viernes, 20 de enero de 2017
El político
Willy Stark (Broderick Crawford) es un político que está convencido de que el bien sólo surge del mal. Esa consideración exime de las consecuencias de los actos. Jack Burden (John Ireland) es un periodista que se licenció en Historia, una veleta que no logra definirse porque considera que todo funciona por meros resortes e impulsos. Su voluntad se tambalea a la deriva, dependiente de otras voluntades y determinaciones, porque no cree que haya sentido ni propósito alguno. Stark es el centro del escenario, pero la voz narrativa es la de Burden. 'El político' (All the king's men, 1949), de Robert Rossen, es una excelente adaptación, variación, de la prodigiosa novela de Robert Penn Warren. Todos los hombres del rey es la traducción de su título, por eso la perspectiva es la de uno de esos hombres que dejan que la realidad la configuren otros, por comodidad, por irresolución, por torpeza, por desorientación. La novela tiene una extensión de más de 700 páginas. Rossen rodó 240, pero consideró que resultarían excesivas cuatro horas (o entró en modo pánico), y recurrió al luego cineasta Robert Parrish para realizar los recortes que condensaron la obra en 109 minutos. Fue premiada por la industria con el Oscar a la mejor producción de ese año, pero indignó a quienes la consideraban antipatriotica, como fue el caso de John Wayne, quien rechazó el papel protagonista. En aquellos años de la posguerra ponía en evidencia descontentos, la convicción de que, pese a que se hubiera ganado una guerra, una infección atravesaba la sociedad. 'El político' mostraba, de modo implacable, su reguero desde quienes dominan el escenario hasta quienes dejan que otros lo dominen.
Stark fue alguien que, en principio, luchó contra la corrupción, estudió leyes a edad tardía, quiso realizar mejoras en su entorno social, pero cuando descubrió que, como aparente candidato, fue utilizado por otros políticos como mero peón estratégico que posibilitaría la elección de otro del partido modificó radicalmente su concepción no sólo de la política sino de la vida. Por la decepción, se transmutó en una fiera implacable que ya no concebía la integridad como el sendero a través del que luchar para transformar la sociedad y extirpar los abusos y las injusticias, porque asumió que son parte consustancial de la naturaleza humana, y por tanto de cualquier sociedad que configure. Stark se convirtió en un cínico convencido de que sólo se podrán realizar medidas generosas preocupadas por el bien general si se ha dominado el escenario político, social y económico con la imposición, con el uso de recursos despreocupados de los escrúpulos. Cualquier táctica es válida, a cualquiera que contradiga se puede anular porque nadie es completamente íntegro, todo el mundo, en algún momento, ha incurrido en la corrupción. Stark se convierte en una bestia avasalladora, cuya energía y determinación contagiosa se transmuta en convincente guía y timón de los ciudadanos. Y esa combinación de decepción y despecho con las ansias de configurar el escenario de lo real a su voluntad le convierten en una fiera obcecada en imponerse a la misma realidad y a la misma vida, no sólo a cualquier voluntad o deseo. Pero la vida no deja de contrariarle, porque los accidentes e imprevistos son inevitables, como el que padece su hijo, un deportista que también parece dominar el campo de juego, el escenario central, como jugador de rugby, pero sufre un percance que le aboca a la parálisis.
También Stark quedó paralizado en su interior tiempo atrás, Su energía arrolladora no deja de ser una contracción de furia por el despecho. Lo importante, o lo único real, valga la paradoja, era el escenario, es lo que asumió. Y lo fundamental es no ser el peón sino el rey. Hasta que fue abatido por quien no consideraba que la realidad es un escenario infectado en el que la integridad es una ingenua ilusión, porque prevalece el intercambio de intereses y los pulsos de poderes. Fue abatido por la desesperación de quien como Adam (Shepperd Strudwick) sí luchaba por conseguir que su dedicación, su vida, en su caso la medicina, estuviera sustentada en la entrega y la dedicación, sin las medias tintas de las justificaciones y las conveniencias utilitarias que permitían logros generosos para aliviar conciencias o disimular la infección. Adam no quiso sentirse peón, ni aceptó que la infección se propagará en su vida, y alcanzará a su propia hermana, Anne (Joanne Dru), amante de quien parece convertirse en vórtice de agujero negro que absorbe voluntades y conciencias con su carisma. Jack, en medio, en tierra de nadie, amó a Anne, pero nunca logró ser lo suficientemente resuelto, como oscila entre los principios éticos, exangues, y el nihilismo. Opta por retirarse, por no asumir la responsabilidad, por ser incapaz de asirla con fuerza para no dejar que su realidad sea configurada por voluntades más determinantes como la de Stark. Se convierte en uno de sus hombres, uno de sus cortesanos que se cree distinto, como si se justificara en ser la voz de la lucidez que no se deja engañar por los fulgores del escenario, de las luchas de poder. Pero con su justificación deja que la realidad sea definida por otros, siempre entremedias, como si fuera parte integrante y a la vez no lo fuera, entre la añoranza del amor por Anne y el lamento y el fatalismo.
Johnny O'Clock, el protagonista de la opera prima de Rossen en 1947, es un personaje cauto, alguien al que siempre ha gustado ir sobre seguro, sin arriesgarse. Regenta un club de apuestas, pero las apuestas son para los demás. Johnny es alguien a quien le gusta nadar entre dos aguas, en un espacio intermedio en el que piensa que es inmune, mientras saca su beneficio sin mancharse demasiado. El protagonista de 'Cuerpo y alma' (1947) pensaba que ante todo era un boxeador, que dominaba el cuadrilatero, sin preocuparse de que iba desprendiéndose de la integridad al dejar que su realidad la configurara la corrupción de los que dominaban el escenario del negocio del boxeo. Algo parecido le pasará al jugador de billar de 'El buscavidas' (1961), hasta que unos y otros se subleven. Los actos tienen consecuencias, y algunas pueden ser funestas. La asunción de la responsabilidad se hace necesaria. Stark agoníza con el gesto desencajado porque no logrará seguir dominando el escenario del mundo. La muerte también contraría. Pero también los hombres del rey deben hacerlo.
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