miércoles, 10 de mayo de 2017
Los primos
En 'Los primos' (Les cousins, 1959), de Claude Chabrol, Paul (Jean Claude Brialy) y Charles (Gerard Blain) son primos que representan dos extremos. Paul centra su vida en la superficie, en la satisfacción de los placeres, en el disfrute de la embriaguez, en el desapego que no se preocupa de las consecuencias. Como decía Cioran, 'el desapego es liberación y la libertad desprecio'. Se siente liberado de responsabilidades, lo que colinda con con la insensibilidad, cuando a nada le otorgas transcendencia ni calibras el daño que pueden reportar tus actos. Charles, en cambio, se lo toma todo muy en serio, tanto que linda con tomárselo a la tremenda. No siente que los sentimientos sean burbujas, sino una senda que dote de singularidad y transcendencia. Para Paul es la circunstancia el eje sobre el que giran múltiples e indiferenciables rostros, como un tiovivo, una sucesión de fiestas que amenizan el trámite de finalizar los estudios universitarios. Un tránsito leve, en el que los cuerpos son ante todo máscaras y disfraces, un juego de representación que te hace sentir que te abstraes del mundo ordinario (esa es su ordinaria transcendencia). Charles, en cambio, anhela encontrar ese rostro singular, único, que destaque en el conjunto, ese semblante con el que quede arrobado, raptado, como si fuera una experiencia de lo sagrado, como si lograra encontrar en esa densidad la sensación de presencia que ya no orbita en un difuso escenario de banalidades y trámites. Y cree encontrar ese rostro en Florence (Juliette Mayniel).
Pero Florence, que le corresponde, parece transitar un espacio intermedio entre uno u otro, entre la inercial liviandad y una aspiración a la densidad, a la transcendencia, como quien gira en ese tiovivo, cautiva de su aturdidora embriaguez, y quisiera encontrar la raíz que es firmeza y no cómodo olvido. Su voluntad tiembla, indecisa, como si temiera que la raíz se tornara remolino por lo que opta, persuadida por la sugestionadora convicción de las serpientes humanas que no saben de entrega (y ocultan mezquinos sentimientos, quizá envidia), por la volátil embriaguez de la superficial relación placentera con Paul, como quien vive a través de los placeres de la piel la propia ausencia. Esa decisión determinará la desesperación y ofuscación de Charles. Su seriedad emocional se torna lastre de sombras, inflexibilidad de sentimiento de convertido en sanción. Se engaña, en la ceguera de su tormento, pensando que puede encontrar una cápsula de aislamiento en los estudios, como es incapaz de advertir la confusión y desorientación de Florence. No sabe verla como una naufraga de sus sentimientos, y en cambio intenta achicar sin éxito las vías de agua que amenazan con hacer naufragar sus emociones, como quien piensa que ha sido traicionado de modo irreparable. No hay cabo que encuentre de unión con la propia vida, por eso, en su dramatismo desaforado, juega con la posibilidad de la ruleta rusa. Un fatal azar del destino determina que aquel que, en su inconsecuencia no supo discernir el daño que comportaban sus decisiones, apriete el gatillo con el que él, en su afectación y recarga dramática, había jugado, también, con inconsciencia.
Chabrol invierte la ecuación de su primera obra, 'El bello Sergio' (1958). En esta quien vive en la ciudad, también encarnado por Jean Claude Brialy, se traslada a su pueblo natal, en el que se encuentra con modificaciones, como es el caso de la actitud de su amigo Sergio, encarnado también por Gerald Blain, quien en 'Los primos' se traslada a la ciudad para realizar sus estudios universitarios (irónicamente, sin esfuerzo, será Paul quien aprobará, mientras que él, absorbido por el estudio, no lo logra). Estos retratos de juventud son, por un lado, una muestra de continuidad con cineastas de anteriores generaciones, como Jacques Becker y su 'Cita en julio' (1949), y Marcel Carné y su 'Les tricheurs' (1958), lo que demuestra que no hubo tanta ruptura en el cine de algunos representantes de la Nouvelle Vague (sí en el caso de Godard y sus exploraciones y reflexiones sobre el lenguaje, o el territorio de la abstracción en el que transitará el cine de Rivette). Y, por otro, ya asientan los rasgos de estilo de la singular mirada de Claude Chabrol. Su dominio de los cambios de modulación, cómo la levedad se puede tornar rictus, como se transita de la liviandad a una densidad dramática de atmósfera opresiva, casi emponzoñada. Las mismas sombras parecen espesarse y el blanco y negro desequilibrarse en favor de la oscuridad, como ocurre en la mente de Charles.
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