noveno capítulo a quien se constituirá en cómplice y aliada, la agente Cloud (Olivia Sandoval), cuando los distintos casos que parecen no conectados en principio, empiezan a perfilar una posible conexión. Gloria se siente frustrada, porque no parece que sus propósitos de ayuda, de encontrar la solución, la verdad, sean fructíferos; de entrada siempre colisiona con la mente cerril y cuadriculada de su superior, Dammik (Shea Wigham), que siempre desprecia sus asociaciones, especulaciones y propuestas, como si carecieran de fundamento y fueran meras exageradas fantasías (es decir, se monta historias cuando todo es más simple: ve donde no hay). No parece que los sensores electrónicos la reconozcan, sean los que abren las puertas en los establecimientos, o los que hacen funcionar los grifos de agua o jabonetas en lugares públicos, lo que le hace sentir, además, que no existe. O es como si no existiera. Además, desprecia los ordenadores (ni los sacó de las cajas; cuando Vargas intenta indagar sobre ella, no logra encontrar información alguna, porque ella no existe en la red). Parece, también, fuera de tiempo.
Es significativo que la funesta aleatoriedad fuera determinante de que el erróneo Stussy al que mataron fuera su abuelo adoptivo; le afecta personalmente. Remarca, como si se hurgara en una herida, esa impotencia, ese desamparo. Intenta dotar de armonía a la realidad, repararla, pero la realidad, además de ignorarla, parece siempre averiarse por esa aleatoriedad o la persistente tendencia humana a hacer daño. En un momento dado, su opuesto, Varga, dice que el problema no es que haya mala gente, sino buena gente, porque de ese modo ¿a quién le importaría nada? Gloria es buena gente, y le importa, y se esfuerza, pese a que a su superior nada parezca importarle sino la fácil y cómoda resolución que parece poner todo en su sitio, porque las piezas parecen encajar, da igual, incluso, que hayan podido ser manipuladas, como la maraña que urde Varga con las apariencias, en el noveno capítulo, cuando ella está a punto de lograr resolver todas las piezas del rompecabezas, lo que en el inicio del último capítulo determina que Gloria decida renunciar, abandonar su trabajo, desistir de luchar contra el caos y las marañas que urde la retorcida mente humana (Varga) o acepta la obtusa mente humana (Dammik), porque no parece que sea posible contener el arrollador curso de esa piedra. ¿Para qué realiza su tarea?
Pero hay otras alianzas que quizás propicien la resistencia y la victoria, la alianza con quien no abandona o no huye para simplemente salvar el pellejo y no salir escaldado, como es el caso de Nikki, que decide enfrentarse a quien le privó de quien más amaba y, aún más, quiso suprimir su vida, su presencia en el escenario del tablero del juego. Lo inconcebible quizá sea posible, como evidencia esa extraña y sorprendente secuencia en la bolera, en el episodio ocho, en la que una inesperada intervención, quién sabe de qué naturaleza, Marrane (Ray Wise), que parece una singular conexión con Twin Peaks, le ayuda a proseguir su huida de los sicarios de Varga. Más allá del enlace de esta excepcional secuencia con 'El gran Lewobski' (1997), de los Coen, por escenario y singularidad de la aparición de un personaje que parece fuera del relato, que evidencia, mediante la extrañeza, la naturaleza ficticia del mismo relato y de la propia vida (en la obra de los Coen, es el mismo narrador, y en este caso, una condición más enigmática), se hace necesario mencionar el uso del fuera de campo. En esta secuencia, la cámara se desliza y abre encuadre. Al lado de Nikki, se descubre la presencia a su lado de Marrane. El fuera de campo es un recurso expresivo que evidencia lo imprevisible, lo latente, lo que puede ocurrir, lo incontrolable, lo que puede irrumpir en el encuadre de la vida y reconfigurarlo, trastornarlo, desestabilizarlo, el espacio larvario de lo aleatorio y azaroso. Es también el espacio de lo escurridizo, lo que escapa al discernimiento más allá de las fachadas de las apariencias. En la primera temporada de Fargo destacaba la secuencia en la que el personaje de Billy Bob Thornton entraba en un edificio cargándose a quien encontraba a su paso, mientras la cámara permanecía fuera encuadrando la fachada. En otra secuencia de enfrentamiento violento, era la niebla la que ejercía de difusa materia, a través de la cual no sabías quién podía irrumpir y desde dónde. La realidad es una materia difusa de fachadas y niebla que cuesta atravesar para discernir.
En el último capítulo de esta temporada, el enfrentamiento final en el último capítulo, entre Varga y sus hombres, y Nikki y su cómplice, Wrench (Russell Harvard), el delincuente sordo, acontece también fuera de campo. Es, al fin y al cabo, el enfrentamiento entre quien ha fundamentado su enriquecimiento en el hábil uso escénico del fuera de campo, Varga (la figura que irrumpe en un escenario económico para desestabilizarlo y apropiarse del mismo; una figura que apuntala su poder en su misma condición escurridiza enigmática), y la figura sublevada que utiliza parecidos recursos de urdimbre conspiradora, jugando también, de modo escurridizo, con las apariencias, para demoler su posición de poder, como es el caso de Nikki. En la secuencia final, tiempo después, Peter se enfrenta al lobo o marionetista, Gloria se enfrenta a Varga, detenido cuando intentaba entrar de nuevo en el país, con otra identidad. El fuera de campo, en este caso, adquiere relevancia porque abre una incógnita: ¿qué vencerá, lo que representa Varga, o lo que representa Gloria?. Varga afirma que entrará alguien que solucionará su situación, mientras que Gloria, sonriente, afirma que serán unos agentes que afianzarán su arresto. La cámara encuadra la puerta. La incógnita queda en suspenso. Al fin y al cabo, el pulso perpetuo en la misma realidad. En la conclusión de The leftovers se afianza el 'con', la conexión con el otro (que implica la asunción del 'sin', de la pérdida, de su inexorabilidad, y de su condición imprevisible, hasta aleatoria), y en 'Fargo', se afianza el 'contra' o 'frente a', la resistencia frente al caos, frente a la tendencia humana a infligir daño, frente al enmarañamiento. La firmeza de la ilusión de que la armonía puede ser posible.
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